Monday, October 19, 2015

CORNUCOPIA – Cuento Corto de Elizabeth Harrower

Presentación: Elizabeth Harrower es una novelista y escritora de historias cortas. Nació en Australia donde ha pasado toda su vida. En su obra ha explorado la psicología del poder dentro de las jerarquías sociales. Como en este cuento, Cornucopia, que describe el lenguaje y los criterios que una mujer de clase alta de Sidney maneja en sus relaciones con los demás. Es muy difícil hacer literatura de calidad con este material pues con él se corre el riesgo de caer en el discurso moralizante o la denuncia política. Harrower ha logrado el tono y la actitud apropiados. Cada país y aún cada ciudad desarrollan una cultura de clase con sus propias expresiones corporales y verbales, gestos y tropos, que identifican la posición de un individuo en la jerarquía local y eso es lo que capturó Harrower en este cuento.

CORNUCOPIA

Por Elizabeth Harrower

Julia Holt no se dejaba impresionar por nada. No dejarse impresionar era un rasgo importante de su personalidad. Era lo primero que aprendían sus nuevas amigas cuando llegaban a ella con alguna novedad, como perritas saltando con un pedazo de hueso mohoso entre los dientes. La nueva amiga se echaba para atrás uno o dos pasos, por decir algo, para tratar de recentrar  la imagen de Julia, mientras Julia reía y se hacía la que ya sabía, casi acusando a la amiga de decir mentiras. Protestar  (“Julia, por dios, estoy dando la vuelta al mundo en avión con Toby”) no valía la pena. Julia no lo había dudado por un momento. Ella no ponía en duda nada. ¡Ah!, sí, Harry ha sido elegido capitán de su escuela. Cierto, Grace se ha ganado el primer premio de la lotería. Por supuesto, todas las estrellas de esa famosa compañía viajera de teatro han aceptado una invitación a la fiesta de  Edna y Nancy y Stewart estuvieron en una comida con el Gobernador General. Claro, cierto, por supuesto.


 "Tú ya lo sabías Julia; alguien te lo dijo”.

Pero nadie se lo había dicho. Solo que era imposible negar la indiferencia suprema de Julia con respecto a vueltas al mundo y cenas virreinales. Sus bellos ojos se posaban en otras posibilidades, las más remotas que estaban a su alcance; se deslizaban, y eran seguidos devotamente, por el horizonte, de este a oeste. Una concertista de piano que tuviera que sostenerse criando pollos no se hubiera visto más indiferente al llevarlos al gallinero en la noche. Era tan frustrante para las nuevas amigas de Julia.

Pero no, Julia le creía y hasta se mostraba entretenida y ponía expresión de pesar; lo que pasaba era que quería dar a entender que los secretos compartidos por su nueva amiga eran baladíes comparados con los guardados por ella. La amiga se sentía desorientada, desolada. ¿Qué más daba? ¿Qué vida es esta al fin y al cabo? Y justo en este momento, con espontaneidad maravillosa, Julia veía y declaraba su inmensa admiración por alguna cosa, como las medias de nailon de su nueva amiga, sus guantes cosidos a mano, sus aretes de oro o el color de su pelo.

Esta entrega espontánea de sí misma era tan inesperada que llenaba de desconcierto a su nueva amiga. Con una risita aguda Julia protestaba, se estiraba, se encogía, se frotaba manos y pies -acostumbrados a la admiración de todo mundo-, como una perrita faldera, dando latidos endiablados, consentida, persiguiendo su propia cola.


Julia y Ralph Holt… hablaban de su fortuna en términos extremadamente modestos: “Bueno, nosotros siempre tendremos tres comidas diarias”. Sin embargo, la misma modestia con respecto a su matrimonio, que era legendario en la sociedad de Sidney, los hubiera hecho parecer hipócritas. Los Holt eran generosos con su vida privada, la exhibían, discutían y analizaban con humanidad e ingenio. Aún Ralph, un hombre cuya cabeza estaba llena de transacciones y que no era dado a la conversación, sacaba tiempo para contribuir una descripción o dos. Juntos, él y Julia, cantaban algo así como un himno a su felicidad.

El gran atractivo de Ralph para el resto de la gente era que a pesar de ser rico trataba a todos lo mismo. No tenía ni  un ápice de arrogante. No era prepotente. Cuando no estaba en la sede de la compañía era de buen natural, fácil de llevar, fácil de entretener, casi dócil. Mostraba la simplicidad universal de globo aerostático que los humanos despliegan cuando se separan temporalmente de su vocación. Desconectado de su nicho en el gimnasio de las circunstancias era como un caballo en un aeroplano.

