Ilegalidad en el despacho presidencial de los Estados Unidos
En la primera mitad del decenio de los 70 funcionarios
asignados al despacho presidencial de la república estadounidense planearon,
ordenaron, ejecutaron y supervisaron una serie de actividades ilegales para
recoger información sobre personas que le hacían oposición política al
presidente Richard Nixon. De estas
actividades estaba enterado el presidente.
Los funcionarios de la Casa Blanca hicieron espionaje
doméstico, utilizaron las agencias del gobierno para actividades no autorizadas
por la ley, contrataron delincuentes comunes para realizar actos ilegales,
utilizaron fondos reservados de la campaña de reelección del presidente para
comprar el silencio de actores y testigos y usaron sus posiciones para destruir
pruebas y encubrir los hechos. Fueron descubiertos. Y vino lo que el presidente
Nixon hubiera podido llamar, con un mal uso de la palabra, la hecatombe: perdió
el poder.
El presidente confronta la ilegalidad en su despacho
El presidente Nixon inicialmente expresó en privado
sorpresa por la estupidez de algunas de las tácticas utilizadas para cumplir
sus órdenes y públicamente negó
conocimiento de las actividades de sus funcionarios de confianza. Luego,
ante la acumulación de evidencias publicadas, tuvo que aceptar que había sido
informado pero con gran posterioridad a los hechos.
Antecedentes: El plan Huston y Watergate
En 1970 el presidente Nixon ordenó que funcionarios de
su confianza en la Casa Blanca crearan un plan de seguimiento a la oposición.
Así lo hicieron ellos en coordinación con el FBI y otras agencias de la policía
secreta. El plan, llamado Huston, incluía violaciones de domicilio y
correspondencia privada y espionaje electrónico. El presidente fue informado por uno de sus
abogados de que el plan era ilegal; él ordenó que se implementara. El director
del FBI, J. Edgar Hoover, sorpresivamente se opuso y con el respaldo del
Procurador General logró que el presidente lo archivara aunque partes del mismo
se hicieron efectivas. La oposición de Hoover no ha sido explorada por los
historiadores y a primera vista es inexplicable dada su proclividad al espionaje
doméstico ilegal.
Luego vino el episodio Watergate, en 1972, que giró en
torno de la contratación de delincuentes comunes por parte de funcionarios de
la campaña presidencial en coordinación con personal de la Casa Blanca para
violentar las cerraduras de las oficinas del partido demócrata e instalar en ellas micrófonos y equipos de
grabación. Esto fue parte de una serie
de abusos de poder coordinados desde la oficina presidencial y que incluyeron
la entrada ilegal en las oficinas de un psiquiatra para robar las notas
terapéuticas de uno de sus pacientes y
el uso del FBI, la CIA y la oficina de recaudo de impuestos para
hostigar personas e infiltrar y sabotear grupos desafectos al presidente o a
sus amigos personales.
Los abusos de poder coordinados desde la Casa Blanca en
la administración Nixon ocurrieron durante la campaña electoral de 1972 y cuando
el movimiento popular contra la guerra en Indochina[i]
tomaba más fuerza. Aunque Nixon fue reelegido dicho año con un amplio margen de
ventaja sobre su oponente del partido demócrata, él y su entorno parecen
haberse sentido vulnerables políticamente. Sus actividades ilegales se
enderezaba a neutralizar la protesta contra la guerra, a obtener información
sobre las conversaciones privadas entre los líderes del partido de oposición, a
prevenir la circulación de información desfavorable a Nixon o la gente de su
entorno.
La debacle (o hecatombe, si se quiere)
Los delincuentes que penetraron las oficinas del
partido demócrata fueron arrestados por la policía y en la investigación
subsiguiente se comprobó que habían actuado bajo las órdenes de funcionarios de
la campaña de reelección de Nixon, los cuales, a su turno, fueron llamados a
juicio desatando una reacción en cadena que terminó comprometiendo a la Casa
Blanca. Al mismo tiempo, los medios recibieron información sobre las
actividades de los funcionarios presidenciales, la hicieron pública y
mantuvieron la presión con un cubrimiento constante de la historia. La opinión
pública reaccionó tan negativamente que el Congreso se vio forzado a investigar
y a llamar a juicio al presidente, el cual renunció en agosto de 1974.
