Wednesday, March 21, 2012

Memorias de un Estudiante de Leyes: El Externado, Fernando y Yo – Parte I

 
Cómo viví el Externado

Estaba yo en vísperas de terminar bachillerato en el Colegio San José de los Hermanos Maristas en Amenia y me enfrentaba a la difícil decisión de escoger carrera. En mi familia se daba por sentado que yo sería universitario de manera que ni la vida bohemia, ni el aprendizaje de los oficios de comerciante y hacendado que practicaba mi padre, ni la entrada inmediata al mercado de trabajo eran opciones que yo pudiera considerar por un momento. 

Había empezado mis estudios muy niño y no había tenido que repetir ningún año escolar a pesar de los esfuerzos que hice para perder álgebra y geometría en la mitad del camino, así que la decisión debía tomarla cuando aún no había terminado la adolescencia ni desarrollado conciencia de mi inmadurez y desconocimiento del mundo de los adultos –lo que he conseguido con los años- y, cuando, por supuesto, no tenía cabal entendimiento de para qué podría servir en la vida. De ñapa, venía de un medio social y familiar donde a uno lo entrenaban para obedecer –que es mucho más subyugante que respetar- a sus mayores en edad, dignidad y gobierno, y para no pensar –a fin de protegerlo de peligros en un país ignorante, conservador, católico e hipócrita-. También para no asumir responsabilidades personales, lo que es casi segunda naturaleza en los miembros de una sociedad timorata, violenta, jerárquica, cuyas elites adoran la impunidad más que la riqueza y los que no son parte de la elite se arriman al poderoso en busca de protección contra la ley y la autoridad.

Por supuesto que esta descripción del medio en que me crié apunta a tendencias dominantes y no excluye la existencia de individuos pensantes, rebeldes y de integridad personal cuya influencia se sentía en el ámbito social a pesar de todo. En especial porque mucha gente respetaba el statu quo cultural y social en algunas cosas y le faltaba al respeto en otras y eso abría brechas por donde los disidentes llegaban a los que apenas empezábamos a vivir.

Cuento esto para explicar la manera tan poco personal como escogí carrera. En primer lugar, el financiador de mis estudios quería, a toda costa, que su primogénito fuera doctor. Pero en esa época los únicos doctores eran los abogados y los médicos. Y como yo, a pesar de haber nacido en medio de la violencia colombiana de los años 40 y 50 y haberme criado en el ambiente de peleas callejeras propias de los escolares de la época, no toleraba la vista de la sangre ni de las secreciones del cuerpo quedé destinado a la abogacía, con tanta mayor razón cuanto que desde muy temprana edad mostré inclinación por la literatura y el debate y a pesar de ser tímido, débil e inseguro tenía momentos de lucidez, independencia mental y osadía frente a la autoridad que me dieron una cierta reputación de rebelde y contestatario. El ejercicio del derecho era el único campo donde las clases media y baja podían andar en contravía de la verdad establecida, el deber ciego y el respeto a la tradición lo que me podría dar un nivel de protección si se me iba la mano en la rebeldía.

Habiendo escogido carrera de esa manera, quedaba por definir la escuela donde iría. Fue quizá la única parte de esa decisión con respecto a mi futuro que tomé por mí mismo. Decidí irme a la escuela de leyes que quedara lo más lejos posible de mi familia. Lo que quería decir Bogotá. Comencé entonces a preguntar a distintos estudiantes de derecho que estaban de vacaciones en Armenia su opinión sobre las escuelas de derecho de la capital del país. Fue la primera encuesta que hice sin saber que años más tarde mi profesión sería la de investigador social. El resultado de mis averiguaciones me ayudó a tomar la decisión acertada. Los estudiantes de la Universidad del Rosario me dijeron que las mejores escuelas de derecho eran la suya y la del Externado. Los de la Universidad Javeriana me dijeron que la suya y la del Externado. Los de la Universidad Nacional que la suya y la del Externado. El consenso indicaba que la escuela de derecho de la Universidad Externado de Colombia era la mejor y allá quise ir a estudiar. Por si me hiciera falta un empujón adicional, un viejo amigo mío sacerdote dominico me dijo, medio en serio y medio en broma, que yo ya había tenido suficiente educación con curas y que para un desarrollo más balanceado de mi inteligencia y personalidad me convenía mucho exponerme a los masones del Externado.