Ralph no tenía tiempo para deportes o pasatiempos. Leía los periódicos financieros. Entendía los asuntos del mundo hasta donde afectaban el mercado de valores y rezaba para que los gobiernos subieran y bajaran según conviniera al portafolio de inversiones de su compañía. Era más o menos indiferente a su apariencia personal; no se sentía presionado a gastar desordenadamente en ropa. Las artes le causaban el mismo embarazo que las iglesias.

¡Pobre Ralph! Lo más inteligente que había hecho fue casarse con Julia. Aseguraba que ella sabía tanto del funcionamiento de la compañía como él mismo. Todo lo hablaba con ella. ¡Solo dios sabía cómo hubiera sido su vida sin ella!

Julia era realista en estas cosas: ella era superior a Ralph. Él lo sabía. Ella lo sabía. ¿Cómo lograba hacer el papel de mujer poca cosa? Si hubiera sido hombre, si hubiera sido mujer (que por supuesto lo era) hubiera ido mucho más lejos en la vida que Ralph y que cualquier otro… Pero ¡qué se le va a hacer!

Había un pequeño defecto en el carácter de Julia: resentía, casi parecía (¡imposible!) celosa de cualquier señal de iniciativa o deseo personal de parte de sus amigas. Pero era solo porque no quería perderlas. Después de todo había adquirido todas estas compañeras, una por una, cultivándolas con intensa adulación. Se habían dejado encantar, sin poder decir cómo, porque ella, Julia Holt, se había conmovido con los secretos de sus pobres vidas. Y ahora eran afortunadas; podían disfrutar la vida indirectamente, a través de ella. Julia era la única que las necesitaba, Julia, cuya vida era tan rica en acontecimientos que necesitaba toda su ayuda para poder manejarlos.

“Cariño, podrías escaparte de la oficina a la hora de almuerzo para recoger esos zapatos de satín en la tintorería francesa?”.

 “¿Puedes recoger mis perlas antes de las seis y cuarto, mi amor? Las llevé a Huntley’s para que les arreglaran el gancho. Las necesito esta noche”.

“Querida, ¿podrías ir por mí a donde mi tía Win, la viejita, este fin de semana? Puedes ir salir el viernes derecho del trabajo a su casa. Me queda imposible dejar a Ralph y los niños solos y ella odia a las enfermeras. La pobre… está tan enferma. O eso cree. Tiene que haber alguien allá con ella. Tú no tienes otros planes, ¿no es cierto? Porque si los tienes puedo hablar con Kate o Brenda o Valerie para que lo hagan por mí”.

La oportunidad para que sus fieles discípulas se realizaran plenamente llegaba cuando Ralph tenía que viajar fuera del estado y Julia suspendía su vida social. Se iban a North Shore tan pronto como eran llamadas, llegaban a su bella casa entrando por la avenida en sombras. Igualadas, se relajaban con Julia en frente de la pantalla de la televisión y, reprimiendo una sensación de desencanto con sus vidas, medio desmayadas, medio extáticas, se entregaban al descanso, seguras y tibias tras las sólidas paredes, en el cuarto iluminado por lámparas de pie y de mesa,  donde cada objeto tenía la apariencia de ser lo que era. Las maderas perfectas y pulidas a mano; las rosas cultivadas en casa se doblaban, agobiadas, en vasos de plata.

Mientras miraban la pantalla y fumaban y bebían sus wiskis, Julia hablaba de los escándalos de su vecindario, de su servicio doméstico formado por tan pocas personas, del precio de las uvas. Si de pronto se veía obligada, en el curso de la conversación sobre temas más ordinarios, a referirse a sus nuevos abrigos de pieles, o a las dos nuevas pinturas seleccionadas por ese famoso crítico de arte a quien, desafortunadamente, ahora no podía ver con la misma frecuencia, o a algún personaje con título de nobleza que era su amigo del alma Grado 1, no era porque Julia tuviera el deseo de despertar envidia. Todo lo contrario. Y le dolía tanto que Kate (o Alice, o Brenda, o Valerie) se sintieran menos.