El vicepresidente Spiro Agnew, investigado por
corrupción y condenado por evasión de impuestos, había sido obligado renunciar en
1973. El nuevo vicepresidente, Gerald Ford, tomó posesión como presidente y
otorgó un perdón presidencial a Nixon por cualquier violación de la ley en la
que hubiera podido incurrir. Ni las cortes, ni el establecimiento político, ni
la opinión pública aceptaron la inocencia del presidente Nixon con respecto a
los actos delictivos de sus subalternos y al perdonarlo Ford sentó las bases
para perder la elección de l976.
La investigación de estos abusos de poder culminó en
el llamamiento a juicio de 69 personas, de las cuales 48 fueron encontradas
culpables y perdieron su libertad, entre ellas el procurador general, el jefe
de la oficina jurídica y el secretario general de la Casa Blanca, varios
consejeros especiales del presidente y su asistente personal para asuntos
domésticos.
Richard Nixon se retiró de la política por varios
años, pero habiéndose aquerenciado en el poder siempre deseó volver a una
posición de influencia sobre sus conciudadanos. La tuvo pues sus sucesores lo
consultaron privadamente en asuntos de interés nacional. Pero él quería un
papel protagónico.
En 1977 le dio una extensa entrevista al periodista
inglés David Frost con el propósito de volver a la política activa. En esa
entrevista –un extracto de la cual se encuentra en este mismo blog- dio su
versión de los hechos, aceptó haber tenido una responsabilidad política -que
es, por supuesto, diferente de la responsabilidad moral, legal y fáctica-,
mantuvo su inocencia y formuló una defensa de su actuación.
Doctrina Nixon de exención presidencial de legalidad
“Si lo ordena el presidente deja de ser ilegal”, dijo
Nixon a Frost con respecto a las actividades ilegales de los funcionarios de la
Casa Blanca.
Su argumento se desarrolla en los siguientes pasos:
1.
Hay circunstancias
de seguridad nacional y orden público que exigen la realización de actividades
que en otras circunstancias serian violatorias de la ley pero que cuando las
ordena el presidente se vuelven legales;
2.
La conversión de
esas actividades ilegales en legales depende del criterio del presidente;
3.
El presidente no va
a abusar de esta facultad porque tiene que responder ante el electorado y
obtener fondos del congreso;
4.
Esta facultad
presidencial es necesaria para proteger a los que ejecuten las órdenes del
presidente;
5.
Existe un precedente
histórico: el presidente Abraham Lincoln ejerció esta facultad y la defendió
diciendo: “Actividades que en otras circunstancias serian inconstitucionales
podrían volverse legales si se realizan con el propósito de preservar la
constitución y la nación”.
Seguridad nacional y preservación de la investidura presidencial
Los presidentes tienden a confundir la seguridad
nacional y el orden público con su permanencia en el cargo; caen en la
tentación de ver a la oposición -aún legítima- como una amenaza a la seguridad
nacional y de condenar las manifestaciones populares de protesta -aún
justificadas- como una amenaza al orden público.
El presidente Nixon pensaba que ese era su caso y que
su separación del cargo pondría en peligro la seguridad nacional, debilitaría la
constitución y alimentaría la división interna. Todas anticipaciones
comprobadamente falsas. Una vez separado del cargo el establecimiento político
y militar aceptó que la guerra en Indochina estaba perdida y procedió a
terminarla mejorando así la seguridad nacional, las protestas populares
disminuyeron mejorando así el orden interno y la constitución ganó respeto al
hacer evidente que ni siquiera el presidente estaba por encima de la ley.
