Día 5: Armenia, Una
Ciudad de Parques Feos
…le importa un higo
la miseria del
redil.
Y yo, desde mi
ventana,
limpiando mi fusil,
me digo:
-¿Qué hago con este
fusil?
Luis Carlos López
Armenia, como muchas ciudades colombianas fundadas antes
del siglo XX, ha sido una ciudad de pequeñas plazoletas arboladas que llaman
parques. Por muchos años el diseño y decoración de estos estuvo a cargo de la
Sociedad de Mejoras Publicas y el Club
de Jardinería, entidades formadas por voluntarios que se encargaban de
proyectos cívicos, culturales y de embellecimiento de los espacios públicos en
coordinación con las autoridades municipales y que ocasionalmente recibían una
remuneración nominal por sus esfuerzos. Estas organizaciones aunque no siempre
poseedoras de experiencia técnica tenían un orgullo del trabajo bien hecho que
las hacia dedicar innumerables horas a documentarse, indagar, consultar
expertos y planear obras que causaran admiración y respeto entre sus conciudadanos.
Era costumbre en ese entonces poner en los parques una placa donde se
mencionaban con nombre propio los funcionarios y entidades de voluntarios que
participaron en el esfuerzo de crearlos.
Con el crecimiento de la base tributaria, el enriquecimiento
consiguiente del fisco y la pérdida de
la moral pública, las autoridades locales comenzaron a contratar el diseño y
mantenimiento de los parques con entidades comerciales privadas que suplían su
falta de conocimiento de las artes de jardinería y arquitectura recreacional
urbana con un conocimiento profundo de las debilidades y necesidades personales
de los funcionarios encargados de firmar los contratos. Esto dio lugar al
aparecimiento de espacios urbanos mal diseñados y peor terminados de los
cuales, con entendible diligencia, han hecho desaparecer las placas con los
nombres de quienes participaron en su creación.
La Plaza de Bolívar ha sido el centro geográfico de
pueblos y ciudades de Colombia desde poco después de las guerras de independencia
a principios del siglo XIX. La de Armenia tenía una estatua del Libertador en
la mitad y árboles y senderos que la cruzaban en todas direcciones. Allí se
hacían las manifestaciones y protestas populares más importantes y de los
balcones de las casas que la rodeaban echaban sus discursos los políticos en
campaña. La rodeaban la iglesia
principal, la casa cural, el teatro, el hotel y las casas de dos pisos de las familias
importantes.
La iglesia de hoy es un hangar de valor arquitectónico
indiferente si no positivamente feo, de inmensa puerta abierta sobre la plaza y
con espacios perdidos a los lados que acaban de llenar la manzana. Es un
orzuelo arquitectónico que ni impresiona por su majestuosidad ni invita al
recogimiento. En la cuadra del lado está el edificio de la gobernación del
Quindío, inmensa mole de cemento y vidrio desprovista de originalidad y
belleza. Cierran la plaza otras dos cuadras de edificios privados igualmente
inanes. La plaza misma está dividida en dos partes: un espacio vacío, de piso
de cemento, frente al edificio de la gobernación, donde se levanta, delgado y
muy alto, un pedestal donde algún contratista horro de sentido estético trepó
una estatua del Libertador Bolívar, diminuta y ridícula vista desde el piso y,
en el extremo opuesto, una zona estrecha, con árboles y palmas ceñidas al nivel
del piso por estrechos anillos metálicos que estuvieron a punto de ahogarlas.
Oculta por las frondas de árboles y palmas quizá el mismo contratista dejó
abandonada una escultura majestuosa del colombiano Rodrigo Arenas Betancourt.
El Parque Sucre al norte de la Plaza de Bolívar y el Parque Uribe al sur -el primero en honor
del general venezolano que comandó los ejércitos colombianos en las guerras de
independencia del Ecuador, Perú y Bolivia y el segundo en honor del abogado
liberal que participó en la guerra civil de los Mil Días y dirigió una facción
socializante de su partido en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del
siglo XX- a 7 u 8 cuadras en direcciones opuestas de la Plaza de Bolívar,
tenían el tamaño de una manzana normal. Árboles muy numerosos proyectaban
sombra sobre el suelo y había senderos que los cruzaban en todas direcciones. De
ambos tengo recuerdos personales.
