Saturday, January 12, 2013

EXTRANJERO EN SU TIERRA: EL RETORNO DE UN COLOMBIANO - IIA



Día 2: ¿Un País De Exageraciones O Un Autor Que Exagera?

La brújula de la razón está perdida
En las cámaras secretas de un palacio...
Juan Manuel Roca

Una amiga antropóloga se entera de que estoy escribiendo una crónica de mi viaje. Me envía un mensaje urgente: Espero que no exageres al hablar de Colombia.

Me ha puesto a pensar. ¿Cómo puede uno hablar verazmente  de Colombia sin parecer que exagera? O, de otra manera, ¿cómo puede uno hablar de Colombia sin referirse a una realidad que parece no conocer barreras mentales o éticas?

Cuando García Márquez publicó Cien Años de Soledad hablar de Macondo como de un país llamado Colombia se volvió un lugar común. Fue como una fantasía popular de que Colombia entera era un lugar mágico donde sucedían cosas increíbles y amenas. Pero Colombia no es una versión  más intelectual y más inteligente de Disneylandia como parecen soñarlo los que usan el tropo del realismo mágico macondiano. La realidad es más cruel, dura, imprevista; en ocasiones es también más maravillosa, inspiradora, deslumbrante. Hay cosas que suceden en Colombia que rebasan los límites de lo creíble, lo imaginable, lo manejable con los recursos morales e intelectuales de una persona normal en otra parte.

Otros países comparten esta cualidad de desborde de lo ética e intelectualmente normal que uno observa en Colombia. La Unión Soviética en el pasado y la Federación Rusa en el presente, Bengala bajo las dos princesas destructoras que se alternan en el poder, Sri Lanka en su carrera precipitada a la guerra civil singalesa-tamil y la dictadura de la familia presidencial contemporánea, Zimbabue bajo Mugabe, el Congo bajo Leopodo de Bélgica, Mobutu y los Kabila, la China cuando vivía Mao, la India desde la muerte de Gandhi, los Estados Unidos representados por la CIA y por los republicanos más intolerantes, la Argentina cuando cae en las manos incompetentes de los políticos más patriotas, Israel en sus relaciones con los palestinos, el Brasil de las favelas y de los territorios amazónicos donde ni dios ni el estado tienen presencia, son todos lugares donde la realidad social y política exige una suspensión del sentido crítico y un adormecimiento del sentido ético de la población para poder vivir con la desmesura de las elites. Es lo que pasa en Colombia cuando una piensa en circunstancias como las que paso a detallar.

El paramilitarismo fue un movimiento armado, paralelo a las fuerzas militares y policiales del estado, organizado, apoyado y financiado por sectores de las elites nacionales con el propósito declarado de contener las guerrillas subversivas con métodos que las fuerzas estatales estaban legalmente impedidas de usar. Las fuerzas paramilitares empezaron a formarse en la década de 1970, se fortalecieron en los años 80 y 90 y algunos de sus jefes negociaron una entrega de armas entre el 2002 y el 2006; varios cabecillas, muchos mandos medios y numerosos milicianos continuaron en armas como bandas criminales emergentes según el decir del gobierno de la época. Estudios oficiales y privados atribuyen a los paramilitares el asesinato de 150.000 personas, la emigración forzada a las ciudades de 5.2 millones de  campesinos y el robo de 4 a 6 millones de hectáreas de tierras cultivables. Los paramilitares además crearon una red de fraude para robar los fondos públicos dedicados a obras de infraestructura y salud, establecieron  redes adicionales de extorsión a comerciantes y terratenientes y crearon  un clima de inseguridad sobre sindicatos campesinos y obreros para inhibirlos en la lucha por mejores condiciones de trabajo de sus afiliados. Todo esto sucedió sin que protestara la mayoría de la población que vive en las ciudades y bajo la mirada negligente de las autoridades nacionales. Cuando estas finalmente decidieron hacer algo, entregaron a los jefes paramilitares a la justicia estadounidense para que esta los juzgara por narcotráfico garantizando, de paso, que sus crímenes de lesa humanidad y de destrucción de la sociedad quedaran impunes.