El criterio presidencial de legalidad
Precisamente porque un presidente se inclina a ligar
el destino nacional a su permanencia en el cargo no podemos confiar automáticamente
en la objetividad de su criterio cuando ordena hacer algo ilegal so capa de
proteger la seguridad de todos. Podemos hacer dos conjeturas igualmente válidas
cuando carecemos de información independiente: 1) la decisión del presidente
está enderezada a consolidarse en el poder, neutralizar a sus enemigos
políticos y darse la satisfacción personal de ejercer el poder a su arbitrio, y
2) su decisión tiene el propósito de proteger
al país de un peligro inminente, defender a sus conciudadanos de un enemigo
aleve y proteger la constitución y el estado de derecho de una amenaza que no
podría pararse de otra manera.
Al final, la opinión que se tenga de la acción
presidencial dependerá de su relación
con los partidos y los focos de opinión. Sus simpatizantes se inclinarán a
creerle, sus malquerientes se inclinarán a dudar. Y esto en el caso de que sus
decisiones se hagan públicas y él asuma responsabilidad por ellas. Si niega su
responsabilidad introducirá un factor adicional de disensión pública al poner a
sus amigos a defender su ignorancia de lo que hicieron sus subalternos y a sus
enemigos a buscar con empeño pruebas de su conocimiento.
En el caso del presidente Nixon esto fue lo que
sucedió. Primero negó su conocimiento de las actividades ilegales de sus
subalternos, luego negó que les hubiera dado orden de violar la ley y finalmente
aceptó que había tenido conocimiento ex
post facto de dichas acciones. Sus partidarios defendieron cada una de esas
posiciones. Sus enemigos en los medios y
la política lo asediaron hasta forzarlo a entregar las pruebas de su
complicidad con sus subalternos, pruebas contenidas en las grabaciones que él
mismo había ordenado hacer de sus conversaciones en la Casa Blanca.
Sanción electoral y bloqueo fiscal
Nixon hace una defensa práctica de su doctrina
afirmando que un presidente no abusará de la exención de ilegalidad porque
tiene dos talanqueras institucionales: las elecciones, donde supuestamente
tiene que responder de sus decisiones ante los votantes, y el Congreso, donde
le pueden negar fondos para ejecutarlas.
Solapado, como mucho político exitoso, el presidente
Nixon invoca en su defensa dos falacias que dan a su doctrina apariencia
democrática. Pasa por alto una realidad conocida: las órdenes que da un
presidente de violar la ley se emiten en secreto, se ejecutan a escondidas y se
cubren con coartadas para hacer plausible su eventual confesión de inocencia.
Además, la ejecución de las mismas se
carga a fondos discrecionales o se disimulan en entradas de contabilidad
opacas.
Dichas decisiones, por su misma naturaleza, están
pensadas para que no sean conocidas del público, consultadas con el órgano
legislativo, escudriñadas por el judicial o discutidas en campaña electoral. Y
si por algún motivo algo de ellas se hace conocido tanto el presidente como sus
subalternos dirán que por razones de seguridad nacional y orden público no se
puede dar más información.
En el caso de Nixon la crisis final de su presidencia ocurrió
cuando las acciones ilegales de sus subalternos y suyas propias se hicieron
públicas y el Congreso no las pudo excusar por razones de seguridad y orden
público.
Protección de subalternos del presidente
Cuando el presidente Nixon dice que su doctrina es
necesaria para proteger a los subalternos que cumplen órdenes de actuar
ilegalmente se refiere a una situación legal y ética muy compleja que podemos
describir en forma de dilema:
1) De un lado, el subalterno puede confiar en que
el presidente tiene un conocimiento superior de la realidad por su acceso a
información confidencial preparada por los servicios secretos del estado, hace
un juicio objetivo de lo que conviene al interés nacional y toma una decisión
que estaría amparada por una presunción de legalidad.
2) De otro lado, el
subalterno tiene un superior conocimiento de cómo opera la casa de gobierno, de
los sentimientos y antipatías personales del presidente, de cómo le gusta
ejercer el poder, del ambiente de adulación y ocultamiento de información
inconveniente a que se inclinan sus funcionarios de confianza y, en
consecuencia, duda de los motivos altruistas del presidente con respecto a una
decisión dada.