“¿Qué cómo es quién?”,  repetía ella intimidante, frunciendo el ceño, haciendo un pequeño movimiento apenado con la mano. “Ah! Él… Pues, buena persona”. Obviamente las amigas no oían nada adicional. En cambio, si Kate, por ejemplo, estando con ella en ese momento, podía ayudar a entender alguna debilidad de Brenda, que no estaba presente, Julia respondía con entusiasmo. Ella adoraba la naturaleza humana. Era tan fácil para ella ver más allá de las apariencias. Hubiera podido ser psicóloga.

Después de uno o dos tragos aperitivos Julia y su acompañante se daban una pasada por la cocina para ver qué les había preparado Elsie, la cocinera. De regreso frente a la pantalla, con la inmensa bandeja rebosante en la mesa de centro (“Descompliquémonos esta noche!”), comían y bebían y se hundían en los cojines.

“¿Un poco más? ¡Por supuesto! En el fondo ya sabes que sí”. Sonriendo y frunciendo el ceño de una manera extraña, crítica, Julia ponía otra cucharada de curry en el plato de su amiga. Julia sabía que esta misma amiga Kate (o Alice, o Brenda, o Valerie) estaría esta noche en su casa comiendo huevos duros o palitos de pescado descongelado o una sola chuleta de cordero con un tomate, para terminar con nescafé y una galleta de azúcar.

Saber esto le producía a Julia una confusa sensación de dolor. A ella no le importaba que Kate comiera en su casa… Era más bien un temor de que estaba pecando contra su propia clase, de que estaba compartiendo su techo con anarquistas y revolucionarios. Sin embargo, y tenía que ser justa, sus amigas nunca habían tratado de aprovecharse de su posición. Una de las cosas más nobles de ellas era que nunca esperaban que ella las ayudara, aunque, eso sí, suspiraban por invitarla a sus casas, a sus sala-alcobas, para comprar el wiski especial que a ella le gustaba y preparar cacerolas nadando en crema y yerbas hasta donde lo permitieran las limitaciones de sus hornos diminutos. Pero Julia nunca estaba disponible. Cuando Ralph viajaba era una oportunidad maravillosa para aprovechar y quedarse tranquila en casa por una noche. “Sí, con seguridad iré a tu casa la próxima vez, pero mira, querida, tú pasas el día entero en la oficina; dejemos que Elsie nos prepare algo aquí y nosotras aprovechamos para descansar con los pies recogidos en  el sofá, viendo concursos de crucigramas y adivinanzas en la televisión como un par de solteronas”.

¿Cómo se podrían quejar? Era tan encantadora. Ella era la que les daba posición en el mundo, las conectaba con la gran vida. Julia y ser una persona encantadora eran sinónimos. Como esta era Australia, donde los millonarios tienden a ser menos aislados y excéntricos que en otros países, por sí solo Ralph nunca hubiera sabido ser excepcional. Pero Julia lo era.


Era inevitable que en la vida de Julia hubiera pequeños desengaños pues, como decía Ralph, en este mundo las personas de buen corazón siempre son vulnerables al fracaso aunque no permiten que eso las cambie. Por ejemplo, si Julia no hubiera tomado el caso de Anne-Marie a pecho no hubiera sido Julia.

Ralph y Julia formaban parte de un comité en una organización de ayuda a los necesitados. A través de esta agencia de beneficencia llegaron a conocer a Anne-Marie Grant, una niña abandonada, de dieciséis años, hija de un padre alcohólico, asesinado no hacía mucho, y una madre, clasificada en el caso-historia de la familia como “débil e irresponsable”, que se había ido a Melbourne con un chofer de bus después del accidente fatal sufrido por su esposo.

Ralph y Julia habían decidido emplear a una persona joven para que ayudara al personal de la casa. Entrevistaron y contrataron a Anne-Marie para ese trabajo. Como les dijo Julia a sus amigas, los dos se enamoraron de ella a primera vista. Era hermosa. La gente que había oído hablar de muchachas con cara de flor cuando veían a Anne-Marie entendían por primera vez lo que significaban  esas palabras y se paraban a mirarla.

Además, parecía tener una naturaleza dulce e inocente y aprendía fácilmente. Elsie la adoraba, igual que las del aseo y Ralph y los muchachos.

