Presentación: El Colegio San José de
Armenia fue fundado en 1928 por los Hermanos Maristas, una comunidad religiosa
educativa de origen francés que se había extendido ampliamente por Colombia. Allí hice parte de mis estudios de
primaria y completé la secundaria; allí estudiaron también mis tíos Maya y más
tarde mis hermanos y muchos de mis primos. Lo veo, pues, como parte de mi
patrimonio familiar. El fin de semana del 27 y 28 de febrero pasado se reunió
un grupo de exalumnos graduados en el año 1964 con otros amigos que habían sido
sus condiscípulos en el pasado. Por invitación de Luis Guillermo Arango B., uno
de los organizadores, participé a distancia en esta reunión con un texto
evocativo de nuestros días de estudiantes en el que combino los hechos de la
época con las lecciones morales y civilizadoras aprendidas y olvidadas en el
transcurso de muchos años. Es el mismo que pongo a continuación en manos de mis
lectores.
A mis Compañeros de Bachillerato
del Colegio San José de Armenia
Amigos y compañeros de juventud:
Me uno a ustedes para celebrar las luchas y los logros
que nos han traído a este momento de nuestras vidas, para hacer memoria de los
compañeros ausentes e inventario de los dones de amistad que nos dejaron y para
rendir homenaje a quienes como maestros nos prepararon para vivir.
Estos actos de evocación del pasado tienen el efecto
de mantener vivo el vínculo con lo que éramos, reconocer la manera como hemos
cambiado en el transcurso del tiempo, renovar los lazos de afecto con los que
eran amigos, confidentes, cómplices y jueces cuando apenas comenzábamos a vivir
y compartir con ellos las historias del camino que seguimos cuando ya no los
teníamos al lado.
Nosotros, como exalumnos de un colegio de los Hermanos
Maristas, somos herederos de una tradición, una mentalidad y una actitud que
han marcado el desarrollo intelectual, moral y profesional de una generación
tras otra en nuestro pueblo, nuestro país y nuestra civilización. Lejos como
estábamos de todos los centros de poder, de pensamiento y de avances científicos,
éramos sin embargo parte de un mundo más grande que nos llegaba intermediado en
gran medida por la iglesia católica y sus educadores.
Para la Iglesia Católica la educación ha sido por
siglos una tarea que se ha dado a sí misma para convertir a las sociedades no
occidentales, orientar a los pueblos, influir sobre las clases dirigentes,
transmitir conocimientos, enseñar técnicas y mantener viva sus doctrinas en la
conciencia popular. Ha cumplido esta tarea a sabiendas de que por muchas
precauciones que se tomen se corre el riesgo de que el conocimiento y el
desarrollo intelectual echen a andar su propio camino y terminen minando los
propósitos mismos de la educación que imparte. Pero este es un riesgo
inevitable y el hecho de que la iglesia lo haya aceptado ha redundado en
beneficios muy grandes para la humanidad.
Dentro de espacios de libre discusión intelectual y
cultivo de la mente creados por pensadores cristianos se fueron abriendo paso
ideas y propuestas novedosas para responder a los cambios sociales y
económicos; esas ideas eran inicialmente de inspiración religiosa y poco a poco
se fueron secularizando hasta convertirse en las escuelas de pensamiento científico,
político y social que hoy nos enriquecen a todos y nos ayudan a enfrentar los
retos de convivencia social del mundo contemporáneo. A partir del trabajo de
esos pensadores hemos desarrollado una cultura de tolerancia y aceptación de
diferencias personales e ideológicas, derechos de minorías y protección de los
débiles y los disidentes, limitaciones al poder de gobernantes y jerarcas,
ideas de igualdad y libertad personal, políticas de lucha contra la pobreza,
libre desarrollo y divulgación de las ciencias y las artes, restricciones en la
manera de hacer guerras y protección de la población no combatiente.
No voy a decir, con absurda ingenuidad, que este ha
sido un desarrollo fácil, unilineal, consensual. O que vivimos en un mundo
donde se respeta esa cultura. Al contrario, ha sido un lento desarrollo,
marcado por la contradicción y el conflicto, difícil, costoso en vidas y
recursos.
Hemos sido beneficiarios, en la medida de las
circunstancias, de los esfuerzos de los Hermanos Maristas para formarnos como
miembros de la sociedad cristiana occidental, con sus limitaciones y desbordes,
sus avances y retrocesos, sus libertades y restricciones. Y este esfuerzo
tampoco fue fácil.
Puedo hablar por mí mismo. Mi formación corrió a manos
de maestros católicos en su mayor parte, en el colegio de los hermanos y en
otras instituciones[i].