¿Está obligado el subalterno del presidente, que al
mismo tiempo es un empleado del estado, a obedecer todas las órdenes
presidenciales sin vacilar? ¿O está
obligado como cualquier otro ciudadano a negarse a obedecer una orden
violatoria de la ley y a denunciar al presidente por intento criminal ante las
autoridades competentes? Además nos podemos hacer la pregunta ética: ¿aquellos
que en conciencia creyeren que el presidente les está ordenando violar la ley
tendrían la obligación moral de renunciar al cargo?
La doctrina Nixon de exención de ilegalidad eliminaría
estos dilemas y daría al presidente mayor seguridad con respecto a la lealtad incondicional
de sus subalternos.
Sin embargo, como lo reconoció el mismo Nixon, no hay
regla o principio en el cuerpo legal que justifique esta exención. Y no la hay porque la obediencia debida a orden superior no se
acepta como causal exculpatoria de actos ilegales sino en condiciones muy estrictas;
en la mayoría de los casos la gente debe asumir responsabilidad personal por
sus acciones.
Lincoln y la exención de ilegalidad
El precedente histórico sentado por las palabras y
acciones del presidente Lincoln es válido y continúa vigente. En la historia
reciente lo vemos presente en la decisión de Bush Sr de atacar a Irak sin una
declaración de guerra por parte del Congreso, en la autorización que dio Bush
Jr durante la segunda guerra de Irak para intervenir teléfonos y correos electrónicos
de ciudadanos estadounidenses y para torturar y mantener en prisión sin orden
judicial a extranjeros sospechosos de ser enemigos de los Estados Unidos y en
la órdenes de Obama de bombardear enemigos en Afganistán, Yemen, Pakistán, Siria e Irak.
Pero este precedente no era aplicable a la situación
de Nixon. La investidura presidencial de Lincoln no estaba amenazada. En el
norte era el presidente legítimo, para el sur era la cabeza de un gobierno
enemigo. Su gobierno y su posición hubieran desaparecido si el norte hubiera
perdido la guerra; pero el norte ganó la guerra y fueron el gobierno y el
presidente del sur los que desaparecieron.
Lo que estaba en juego no era el poder personal de Abraham Lincoln o de
Jefferson Davies. Por lo mismo, en su entrevista con Frost Nixon deja el argumento inconcluso.
Nixon imitado en América Latina
En América Latina, como en cualquier otro país
incluyendo los Estados Unidos, los presidentes se deslizan hacia el ejercicio
personalizado del poder cuando comienzan a confundir el interés nacional con su
deseo de permanecer en el cargo y de expandir su autoridad. Ocurre gradual y
casi que inevitablemente cuando no
encuentran fuerzas políticas poderosas que los atajen y cuando sus subalternos
no tienen respaldo de instituciones fuertes para impedirles que abusen del
cargo. Se apoyan con frecuencia en las agencias de policía secreta, desviándolas
de la tarea que les corresponde de hacer inteligencia de países amigos y
rivales y de identificar a criminales mayores que escapan a los investigadores
policiales regulares.
Abundan los abusos de la policía secreta en los países
latinoamericanos: sucedió en Honduras, El Salvador y Guatemala durante las
guerras civiles recientes, en Chile,
Argentina y Brasil durante las dictaduras militares, en Cuba, Venezuela y
Nicaragua bajo sus gobiernos pseudo-socialistas. También en países supuestamente democráticos y
sujetos al imperio de la ley, como se echa de ver en los siguientes casos recientes
-que no son únicos en la historia de los países mencionados-.
Ricardo Martinelli, presidente de
Panamá del 2009 al 2014, ha sido acusado de utilizar la policía secreta para
hacer interceptaciones telefónicas, grabaciones, vigilancia y hostigamiento de
sus críticos. Los tribunales locales además le han abierto investigación por
corrupción y malversación de fondos. Salió del país a fines de enero de este
año con la excusa de participar en las deliberaciones del Parlamento
Centroamericano en Guatemala y ha decidido permanecer en el exterior
denunciando como persecución política las investigaciones que se le hacen.
