Día 1: El Riesgo De
Quedarse
Lejos, ¡ay!, del
sacro techo
Que mecer mi cuna
vio…
José E. Caro
Vuelo en Avianca con destino Bogotá. Una colombiana
joven, con gran sentido de sus derechos adquiridos o que va a adquirir, o al
menos con un claro entendimiento de que merece el trato que recibiría la amante
de un millonario con avión privado, se pone furiosa cuando ocupo el asiento del
lado. Se enfurruña, ignora mi saludo, me mira de reojo con furia contenida. Me
siento y me clava el codo en la costilla, me echa el hombro encima, descarga su
espalda contra mi brazo. Finalmente se queda dormida en el espacio diminuto por
el que había pagado a la compañía de transporte aéreo y me deja en paz.
Me pregunto si al resto de los colombianos les irá a
costar igual trabajo aceptar mi presencia en su “espacio vital”.
Al empezar el vuelo una azafata da la bienvenida e instrucciones
sobre la duración del vuelo y la manera de salir de urgencia del avión y al
terminar nos da las gracias por haber viajado con ella. Es bilingüe, creen los
administradores de la aerolínea. Su español se entiende. Su inglés es una
invención personal de gramática y pronunciación. Me pregunto si los gerentes de la empresa son
bilingües, si han oído hablar a la azafata y si al permitirle continuar
haciendo lo que hace quieren enviar a los demás empleados un mensaje de
estímulo a la creatividad y la iniciativa personal.
Llego al aeropuerto El Dorado, ahora llamado Aeropuerto
Internacional Luis Carlos Galán El Dorado –luego de una discusión absurda en el
congreso nacional, entre voceros de partidos que tienen dos docenas de
legisladores en la cárcel por crímenes surtidos, sobre la mejor manera de
honrar la memoria de un líder político progresista asesinado por quienes
generalizaron la moral pública que predomina hoy en el país y a quien con
seguridad los mismos congresistas hubieran
bloqueado sistemáticamente para impedirle implementar su agenda de gobierno-, y
entro a la sala donde seré recibido por representantes de las autoridades de
inmigración. Durante los preparativos de mi viaje, en mis visitas al consulado
colombiano de Nueva York para renovar mi pasaporte, durante el vuelo mismo, el
gobierno me ha preparado para aceptar el riesgo de querer quedarme si visito a
Colombia. Es parte de una campaña de publicidad internacional para atraer
turistas, pensada en castellano y traducida literalmente –mas no literariamente-
al inglés. En la sala de inmigración, pequeña, congestionada, sin ventilación,
sin información –aparte de un aviso en inglés colombiano que dice “General
Row”- espero hora y media con los pasajeros de una docena de vuelos que han
sido programados para llegar simultáneamente. Cuando salgo al aire libre el
riesgo de que me habló el gobierno ha desaparecido.
Un par de días después una amiga me hace pensar que si me
quedo no tendré que pasar por inmigración nunca más. Mis experiencias posteriores
me ponen a pensar que probablemente lo que he vivido en el avión y en la
oficina de inmigración es indicativo de la actitud que las elites, la
burocracia gubernamental y la burocracia empresarial tienen con respecto al
resto del mundo y que los colombianos muy sabiamente han decidido ignorar para
no verse obligados a hacer una revolución que los reemplace a todos.
Dos meses después tomo el avión de regreso a Nueva York
en las instalaciones renovadas del aeropuerto bogotano. Espacios amplios, buena
iluminación, numerosos puntos de atención al público con personal suficiente
para que las colas fluyan ágilmente. Trabajo de contratistas colombianos
supervisados por burócratas colombianos. Hay un pasillo que sale de la sala
principal, con un gran letrero sobre el vano de entrada que dice “BAÑOS” y
justo dos pasos más adentro, a la izquierda, una oficina en cuya puerta hay una
placa que dice “SERVICIOS DE EMIGRACIÓN”. En la sala de espera de Avianca para
pasajeros que salen del país hay una
puerta de acceso al avión que mira a una pared a tres metros de
distancia, sobre la puerta un letrero que dice “PUERTA DE SALIDA 42” que no es
visible a quienes llegan en su búsqueda.
Este viaje ha sido demasiado largo para mí, para mi familia y para mi patria. Cuando uno va
de paseo por un par de semanas solo tiene tiempo para ver los lugares más
atractivos, cumplir una apretada agenda social con parientes y amigos, moverse
de un lado a otro en taxi o en vehículo privado, siempre conversando, dando
opiniones sobre lo que vio o va a ver, anticipando un encuentro feliz o una
cena exquisita. Excepto por el raro episodio de atraco o robo de documentos de
identificación, accidente de tráfico o desventurado encuentro con autoridades
abusivas uno no tiene tiempo para observar el entorno social y cultural. Una
estadía más larga le hace ver y oír a uno las cosas que los nativos han
aceptado o a las que se han acostumbrado de tal manera que no perciben la
manera como afectan su manera de vivir.
Luis Mejía – 10 de
enero del 2013
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
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