Personalmente doy testimonio de que ellos me ayudaron a cultivar un amor muy
grande por el conocimiento, admiración por las ideas, rigor y disciplina en los
estudios, respeto por los sabios de la antigüedad que trabajaron con grandes
limitaciones en recolección y manejo de información, devoción por los artistas
del pasado y una curiosidad intelectual insaciable. Tuve la fortuna de
redondear mi formación en la Universidad Externado de Colombia, una escuela
librepensadora e irreligiosa sin ser fanática, abierta y tolerante de todas las
escuelas del pensamiento, donde aprendí a pensar críticamente, a comparar
teorías y evaluar hipótesis, a juzgar la realidad circundante con la ayuda de
las ciencias sociales, a convivir y apreciar a gente que ni vivía ni pensaba
como yo. Pero fue un proceso demandante para mí y para mis maestros, como lo
fue sin duda también para ustedes.
Pensemos por ejemplo en la tolerancia de opiniones
disidentes. Les pido permiso para hablar de mi experiencia. Por un par de años
fui redactor del periódico estudiantil del colegio[ii]. En
ocasiones hablaba de temas controvertidos y expresaba opiniones heterodoxas que
-pienso hoy- no debieron de ser extremas ni bien planteadas dados los límites
de mis lecturas y mi falta de exposiciones a debates serios. En ningún momento,
sin embargo, y cualesquiera que fueran mis alcances, fui presionado por
nuestros maestros para cambiar de opinión o refrenar la libertad con que me
expresaba. Pero esto sucedía a pocos meses de que uno de nuestros compañeros de
estudio, un poco mayor, hubiera sido expulsado del colegio por expresar
opiniones contrarias a las aceptables[iii].
Con nosotros el colegio dio un paso hacia un mundo tolerante.
También por esos días empezaban a echar raíces en el
pueblo las sectas protestantes. Algunos predicadores fanáticos incitaban a los
fieles ignorantes a asaltar sus templos. Los hermanos nos protegieron de esas
prédicas incendiarias y nunca permitieron que se nos invitara a participar en
esos actos de violencia, de esa manera impidieron que nos volviéramos
intolerantes en asuntos religiosos y nos ensenaron que en ocasiones hay
prudencia en la omisión y buen juicio en el silencio.
Uno de los temas más difíciles para nuestros maestros
en esos años era el de la violencia y la manera como se aprovechaba para el
enriquecimiento propio. En ese momento de la historia colombiana se violaban
muchas reglas de la moral cristiana: la prohibición de matar y de robar, la
prohibición de ejercer la autoridad de manera arbitraria y en beneficio
personal, la prescripción de proteger los seres más vulnerables como las viudas
y los huérfanos, el mandato de enmendar la plana y resarcir los daños causados
con malicia a otro ser humano.
Muchos de los violadores de estos mandatos y sus
cómplices participaban devotamente en los ritos y celebraciones de la iglesia.
Entonces como ahora los que denunciaban la violencia y sus secuelas corrían
peligro de muerte. A esta distancia de los hechos podemos preguntarnos:
¿estaban nuestros maestros obligados a enseñarnos a mirar críticamente la
violencia que ocurría en los pueblos de los alrededores? ¿debían acompañarnos a
protestarla?
De las actitudes de nuestros maestros en ese momento
aprendimos lecciones de moral pública que todavía nos acompañan frente a la
violencia de la última generación y frente a los abusos de poder que entonces
pasaban desapercibidos por limitaciones en el alcance y diseminación de
información disponible y que en nuestros días ya no se pueden ocultar.
Al mismo tiempo algo grande que hicieron fue no envolvernos
en la lucha partidista. Fue una conducta sabia que nos permitió después escoger
nuestra afiliación política según nuestro propio saber y entender.
La llamada cuestión social, tan actual entonces como
hoy, nos enfrenta con problemas de profundo impacto social como son la
disparidad en la riqueza, la equidad en la remuneración del trabajo, la
concepción del trabajo como oportunidad de realización personal y expresión del
poder creativo del ser humano y la lucha contra la pobreza. Todos estos temas
relevantes no solo para la moral sino también para la economía, la sociología y
la ciencia del buen gobierno. Los hermanos nos iniciaron en la discusión de
estos temas. Tomaron como guía, por supuesto, la doctrina social desarrollada
por León XIII y sus sucesores. Con ello dejaron nuestras mentes abiertas al estudio
de los conflictos que todavía nos agobian y las soluciones que todavía nos
eluden.
