Wednesday, January 16, 2013

EXTRANJERO EN SU TIERRA: EL RETORNO DE UN COLOMBIANO - V



Día 5: Armenia, Una Ciudad de Parques Feos

…le importa un higo
la miseria del redil.
Y yo, desde mi ventana,
limpiando mi fusil, me digo:
-¿Qué hago con este fusil?
Luis Carlos López

Armenia, como muchas ciudades colombianas fundadas antes del siglo XX, ha sido una ciudad de pequeñas plazoletas arboladas que llaman parques. Por muchos años el diseño y decoración de estos estuvo a cargo de la Sociedad de Mejoras Publicas  y el Club de Jardinería, entidades formadas por voluntarios que se encargaban de proyectos cívicos, culturales y de embellecimiento de los espacios públicos en coordinación con las autoridades municipales y que ocasionalmente recibían una remuneración nominal por sus esfuerzos. Estas organizaciones aunque no siempre poseedoras de experiencia técnica tenían un orgullo del trabajo bien hecho que las hacia dedicar innumerables horas a documentarse, indagar, consultar expertos y planear obras que causaran admiración y respeto entre sus conciudadanos. Era costumbre en ese entonces poner en los parques una placa donde se mencionaban con nombre propio los funcionarios y entidades de voluntarios que participaron en el esfuerzo de crearlos. 

Con el crecimiento de la base tributaria, el enriquecimiento consiguiente del  fisco y la pérdida de la moral pública, las autoridades locales comenzaron a contratar el diseño y mantenimiento de los parques con entidades comerciales privadas que suplían su falta de conocimiento de las artes de jardinería y arquitectura recreacional urbana con un conocimiento profundo de las debilidades y necesidades personales de los funcionarios encargados de firmar los contratos. Esto dio lugar al aparecimiento de espacios urbanos mal diseñados y peor terminados de los cuales, con entendible diligencia, han hecho desaparecer las placas con los nombres de quienes participaron en su creación.

La Plaza de Bolívar ha sido el centro geográfico de pueblos y ciudades de Colombia desde poco después de las guerras de independencia a principios del siglo XIX. La de Armenia tenía una estatua del Libertador en la mitad y árboles y senderos que la cruzaban en todas direcciones. Allí se hacían las manifestaciones y protestas populares más importantes y de los balcones de las casas que la rodeaban echaban sus discursos los políticos en campaña.  La rodeaban la iglesia principal, la casa cural, el teatro, el hotel y las casas de dos pisos de las familias importantes.

La iglesia de hoy es un hangar de valor arquitectónico indiferente si no positivamente feo, de inmensa puerta abierta sobre la plaza y con espacios perdidos a los lados que acaban de llenar la manzana. Es un orzuelo arquitectónico que ni impresiona por su majestuosidad ni invita al recogimiento. En la cuadra del lado está el edificio de la gobernación del Quindío, inmensa mole de cemento y vidrio desprovista de originalidad y belleza. Cierran la plaza otras dos cuadras de edificios privados igualmente inanes. La plaza misma está dividida en dos partes: un espacio vacío, de piso de cemento, frente al edificio de la gobernación, donde se levanta, delgado y muy alto, un pedestal donde algún contratista horro de sentido estético trepó una estatua del Libertador Bolívar, diminuta y ridícula vista desde el piso y, en el extremo opuesto, una zona estrecha, con árboles y palmas ceñidas al nivel del piso por estrechos anillos metálicos que estuvieron a punto de ahogarlas. Oculta por las frondas de árboles y palmas quizá el mismo contratista dejó abandonada una escultura majestuosa del colombiano Rodrigo Arenas Betancourt.

El Parque Sucre al norte de la Plaza de Bolívar  y el Parque Uribe al sur -el primero en honor del general venezolano que comandó los ejércitos colombianos en las guerras de independencia del Ecuador, Perú y Bolivia y el segundo en honor del abogado liberal que participó en la guerra civil de los Mil Días y dirigió una facción socializante de su partido en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX- a 7 u 8 cuadras en direcciones opuestas de la Plaza de Bolívar, tenían el tamaño de una manzana normal. Árboles muy numerosos proyectaban sombra sobre el suelo y había senderos que los cruzaban en todas direcciones. De ambos tengo recuerdos personales.