En esa época el Externado era solo la escuela de derecho. La admisión fue sencilla y relativamente fácil. Además de presentar las calificaciones de bachillerato había que escribir una carta explicando el interés que tenía en la carrera y la universidad, presentar un examen de admisión y llevar una carta de recomendación. Un amigo de familia, senador de la república y exalumno externadista, con mi mismo apellido me presentó como sobrino suyo. El afecto y admiración mutua que desarrollamos y el amor que he profesado a los suyos justificaron con le tiempo esta adopción ficticia y generosa.

Mis calificaciones de los últimos dos años de bachillerato eran excelentes. Mi carta de interés, mi examen de admisión y la carta de mi tío adoptivo hicieron lo suyo para convencer a los funcionarios de admisiones de la conveniencia de aceptarme en la cohorte estudiantil de ese año. Desde el punto de vista académico fue una decisión de la que ni la universidad ni yo nos arrepentimos. Durante cuatro años consecutivos fui uno de los primeros estudiantes de mi clase y me gané el honor de que se me eximiera de pagar matrícula. Es este honor del que me siento muy orgulloso pues en cierta manera fui primus inter pares en una cohorte de estudiantes de extraordinaria inteligencia y gran dedicación que con el paso del tiempo se distinguieron en el foro y la academia.

Económicamente el Externado era una de las escuelas menos costosas del país. Los primeros años la matrícula ascendía a $100, una suma irrisoria comparada con los $1.000 o algo más que se pagaban en la Javeriana, por ejemplo. En el tercer año si bien recuerdo la matrícula costaba $1.200, aún por debajo de lo que costaba en otras universidades privadas, y así se sostuvo por un tiempo. Esto explica que la juventud más ambiciosa e inteligente de clase media y baja de todo el país estuviera ampliamente representada en el cuerpo estudiantil.

Los primeros años del bachillerato los había hecho en un internado en Bogotá y allí supe que Armenia y Medellín -únicos lugares de cuya existencia yo era consciente y ello por razones de familia- no eran el centro del universo ni existían en un vacío geográfico y demográfico. Pero fueron mis condiscípulos del Externado los que me enseñaron la diversidad de poblaciones, culturas y talentos de Colombia.

El cuerpo de profesores estaba integrado por los juristas más destacados, brillantes y de mayor influencia intelectual y profesional en el país. Muchos de ellos, es cierto, eran compartidos con otras universidades. Pero solo el Externado reunía a todos los que eran reconocidos como líderes en las diferentes especialidades del derecho, sin distingo de ideología. Aunque en este momento caigo en cuenta de que no había voceros de la extrema derecha a pesar de que en el país existía un pequeño grupo de intelectuales y abogados semi-falangistas en lo político e integristas en lo religioso.

En las cátedras de derecho constitucional general y derecho constitucional colombiano se turnaban Gregorio Becerra, marxista-leninista, antiguo militante del MRL, pobre como ratón de iglesia, quien nos hacía aprender de memoria la estructura de gobierno de la Unión Soviética, y Carlos Restrepo Piedrahita, aristocrático y desdeñoso, rico y elegante, amante de citar a los constituyentes originales como fuente primaria de interpretación, quien nos hacía aprender al pie de la letra el texto de la Constitución  y nos hablaba del estado benevolente y la República de Weimar. Ricardo Medina Moyano, conservador, simultáneamente austero y cordial, “siempre de negro hasta los pies vestido” como el Felipe IV de Machado, y Alfonso Reyes, liberal, analítico, conocedor del derecho arcaico y la ley de los criminales callejeros, tímido y distante, dictaban derecho penal. Gabriel Escobar Sanín, improvisador, desorganizado y brillante, que nunca recordaba el tema que había desarrollado en su clase anterior, enseñaba el curso de bienes en derecho civil y Fernando Hinestrosa, sistemático, filosófico, el de obligaciones. Jaime Castro y Jaime Vidal Perdomo se turnaban los cursos de derecho administrativo; aunque no pertenecían a diferentes escuelas de pensamiento, Vidal era más apegado al modelo francés de administración pública. Mi profesor de derecho de familia fue Enrique López de la Pava, sabio, metódico, que nunca hablaba de embarazo sino de estado de buena esperanza y que, con mirada retozona, nos decía que el matrimonio era el único contrato que no podía anularse por engaño entre las partes pues todo el mundo entendía que el noviazgo era un período durante el cual los interesados se decían mentiras.