Si se le hubiera buscado un defecto se hubiera detectado que era un tris fría y poco comunicativa. Eso sí, era inteligente, hasta sensible en cierto sentido, pero en alguna parte le faltaba corazón, lo que molestaba a Julia. Nunca fue capaz de corresponder a los esfuerzos muy sinceros que hacía Julia para ayudarla a reaccionar. Y no era que Julia -Dios lo sabe- estuviera entrometiéndose en su vida. Ella solo esperaba que esa pobre almita se descargara de ese pasado atroz, llorara todo lo que hiciera falta y empezara a vivir su vida como cualquier niña normal.

“No te preocupes, cariño”, decía Ralph. “Ella te va a corresponder como todas las demás. Será tu pupila de toda una vida. Aguarda y verás”.

Pero a medida que pasaban las semanas se acumulaban los pequeños incidentes que herían. Anne-Marie empezó a evadir la mirada de Julia. No contestaba  con una sonrisa sus sonrisas de complicidad. En cambio, tenía el hábito de mirar con prevención a Julia,  con esos ojos verdiazules que eran, la pura verdad, como flores y piedras preciosas. Miraba a Julia con esos ojos maravillosos y parecía que en su mudez la sometiera a un juicio inesperado.

Elsie contribuyó lo suyo al daño que estaba ocurriendo cuando una tarde le contó a Julia los detalles de una serie de conversaciones que ella había tenido con Anne-Marie. Herida como nunca lo había estado, inexpresablemente desolada, Julia escuchó lo que su propia cocinera le contaba a ella, penosas revelaciones sobre los sentimientos más íntimos de la niña. “Pobrecita, ha vivido una vida muy dura”, decía Elsie. “Pero yo no debería estar contándolo”.

En resumidas cuentas Anne-Marie se veía a sí misma como enfermera o trabajadora social, igual que la persona que la había rescatado. No quería quedarse desamparada y sin habilidades laborales como le había pasado a su madre. Quería aprender todo lo que pudiera sobre el mundo y no se quería casar antes de cumplir 27 años.

“Ella ha visto ya mucho de la vida de matrimonio para comprometerse a la carrera con alguien que puede resultar la persona equivocada”, dijo la cocinera con voz grave.

Poco después Julia le dijo a secas a Ralph: “Le dije: Óigame bien, no le dé alas a los delirios de grandeza de esa muchacha. No ha tenido sino seis años de escuela así que no califica para entrenar en nada, ni siquiera para atrapar perros callejeros. ¿Usted sabe cuántos certificados necesitan las muchachas para ser aceptadas como aprendices de enfermería? Ese futuro no está al alcance de Anne-Marie y no le ayudamos en nada pretendiendo lo contrario”.

“¡Qué tan fácil es destruir y arruinar el futuro de una persona!”, dijo llorando Elsie.

Julia agregó, con brusquedad que no le era propia, “No vamos a negar ahora que ella está hecha para organizarse con alguien y tener niños”. (Si Julia había aceptado este papel para sí misma, ¿qué problema había en que Anne-Marie hiciera lo mismo?). Pero Elsie podía ser muy cabecidura. Continuó golpeando contra la mesa de la cocina la masa de pan que estaba preparando, dando a entender que seguiría alentando a la niña.

Así que Julia no tuvo más remedio que hablar con Anne-Marie.

Se necesitaron cuarenta minutos y varios cigarrillos para poner en frente de la niña el asunto de su futuro. Estaban las dos en la alcoba de Julia, una estancia preciosa en color madreperla con vista a los árboles, el prado y el cielo. Anne-Marie se pasó todo el tiempo mirándose las manos excepto cuando se le ordenaba levantar la cabeza.

Había algo intimidante en la carita mediterránea de la niña. Al notar esto y debatirlo consigo misma y, cosa inconcebible, sentirse rechazada, a Julia le pasó una idea caprichosa por la cabeza. Solo un capricho, una idea medio loca en un rincón de su cabeza. Y entonces, de súbito, todo se puso patas arriba y Julia se sintió como una personita diminuta en una esquina de esa ideíta. Y se sintió obligada a mencionar las realidades de la vida.

Julia tenía una dedicación a la franqueza. Le pareció que se hacía imprescindible compartir todo lo que había oído sobre costumbres y prácticas sexuales curiosas. Infinidad de hombres y mujeres han debido pasarse la vida con una fracción de toda la información que ella puso en conocimiento de Anne-Marie. Pero es que uno nunca va a saber demasiado sobre algo. Lo hizo para proteger a la niña. Y ella parecía tan sorprendida.