 En el costado sur del parque Sucre vivieron por muchísimos años mis abuelos maternos, en una vieja casona de dos pisos cuyas ventanas se adornaban de flores frescas para celebrar el paso de la Soledad en la procesión del viernes santo y se iluminaban con velas en la noche decembrina del alumbrado. En sus corredores interiores marcaban el paso del tiempo dos relojes de armario que en mis temores de niño parecían caminar toda la noche. En el costado oriental del parque Uribe un primo de la abuela vivía en casa colindante con la de un primo del abuelo.

El Parque Uribe conserva rezagos de su diseño original: una abundancia de árboles imponentes a los que solo falta un marbete con el nombre y características. Sería una ayuda educativa para una población que ha crecido sin el conocimiento íntimo del campo que tuvieron los pobladores de la ciudad dos generaciones atrás.

El Parque Sucre contiene hoy media docena de árboles aislados, entre ellos el carbonero de la esquina suroriental que según la tradición familiar fue plantado por mi abuelo al frente de su casa, y una plataforma de cemento con un hueco grande lleno de agua. En los costados norte y occidental se ha querido crear una zona peatonal con pequeños restaurantes y cafeterías que invaden la calle y obstaculizan la circulación de los caminantes. Al decir de un observador, este parque parece diseñado como la esquina muerta de un centro comercial. Un pequeño bulto informe que parece hecho de plastilina por estudiantes sin talento ha reemplazado un bronce de estilo clásico que representaba al mariscal Sucre. Como el mariscal mismo, el busto original ha desaparecido a manos de criminales anónimos cuyo nombre sospecha toda persona bien informada y sabe todo pillo.

El Parque Cafetero, tres cuadras al suroeste de la Plaza de Bolívar fue inicialmente un lugar de fuentes, arbustos, prados y jardines. Hoy es un espacio de cemento, muros y rampas interrumpidos por un arbusto ocasional. Son dos manzanas de espacio urbano sin concepción identificable de lo que es un espacio abierto destinado a la distracción y descanso de los vecinos.

La multitud de edificios y espacios públicos sin atributos arquitectónicos que uno encuentra en la ciudad lo llevan a aceptar como una realidad ineludible que  las autoridades locales y sus contratistas profesan un amor inmenso a la fealdad y que con liberal abandono de fondos públicos andan dejando testimonio de ello en todas partes.

Al mismo tiempo algunas de las construcciones que anclan la memoria colectiva sufren el abandono y negligencia de las autoridades y de la gente misma que debería cuidarlas. Pienso, por ejemplo, en la iglesia de San Francisco, de ladrillo desnudo, construida a un costado de lo que fue la plaza de mercado hoy desaparecida. Cuando los frailes franciscanos llegaron a Armenia escogieron para su trabajo pastoral la esquina menos atractiva y prometedora del pueblo. Construyeron la iglesia en una esquina, con la puerta principal mirando a la plaza de mercado y una puerta lateral que llamábamos la Puerta del Perdón pues como daba sobre la zona de tolerancia por ella entraban las prostitutas, borrachos, tahúres, limosneros, en busca de dios y sus ministros. 

Por muchos años los frailes fueron respetados por su pobreza obvia, su dedicación a las necesidades de sus vecinos, su fe sin complicaciones, su comportamiento caritativo. Mucha gente, incluyendo mis abuelos, venía de otras partes de la ciudad para los servicios litúrgicos de las fiestas de guardar. Pero todos sabíamos que esta era la iglesia de los sectores más desamparados de la sociedad y que quienes venían de afuera lo hacían para sostenerla con sus limosnas.

Me causó una gran impresión pasar por frente a la iglesia y ver sus puertas cerradas y los vanos y recesos del edificio encerrados con inmensas rejas intimidantes. Le conté al taxista con quien andaba mis recuerdos sobre el lugar y le dije que las rejas que cercan la iglesia que fue de los pobres y las putas me producían una incomodidad grande como si trataran de darme un mensaje sobre la sociedad en que nos hemos convertido. El taxista me dijo: los curas tuvieron que hacerlo porque la gente se estaba robando los objetos del culto y violando las cajas de la limosna, pero yo sé lo que usted quiere decir y es que cuando hay que ponerle seguro a la iglesia de los pobres y las putas es porque al pueblo se lo ha llevado el putas.


Luis Mejía – 16 de enero del 2013
Publicado en blogluismejia.blogspot.com

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