Antonio Rocha, viejito, frágil, de memoria infalible e inocentes anécdotas irrelevantes, fue mi profesor de teoría de la prueba; de él aprendí criterios de evaluación y confirmación de la evidencia que resultaron muy útiles cuando más tarde estudié fenómenos sociales y manejé hipótesis de trabajo y arrumes de datos estadísticos que las confirmaban o no. Samuel Finkelstein era la autoridad en derecho comercial y bajo su guía se preparaba para reemplazarlo un pequeño grupo de comercialistas jóvenes. Los cursos de sucesiones y de derecho romano los hice con Simón Carrejo, quien nunca levantó los ojos del libro que nos leía durante su hora de clase; él y el profesor de derecho tributario –cuyo nombre no recuerdo ahora- eran los únicos profesores de raza negra o afro-descendientes como se dice ahora. Luis Fernando Gómez, apuesto, elegante de modales, izquierdista, bohemio y cordial, nos enseñó filosofía del derecho y, por la mera fuerza de su personalidad y sus conocimientos, tuvo en muchos de nosotros una influencia permanente en la manera como interpretamos la ley y el papel del derecho en la vida social. Hernando Franco Idárraga, de exquisito refinamiento en el vestir donde no había escasez de gente elegante, sibarita, catador de la belleza, me enseñó derecho laboral. Con Eduardo Umaña Luna, humanista, inteligencia universal, de izquierda liberal, crítico mordaz de las elites nacionales, hice un curso introductorio a la sociología y con Fernando Vélez, maestro meticuloso y de amplios conocimientos, aprendí las primeras nociones de la economía como ciencia.

A todos los recuerdo con afecto porque, sin saberlo ellos o yo, me pusieron en el camino que eventualmente me llevó a obtener un doctorado en economía y hacer una carrera como investigador social.

Muchos otros hubo cuyos nombres no recuerdo pues han pasado muchos años y no tengo a mano ni archivos ni condiscípulo cuya memoria remedie los vacíos de la mía, pero que haya olvidado sus nombres no quiere decir que haya olvidado la deuda intelectual que les tengo. En este punto conviene explicar que cuando yo estudiaba leyes –de 1965 a 1970- el calendario académico era anual y que cada año cubríamos de ocho a diez cursos, lo que implica haberme sentado frente a no menos de 50 catedráticos. Además, había otros grupos de estudiantes del mismo nivel para quienes había otros profesores de renombre que no menciono porque no fui su alumno.

El Externado había reconocido que los estudiantes de bachillerato no llegaban a la universidad con un nivel adecuado de entendimiento de lectura ni sabían redactar con claridad y respeto de la gramática. Para remediar esta carencia –que con el transcurso del tiempo se ha agravado con gran daño para el desarrollo científico y cultural del país- Jaime Giraldo Angel, en ese entonces director de admisiones, había creado un curso que se presentaba a los estudiantes como metodología de la investigación bibliográfica y la controversia judicial. Cada año Giraldo entrenaba personalmente a un grupo de instructores que se encargaban de dictarlo. Prácticamente todos los que empezaban a enseñar en la universidad tenían que encargarse de uno de estos cursos. Uno de los que mejor lo aprovechó fue Alfonso Reyes, a quien sus estudiantes ayudamos a coleccionar las fichas bibliográficas exhaustivas que caracterizaban sus escritos y de quien aprendimos rigor de expresión, claridad en el argumento, precisión en los conceptos y diligencia en la búsqueda y utilización de fuentes de información.

Al mismo tiempo comenzaban a dar sus primeros pasos como catedráticos un grupo de exalumnos jóvenes que más tarde descollarían en  su campo, como Saul Sotomonte,  Daniel Manrique, José María Torres, Mario Fernández, Emilsen Gonzáles, Luis Felipe Zanna, Hernán Fabio López, Manuel Gaona, Manuel Urueta (nos presentaron veinte veces y para él cada vez siempre fue la primera en que nos conocíamos; su mala memoria para los nombres y los rostros era legendaria) y Antonio José Cancino, que fueron los que conocí.

Luego vino otra generación de profesores, los coetáneos míos en las bancas estudiantiles, de la que yo hice parte por corto tiempo. Pero esa es otra historia.

Luis Javier Mejía Maya
Nueva York - 21 de marzo de 2012
Publicado en blogluismejia.blogspot.com

1 comment:

  1. Que memorias tan hermosas, me he sentido identificado con cada párrafo aunque no soy estudiante del externado,pero como estudiante de derecho veo en ud el reflejo de tan hermosa carrera,espero que continues haciendo mas entradas de tus memorias, ¿que libros recomendarias para un estudiante de primer semestre de derecho?

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