Ollanta Hulama, elegido
presidente del Perú en el 2011 para un periodo que termina en el 2016, también
ha sido acusado de uso indebido de los servicios de la policía secreta para espiar
a políticos opositores, empresarios y miembros desafectos del partido de
gobierno. Los medios han publicado reportes, videos y grabaciones que confirman
estos hechos y agentes de la oficina nacional de inteligencia fueron arrestados
cuando le hacían seguimiento clandestino a la vicepresidenta. Como era de
esperar, el presidente, sus funcionarios de confianza y sus aliados políticos
han afirmado que los espías arrestados actuaban de su propia iniciativa, que el
abuso de la policía secreta es cosa que hicieron gobiernos anteriores, que en
su gobierno no se tolera el espionaje doméstico y que se disuelve la agencia anterior y se crea una
nueva con el mismo personal.
Cristina de Kirchner, elegida presidente de la Argentina en el 2007 y
reelegida hasta el 2015, se encuentra en medio de una crisis causada en gran
medida por su manera de gobernar. En medio de esta crisis ha muerto un fiscal
que investigaba la hipotética participación suya y de su ministro de relaciones
exteriores en un intento de encubrir la complicidad de un gobierno extranjero
en un atentado terrorista que en 1994 dejó
85 muertos en Buenos Aires. Aunque la mise-en-scène en la que apareció el cadáver del fiscal
permitiría pensar en un suicidio, confusión sobre las circunstancias ha
despertado sospechas de asesinato. La
protesta popular por esta muerte, alimentada por desconfianza en la
honorabilidad de los gobernantes, ha impulsado a estos a acusar a la policía
secreta de orquestar un plan para
desestabilizar el gobierno. El rencor acumulado en la población por los abusos de
la policía secreta en este y en gobiernos anteriores (espionaje doméstico,
hostigamiento de opositores, arrestos ilegales, desaparición de activistas) es
aprovechado por Kirchner para poner en cintura una agencia del estado sobre la
que parece haber perdido el control. Las medidas correctivas propuestas
incluyen cambio de nombre de la institución, reemplazo de algunos de sus
directores y conservación del personal de base.
Rafael Correa, elegido
presidente del Ecuador en el 2007 y reelegido hasta el 2017, ordenó en el 2013
la adquisición de equipos de espionaje electrónico por US$500.000 que tienen
capacidad para “copiar tarjetas SIM,
identificar llamadas telefónicas, desviar llamadas a diferentes lugares,
interceptar mensajes de texto, falsificar y modificar mensajes de texto,
mantener mensajes en su sistema, desconectar llamados, bloquear llamadas, y
un sistema con la capacidad de interceptar un mínimo de
cuatro llamadas telefónicas de manera simultánea”, según documentos
publicados por BuzzFeed, un portal de noticias independiente. El presidente
Correa y su gobierno negaron la adquisición, retaron a los denunciantes a
probar ante ellos la compra de los equipos y declararon al cabo de unos días
que nadie les había presentado las pruebas que los convencieran de que los
equipos fueron comprados y llegaron al país. La implicación, por supuesto, es
que los equipos de espionaje no existen y no se podrían usar indebidamente.
Álvaro Uribe, presidente de
Colombia del 2002 al 2010, fue acusado durante su gobierno por políticos de la
oposición y los medios independientes de abusar su autoridad ordenando a la
policía secreta hacer seguimiento a sus críticos y a los críticos de sus
aliados políticos, recoger información privada que pudiera ser usada contra sus
enemigos, poner en circulación esa información usando a periodistas esquiroles,
hostigar a sus críticos abierta y solapadamente y escenificar atentados
terroristas contra su vida. También ha sido acusado de permitir que dichos
servicios coordinaran con delincuentes comunes campañas de desprestigio contra
miembros de los poderes judicial y legislativo que no respaldaban su aspiración
a permanecer indefinidamente en el poder y de dirigirlos y protegerlos en el
asesinato de opositores y testigos de fechorías.
El secretario general de la presidencia y funcionarios
de alto rango de la agencia nacional de inteligencia -incluyendo su directora-
han sido condenados por espionaje de los magistrados de la Corte Suprema de
Justicia y la Corte Constitucional, de miembros de los partidos de oposición,
activistas de derechos humanos y periodistas independientes. Uno de los
directores de la agencia de inteligencia fue condenado por su participación en
el asesinato de un opositor.