Uno de los temas que reflejaban la confusión de la
época y las dificultades de mantener la
pureza de la doctrina religiosa frente a las realidades sociales y científicas
fue el de la moral sexual. En este asunto los hermanos mantuvieron sus
enseñanzas completamente aisladas de la realidad. Nos enseñaron la
interpretación estricta y restringida de la doctrina religiosa sobre la
sexualidad y su papel reservado para la reproducción dentro del matrimonio. Las
realidades del amor, su pérdida, sus expresiones y sus distorsiones, la experimentación y la aventura, las
preferencias sexuales y su papel en la sociedad, la vida de pareja con su
potencial para la creación y la destrucción, eran materia de especulación
ignorante entre nosotros o de ilustración incompleta o distorsionada por
adultos entendidos en la fisiología del sexo y no muy informados sobre la
psicología del amor y el deseo. Al final tuvimos que encontrar nuestro camino
improvisando, cometiendo errores, corrigiendo, tratando de nuevo. Algunos de
nosotros lograron realizar una vida de pareja exitosa, bien avenida, mutuamente
enriquecedora. Y qué gran lucha fue esa. Para ellos mi admiración y mi respeto.
Los temas de la violencia y la sexualidad enlazan con
el de la vida como bien fundamental para el desarrollo del potencial humano; la
vida íntegra, completa, comprendida entre el vientre materno y la muerte por
causas naturales. De eso tampoco hablamos mucho en esos días. Era como si lo
único que importara de la vida fuera la gestación y el nacimiento, que estaban
más cercanos del acto sexual procreador. Las condiciones que hacen la vida rica
y digna de vivir, que incluyen el amor, la subsistencia, la libertad personal,
las oportunidades para desarrollar los talentos innatos y asumir
responsabilidades y la protección contra una muerte violenta parecían
secundarias para la tarea de aprender a vivir. Pero el silencio sobre estos
temas no era exclusivo del colegio; esa era la mentalidad del país.
Pensemos también en los avances de la ciencia. Tuvimos
maestros divididos con respeto a la admisibilidad de las teorías científicas.
Mientras unos atacaban la evolución como un error filosófico otros la
consideraban parte integral de las ciencias naturales que enseñaban. Y esto
sucedía cuando ya el Vaticano había declarado que no había conflicto entre los
descubrimientos de la ciencia y los dogmas de la iglesia. Forzados a oír las
dos versiones y limitados en nuestra capacidad de confrontar la autoridad del
docente aprendimos a hacer convivir sus opiniones contradictorias.
Hay un aspecto fuera de lo académico al que quiero
referirme ahora. Es la dimensión humana de nuestros maestros. Yo no quiero
hacer generalizaciones baladíes y por ello pido a ustedes, amigos, licencia
para hablar con base en mi experiencia. Yo recuerdo a la mayoría de los
hermanos como personas serias, dedicadas a su vocación de educadores. En la
primaria, cuando éramos un grupo numeroso, indisciplinado y de atención
inconstante, poníamos a prueba la paciencia y las habilidades pedagógicas del
maestro responsable de la clase. Hubo un tiempo en el que estuvimos bajo la
autoridad de hermanos malhumorados y bruscos, que usaban la violencia física
para imponerse. Tenían siempre a mano una “chasca”[iv] que
les servía para imponer el orden fuera dando chasquidos, fuera dando golpes.
Golpeaban con frecuencia y duro. Que yo supiera nunca nos quejamos pues
hacernos respetar como personas no era parte del curriculum en la mayoría de
los establecimientos educativos de la época. Esos actos de crueldad, igual que
los castigos físicos en casa, no eran tema de cuestionamiento ni se dudaba de
su poder para formar carácter.
Después, a medida que avanzábamos en el bachillerato,
fuimos quedando cada vez más pocos en la clase. A medida que el grupo se
reducía y empezábamos a actuar con alguna madurez se reducían los eventos de
indisciplina. No siempre, por supuesto. Cuando éramos rebeldes podíamos crear
situaciones de difícil manejo. De esa época recuerdo con especial admiración y
el afecto tardío de la vejez a los hermanos Acacio y Rafael[v].
Eran severos y estrictos pero respetaban nuestros esfuerzos intelectuales,
toleraban y excusaban nuestras rebeldías como expresión normal de nuestra edad
y las manejaban con prudencia, dedicaban el tiempo que fuera necesario para
ayudarnos a entender los temas difíciles, nos trataban con una urbanidad de
sabor antiguo y mantenían contacto regular con nuestros padres pues para ellos
la educación era una tarea conjunta de la escuela y el hogar. Con el paso del
tiempo he aprendido a entenderlos, a ver que fueron producto de su época y a
apreciarlos por su honestidad personal y su dedicación a la vida que
escogieron.
A la larga nosotros mismos decidimos qué conservar y
qué abandonar del acervo moral y cultural que nos dieron los hermanos, usamos
los criterios implícitos en sus enseñanzas y su ejemplo para tomar decisiones,
nos inspiramos en los ideales y ambiciones que sembraron en nosotros para
escoger nuestro camino. Igual hicimos con el patrimonio moral que recibimos de
nuestros mayores.