Las guerrillas en Colombia se han proclamado defensoras del pueblo campesino y obrero. Nacidas entre 1950 y 1960, las guerrillas llegaron a controlar una gran extensión del territorio nacional a finales del siglo XX y los primeros años del XXI, cuando desfalcaron las municipalidades que cayeron bajo su influencia, hostigaron la población campesina no alineada con ellas, establecieron zonas de protección pagada para los cultivadores y traficantes de drogas ilegales, secuestraron y extorsionaron en campos y ciudades y establecieron una táctica de “pescas milagrosas” –consistente en poner escuadrones volantes en las carreteras con el propósito de tomar rehenes y cobrar rescates a personas que en opinión de los comandantes operativos tuvieran cualquier capacidad de pago-  todo lo cual les generó un flujo masivo y sostenido de fondos. A partir del año 2002 el gobierno nacional con ayuda de los Estados Unidos intensificó la campaña militar contra las guerrillas. En las regiones que abandonaron al replegarse hacia sus cuarteles de la selva se observó un incremento en la concentración de la propiedad rural, en el despojo de tierras, en la violencia contra los sindicatos, en los abusos de los militares y en la vulnerabilidad de campesinos y obreros a los ataques de los paramilitares. En vez de proteger a campesinos y obreros los dejaron más vulnerables. Además, dejaron el país en manos del presidente Álvaro Uribe y sus aliados. A pesar de los resultados desastrosos de la acción guerrillera quedan unos pocos líderes sindicales, activistas sociales, agentes de ONGs e intelectuales burgueses que consideran justificada la violencia guerrillera y le ven potencial revolucionario.

Los empresarios que se beneficiaron de la coerción a que fueron sometidos los sindicatos o que adquirieron tierras robadas por o en complicidad con los paramilitares permanecen anónimos para las autoridades judiciales y, en consecuencia,  en la práctica gozan de impunidad con respecto a los delitos que sirvieron para consolidar su poder y aumentar su riqueza.

Los campesinos que tuvieron que tolerar la presencia de guerrilleros en sus tierras y por fuerza colaborar con ellos han sido duramente castigados por las fuerzas del estado y los paramilitares. Los miembros de las elites que fueron secuestrados por las guerrillas y pagaron sumas millonarias por su libertad son vistos como víctimas sin responsabilidad en la financiación de las mismas. Objetivamente hablando campesinos y ricos secuestrados, con sus vidas y haciendas en juego, a la fuerza se convirtieron en colaboracionistas de los guerrilleros. Sin embargo, los manuales de seguridad nacional y lucha antisubversiva del estado -aceptados por la opinión pública en las ciudades- consideran que los campesinos tienen un deber tácito de sacrificar vidas y haciendas por el bien del país, deber que no han tenido los miembros de la elite.

Aproximadamente una tercera parte de los miembros del congreso –senadores y representantes a la cámara- han sido condenados en juicio en los últimos años por complicidad con los paramilitares y por beneficiarse del poder de estos en sus regiones de origen. Los ciudadanos que votaron por ellos a sabiendas de que eran autores intelectuales de asesinatos, robos de tierras, extorsión y desfalco del estado debieran ser condenados como cómplices y habilitadores pero nadie habla de ello.

Una representante a la Cámara fue condenada en el 2008 a prisión por vender su voto en la aprobación de una reforma constitucional. La Corte Suprema de Justicia le imputó el delito de cohecho al encontrar prueba de que  altos funcionarios del gobierno nacional le prometieron beneficios económicos y personales ilegales a cambio de su voto. El cohecho exige por definición la participación de dos delincuentes: una, la vendedora del voto está en la cárcel, el otro, el comprador, no ha sido identificado en los estrados judiciales.

Un expresidente continúa actuando como presidente en ejercicio desde el momento en que dejó legalmente el cargo en el 2010 y desautoriza a su sucesor en todo momento con el argumento de que este no ha actuado como su clon. Sus declaraciones, un ejemplo repetitivo de disonancia cognoscitiva, trivializan el debate sobre los problemas nacionales, hacen ficción la historia, confunden a las masas y entorpecen la gestión presidencial. Los medios le dan espacio y validan su papel de caudillo y una buena porción de la opinión pública considera su actitud perfectamente normal. Cada alcalde en su año dice el refrán pero no en Colombia.

Luis Mejía –  12 de enero del 2013
Publicado en blogluismejia.blogspot.com

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