El expresidente Uribe ha defendido a sus subalternos
individualmente; ha dicho que cada uno de ellos es honesto y que ninguno hizo
cosa alguna ilegal. Al mismo tiempo, los ha condenado colectivamente diciendo
en su cuenta de twitter en enero: “Si a uno el
superior le da una orden ilegal, uno tiene que decir: ‘no la cumplo’, ‘yo no
voy a violar la ley’ ”.
Uno puede hacer dos conjeturas sobre la posición de
Uribe: 1) los funcionarios de su confianza obraron bajo sus órdenes y sus
acciones fueron por consiguiente legales, y 2) los funcionarios no rehusaron
cumplir sus órdenes y en consecuencia las consideraron legales. En otras palabras, invoca la doctrina Nixon de
exención de ilegalidad. Igual que Nixon eventualmente aceptará responsabilidad
política pero negará toda responsabilidad penal y ética.
El gobierno colombiano ha cambiado el nombre de la
agencia de inteligencia, ha reemplazado algunos de sus altos funcionarios y ha
conservado el mismo personal de base.
Doctrina Nixon e imperio de la ley
Varios factores son comunes a estos casos de abuso del
poder presidencial -que no son exclusivos de América Latina-:
1.
El presidente
ordena -por sí mismo o por intermedio de funcionarios de la casa presidencial-
a los servicios de policía secreta vigilar, hostigar y neutralizar a los que
considera sus enemigos, enemigos de su partido o enemigos de sus aliados y
amigos;
2.
Al cumplir las
órdenes presidenciales sus subalternos y la policía secreta operan por fuera del marco
legal que regula su funcionamiento;
3.
El uso de la policía secreta con fines
personales y partidistas la distrae de los verdaderos temas de seguridad
nacional y la dedica a investigaciones intrascendentes creando de paso una
cultura de ilegalidad;
4.
La definición de
enemigo del presidente es elástica e incluye a quienes hipotéticamente podrían
asesinarlo -evento de dudosa ocurrencia que sería un atentado mayor contra el
orden público- y a una miscelánea de opositores serios y triviales que van
desde sus rivales políticos hasta académicos, activistas cívicos y formadores
de opinión que critican sus decisiones, exigen explicaciones sobre su agenda de
gobierno y dudan de la conveniencia de prorrogar su presidencia indefinidamente
o de ampliar sus poderes institucionales; todos ellos caen dentro de una noción
vaga de amenaza al interés nacional;
5.
La mayoría de los
que el presidente considera enemigos actúan dentro de sus derechos
constitucionales y legales y no representan amenaza seria a su investidura; de
hecho, uno puede defender la hipótesis de que el presidente tiene enemigos más
peligrosos entre los oficiales de las fuerzas armadas y las elites económicas
que se sientan vulneradas por las políticas de su gobierno;
6.
El presidente niega
conocimiento de lo hecho por sus subalternos, luego los defiende aseverando que
no han violado la ley y afirma que las investigaciones sobre la conducta ilegal
de los mismos son manifestaciones de persecución política.
Considerar legal lo que realmente es ilegal no solo es
un acto adicional de abuso de poder, ni una manifestación de disonancia
cognoscitiva, ni un delirio sintomático de los desórdenes mentales causados por
el poder sino también expresión de la certeza subjetiva que tiene el presidente
de que por virtud de su cargo puede transformar en legal lo que es ilegal. Esta
es la raíz psicológica de la doctrina Nixon de exención de ilegalidad.
Con frecuencia los actos ilegales de la policía
secreta, ordenados o no por un presidente, quedan impunes. Existe, en mi
opinión, una complicidad implícita entre facciones de la elite para tolerar un
cierto nivel de ilegalidad, corrupción, ineptitud, incompetencia e impunidad en
el ejercicio del poder político y económico. Solo cuando se excede ese nivel
por un amplio margen o cuando la rivalidad entre distintas facciones es muy
aguda se ponen a andar los mecanismos formales de la justicia, los cuales
llegarán tan lejos como lo permita el balance de poder entre esas facciones. Y
eso es lo que ocurre con respecto al uso de la policía secreta por razones
personales o partidistas.