En el costado sur
del parque Sucre vivieron por muchísimos años mis abuelos maternos, en una
vieja casona de dos pisos cuyas ventanas se adornaban de flores frescas para
celebrar el paso de la Soledad en la procesión del viernes santo y se
iluminaban con velas en la noche decembrina del alumbrado. En sus corredores
interiores marcaban el paso del tiempo dos relojes de armario que en mis
temores de niño parecían caminar toda la noche. En el costado oriental del
parque Uribe un primo de la abuela vivía en casa colindante con la de un primo
del abuelo.
El Parque Uribe conserva rezagos de su diseño original:
una abundancia de árboles imponentes a los que solo falta un marbete con el
nombre y características. Sería una ayuda educativa para una población que ha
crecido sin el conocimiento íntimo del campo que tuvieron los pobladores de la
ciudad dos generaciones atrás.
El Parque Sucre contiene hoy media docena de árboles
aislados, entre ellos el carbonero de la esquina suroriental que según la
tradición familiar fue plantado por mi abuelo al frente de su casa, y una
plataforma de cemento con un hueco grande lleno de agua. En los costados norte
y occidental se ha querido crear una zona peatonal con pequeños restaurantes y
cafeterías que invaden la calle y obstaculizan la circulación de los
caminantes. Al decir de un observador, este parque parece diseñado como la
esquina muerta de un centro comercial. Un pequeño bulto informe que parece
hecho de plastilina por estudiantes sin talento ha reemplazado un bronce de
estilo clásico que representaba al mariscal Sucre. Como el mariscal mismo, el
busto original ha desaparecido a manos de criminales anónimos cuyo nombre
sospecha toda persona bien informada y sabe todo pillo.
El Parque Cafetero, tres cuadras al suroeste de la Plaza
de Bolívar fue inicialmente un lugar de fuentes, arbustos, prados y jardines.
Hoy es un espacio de cemento, muros y rampas interrumpidos por un arbusto
ocasional. Son dos manzanas de espacio urbano sin concepción identificable de
lo que es un espacio abierto destinado a la distracción y descanso de los
vecinos.
La multitud de edificios y espacios públicos sin
atributos arquitectónicos que uno encuentra en la ciudad lo llevan a aceptar
como una realidad ineludible que las
autoridades locales y sus contratistas profesan un amor inmenso a la fealdad y
que con liberal abandono de fondos públicos andan dejando testimonio de ello en
todas partes.
Al mismo tiempo algunas de las construcciones que anclan
la memoria colectiva sufren el abandono y negligencia de las autoridades y de
la gente misma que debería cuidarlas. Pienso, por ejemplo, en la iglesia de San
Francisco, de ladrillo desnudo, construida a un costado de lo que fue la plaza
de mercado hoy desaparecida. Cuando los frailes franciscanos llegaron a Armenia
escogieron para su trabajo pastoral la esquina menos atractiva y prometedora
del pueblo. Construyeron la iglesia en una esquina, con la puerta principal
mirando a la plaza de mercado y una puerta lateral que llamábamos la Puerta del
Perdón pues como daba sobre la zona de tolerancia por ella entraban las
prostitutas, borrachos, tahúres, limosneros, en busca de dios y sus ministros.
Por
muchos años los frailes fueron respetados por su pobreza obvia, su dedicación a
las necesidades de sus vecinos, su fe sin complicaciones, su comportamiento
caritativo. Mucha gente, incluyendo mis abuelos, venía de otras partes de la
ciudad para los servicios litúrgicos de las fiestas de guardar. Pero todos sabíamos
que esta era la iglesia de los sectores más desamparados de la sociedad y que
quienes venían de afuera lo hacían para sostenerla con sus limosnas.
Me causó una gran impresión pasar por frente a la iglesia
y ver sus puertas cerradas y los vanos y recesos del edificio encerrados con
inmensas rejas intimidantes. Le conté al taxista con quien andaba mis recuerdos
sobre el lugar y le dije que las rejas que cercan la iglesia que fue de los
pobres y las putas me producían una incomodidad grande como si trataran de
darme un mensaje sobre la sociedad en que nos hemos convertido. El taxista me
dijo: los curas tuvieron que hacerlo porque la gente se estaba robando los
objetos del culto y violando las cajas de la limosna, pero yo sé lo que usted
quiere decir y es que cuando hay que ponerle seguro a la iglesia de los pobres
y las putas es porque al pueblo se lo ha llevado el putas.
Luis Mejía – 16 de
enero del 2013
Publicado en
blogluismejia.blogspot.com
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