“¡Por Dios, mira la hora que es! Vete ya, nena cleopatra. Me vas hacer llegar tarde a mi cita”, dijo Julia riendo, admirándose, y Anne-Marie se levantó para salir.

Cuando la niña se tambaleó  Julia rio de nuevo y la miró de cerca, en la cara. Tenía la mirada opaca de alguien que ha sufrido un choque mental. Se apoyó en el espaldar de la silla para recuperar el equilibrio, con los ojos cerrados, y Julia rio una vez más, afablemente. Cada quien tiene su manera de matar pulgas, como dice el dicho. Y también de desflorar una virgen. La niña tenía los ojos vidriosos.

Fue un desengaño típico, como muchos otros que Julia había tenido en la vida, el que Anne-Marie hubiera desaparecido poco después, sin dejar una nota de agradecimiento o una explicación. Todo el mundo quedó molesto pero no había nada que hacer. Ralph se estaba preparando para una serie de entrevistas en la televisión –un martirio que detestaba, pues él era un hombre de acción, no de palabras- y Julia tenía que ayudarle a ensayar. También se amontonaban en unos pocos días el concierto en la escuela de los muchachos, el baile filantrópico del año y una de las fiestas más suntuosas que habría en su casa. “La verdad es que no me queda ni un minuto”, decía Julia. Y era cierto, organizando toldas y reflectores  en el jardín, con los trabajadores yendo y viniendo por sus caminos interiores, el ganzo, el salmón, las trufas y los faisanes que había que encargar de Europa para el evento y sus discípulas haciéndole mandados cuando podían escapar el tedio de sus oficinas, no quedaba tiempo para pensar en qué sería de la vida de Anne-Marie.

Kate (o Alice o Brenda o Valerie) vio una vez a Anne-Marie en Hyde Park, pocos meses después de haberse ido de la casa. Estaba embarazada y no tenía anillo en ninguno de sus dedos. Parece que llevaba puesto un vestido estrambótico, con el cabello a la cintura, despeinada; miserable como el pecado.

Julia estuvo terriblemente interesada cuando oyó esto. Con la expresión de quien ha ganado una apuesta consigo mismo soltó la risa. “¡Preñada! ¡Pobrecita la loca! ¿Cómo no se le ocurrió usar algo?”.

Elsie lloró y lloró cuando oyó la noticia. Decía que la niña era capaz de hacer cualquier cosa desesperada. “¡Hasta de suicidarse!”, decía entre lágrimas. “¡Usted no la conoce!”.

¡Suicidio! La gente sí que tiene mentes morbosas.

Ningún fracaso, por grande que fuera, iba a cambiar a Julia. Siguió viviendo la más primorosa de las vidas. Los domingos, cuando estaban libres por un par de horas, ella y Ralph llevaban a los niños a pasear en el bote de vela o a ver un partido de polo. Ralph abrió más sucursales. Había que organizar exhibiciones de pintura moderna y cerámica para la obra de beneficencia favorita de Julia. Ya se hablaba de otra visita de la familia real a Australia. Ninguna de las discípulas volvió a ver a Anne-Marie. La situación del mundo empeoró, mejoró y empeoró otra vez. Nadie hubo que fuera más especial que Julia. Nadie recogió el guante con que ella había retado al universo.


Traducción de Luis Mejía
19 de octubre del 2015

Publicado en blogluismejia.blogspot.com 

3 comments:

  1. As if I were looking for an example of how life imitates art, this cameout in the news today:

    Wealth therapists help the rich find somebody else to blame for their rich-people problems:

    http://www.slate.com/blogs/moneybox/2015/10/19/wealth_therapy_is_bogus_and_so_are_its_roots_in_financial_therapy.html

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  2. Otro ejemplo de la realidad copiando el arte:

    Dijo Shakira: Me encanta enseñarles cosas, tengo una pequeña profesora en mi interior.
    http://www.elespectador.com/entretenimiento/arteygente/gente/vocacion-frustrada-de-shakira-articulo-593412

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  3. El Magazine Dominical del diario colombiano El Espectador publicó a principios de los años 70 un cuento corto titulado El Mono que reproducía cabalmente el lenguaje de una mujer de la clase alta cosmopolita de Bogotá casada con el político exitoso de clase media provinciana y la manera como se sentía al tener que pasar la mayor parte del tiempo haciendo comparsa a la vida pública local de su marido.

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