Para impedir estos y otros abusos de poder un estado bien
organizado debe blindar la separación de los órganos de poder a fin de que
ninguno de ellos adquiera una posición dominante y debe dar a los ciudadanos
garantías para el ejercicio de sus derechos de denuncia y de respeto a la ley.
A su turno, los ciudadanos por sí o con ayuda de asociaciones cívicas y medios
independientes deben mantener una vigilancia constante sobre sus gobernantes.
Si por indiferencia, simpatías personales o afiliación partidista permiten que
sus gobernantes abusen el poder se exponen a que gobernantes que no son de su simpatía
o de su partido hagan lo mismo llevando a la larga a un debilitamiento de los
derechos y libertades de todos.
El poder tiene un efecto deletéreo en el equilibrio emocional de quienes lo ejercen y no pocas veces son sus validos quienes los empujan a delirar. Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, es un buen ejemplo de esto. Se ha hecho construir un palacio faraónico en Ankara donde se ha instalado un laboratorio anexo a la cocina. Allí trabajan permanentemente 14 químicos, toxicólogos y otros expertos que analizan todas las comidas que le van a servir. Su médico personal, supervisor del laboratorio, dice: “Se sabe que en el mundo ya no se asesina con armas sino con comidas envenenadas”.
ReplyDelete¿Es posible que este médico haya estudiado en la Universidad de la Sabana de Bogotá donde desarrolló tan preciso entendimiento del mundo contemporáneo? Quizá oyó de sus profesores que los emperadores romanos tenían un esclavo que probara sus comidas; a veces hasta sus amigos lo hacían en prueba de afecto personal. También los condotieros italianos y los príncipes renacentistas -déspotas todos ellos por oficio y necesidad- tomaban precauciones rutinarias contra el envenenamiento. A falta de laboratorios toxicológicos sus médicos recomendaban el bezoar, el cuerno de unicornio y el polvo de perlas. Y viéndolo bien, ¿por qué parar en la comida? Tarántulas, alacranes, mosquitos anófeles, estornudos y tos de un tísico, bacterias en las manos de un médico, pesticidas, desinfectantes y preservativos en comidas, medicinas y productos de tocador ponen en peligro la vida del señor presidente.
Fuente: http://www.nytimes.com/2015/03/05/world/europe/in-turkey-testing-the-president-recep-tayyip-erdogans-food-for-poison.html?emc=edit_th_20150305&nl=todaysheadlines&nlid=34870783&_r=0
¡Excelente! Uribe es una mediocre copia sin glamour de Nixon.
ReplyDeleteMe gusta tu artículo por didáctico y por la claridad de la exposición. Me pareció particularmente instructiva la manera como desarrolla los principios generales que inspiraron las acciones de Nixon así como los otros casos que menciona, incluyendo el patrón del Ubérrimo. Tiene una lógica irreprochable que solo partidistas ofendidos se atreverían a contradecir.
ReplyDelete"Qué tristeza que a Bernardo Moreno y a María del Pilar Hurtado los condenen por cumplir el deber", dijo el ex-presidente colombiano Alvaro Uribe de los funcionarios de su gobierno que desde la sede presidencial coordinaron el uso de la policía secreta para tareas no autorizadas por la ley y que por ello fueron condenados a prisión por la Corte Suprema de Justicia.
ReplyDeletehttp://www.semana.com/nacion/articulo/uribe-se-declara-triste/425938-3
Proverbio romano: Amici vitia si feras, facias tua. En buen romance: Si uno tolera los crímenes de un amigo los hace propios.
ReplyDeleteUn artículo de seguimiento a este ensayo fue publicado por la revista colombiana Semana en su edición del 1o de agosto del 2015 y se encuentra en este enlace:
ReplyDeletehttp://www.semana.com/nacion/articulo/uribismo-watergate-en-que-se-parecen/437055-3