Me invade un sentimiento de tristeza y pérdida
irreparable cuando pienso en los amigos que tomaron sus propias vidas o
murieron a manos criminales[vi].
Pienso en la pregunta recurrente que deben hacerse sus familias y nuestros
maestros: ¿qué más pudimos hacer para que esto no ocurriera? La respuesta que
no existe nos pone cara a cara con lo que hay de incierto, impredecible e
ineluctable en el destino humano y nos deja a solas con nuestra impotencia y nuestro
dolor.
En cuanto a ustedes, mis amigos, les diré que amo el
recuerdo de los años que pasé en su compañía, atesoro los gestos de afecto y compañerismo
que teníamos unos con otros y pienso que juntos aprendimos y nos preparamos
para la vida que hemos recorrido después. Lo que recibimos de nuestros maestros
fue apenas una semilla que cultivamos a nuestro propio modo y manera. Es
posible que al hacer fructificar esa semilla hayamos hecho un mundo mejor pero
eso lo sabrá la generación que lo recibe de nosotros. A los que vienen les
tocará repetir el mismo ciclo que hicimos nosotros: asimilar las enseñanzas de
los maestros y de nosotros sus mayores, tamizarlas en las crisis y
oportunidades de la vida, tomar las decisiones que deban y abrirle campo a los que siguen.
Luis Mejía – 19 de octubre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
[i] En un momento u otro de mi
vida he sido pupilo de las Hermanas Dominicas y los Hermanos Maristas en
Armenia, los Padres Dominicos y la Universidad Externado de Colombia en Bogotá,
y Fordham University (regentada por los jesuitas), Columbia University y Rutgers
University (ambas no confesionales) en los Estados Unidos.
[ii] En los dos últimos años de
secundaria fui jefe de redacción del periódico Antena Juvenil de estudiantes del
colegio San José, para el que escribí abundantemente y al que traje la
colaboración de muchos amigos que estudiaban en otros colegios de la ciudad.
[iii] Un estudiante de un curso más
avanzado al parecer había expresado en público dudas sobre la existencia de
Dios y habiendo sido invitado por sus superiores a retractarse se había negado
por lo que fue expulsado del colegio; fue aceptado en seguida en el colegio de
los Padres Franciscanos.
[iv] “Chasca”: instrumento hecho
de madera muy dura que cabía en la palma de mano y tenía dos partes, una fija y
una móvil que se usaba para generar un chasquido al golpear contra la primera a
la que estaba ligada por un resorte o lazo de caucho. La parte fija estaba
formada por una cabeza redonda y una punta aguzada; el maestro que la portaba
podía rasgar la piel con esta y golpear de manera contundente con aquella, de
manera que así zanjaba argumentos y debelaba cualquier conato de indisciplina.
[v] Rafael Rengifo y Acacio
Zamudio, quienes, por uso eclesiástico de la época, eran conocidos solo por sus
primeros nombres.
[vi] Fuimos 24 los estudiantes que
terminamos secundaria en el colegio San José en 1964; de ellos cuatro han
cometido suicidio y dos han sido asesinados.
From a January 28, 1951, letter by Hugh TrevorRoper, to Wallace Notestein.
ReplyDeleteYou asked for learned news from Oxford. You should know that at present all research, learning, teaching, writing, lecturing, administration, is utterly and indefinitely suspended owing to one of those important and all-absorbing saturnalia in English life -an election. It is the election to the Chair of Poetry, a distinguished and comfortable chair founded in the first instance to accommodate the fastidious bottom of Matthew Arnold, but since, by the notorious tendency to decay of human institutions, become-with brief intervals a pocket-borough of Magdalen College. Do you know C. S.Lewis? In case you don't, let me offer a brief character-sketch. Envisage (if you can) a man who combines the face and figure of a hog-reeve or earth-stopper with the mind and thought of a Desert Father of the fifth century, preoccupied with meditations of inelegant theological obscenity; a powerful mind warped by erudite philistinism, blackened by systematic bigotry, and directed by a positive detestation of such profane frivolities as art, literature, and (of course) poetry; a purple-faced bachelor and misogynist, living alone in rooms of inconceivable hideousness, secretly consuming vast quantities of his favorite dish -beefsteak-and-kidney pudding; periodically trembling at the mere apprehension of a feminine footfall; and all the while distilling his morbid and illiberal thoughts into volumes of best-selling prurient religiosity and such reactionary nihilism as is indicated by the gleeful title, The Abolition of Man. Such is C. S. Lewis, whom Magdalen College have now put up to recapture their lost monopoly of the Chair of Poetry.
http://harpers.org/author/hrhughredwaldtrevor-roper/