Presentación: Elizabeth Harrower es una novelista y escritora de
historias cortas. Nació en Australia donde ha pasado toda su vida. En su obra
ha explorado la psicología del poder dentro de las jerarquías sociales. Como en
este cuento, Cornucopia, que describe el lenguaje y los criterios que una mujer
de clase alta de Sidney maneja en sus relaciones con los demás. Es muy difícil
hacer literatura de calidad con este material pues con él se corre el riesgo de
caer en el discurso moralizante o la denuncia política. Harrower ha logrado el
tono y la actitud apropiados. Cada país y aún cada ciudad desarrollan una
cultura de clase con sus propias expresiones corporales y verbales, gestos y
tropos, que identifican la posición de un individuo en la jerarquía local y eso
es lo que capturó Harrower en este cuento.
CORNUCOPIA
Por Elizabeth
Harrower
Julia Holt no
se dejaba impresionar por nada. No dejarse impresionar era un rasgo importante
de su personalidad. Era lo primero que aprendían sus nuevas amigas cuando
llegaban a ella con alguna novedad, como perritas saltando con un pedazo de
hueso mohoso entre los dientes. La nueva amiga se echaba para atrás uno o dos
pasos, por decir algo, para tratar de recentrar la imagen de Julia, mientras Julia reía y se
hacía la que ya sabía, casi acusando a la amiga de decir mentiras.
Protestar (“Julia, por dios, estoy dando
la vuelta al mundo en avión con Toby”) no valía la pena. Julia no lo había
dudado por un momento. Ella no ponía en duda nada. ¡Ah!, sí, Harry ha sido elegido capitán de su escuela. Cierto, Grace se ha ganado el primer
premio de la lotería. Por supuesto, todas
las estrellas de esa famosa compañía viajera de teatro han aceptado una
invitación a la fiesta de Edna y Nancy y
Stewart estuvieron en una comida con el Gobernador General. Claro, cierto, por supuesto.
"Tú ya lo sabías Julia; alguien te lo
dijo”.
Pero nadie se
lo había dicho. Solo que era imposible negar la indiferencia suprema de Julia
con respecto a vueltas al mundo y cenas virreinales. Sus bellos ojos se posaban
en otras posibilidades, las más remotas que estaban a su alcance; se
deslizaban, y eran seguidos devotamente, por el horizonte, de este a oeste. Una
concertista de piano que tuviera que sostenerse criando pollos no se hubiera
visto más indiferente al llevarlos al gallinero en la noche. Era tan frustrante
para las nuevas amigas de Julia.
Pero no, Julia
le creía y hasta se mostraba
entretenida y ponía expresión de pesar; lo que pasaba era que quería dar a
entender que los secretos compartidos por su nueva amiga eran baladíes
comparados con los guardados por ella. La amiga se sentía desorientada,
desolada. ¿Qué más daba? ¿Qué vida es esta al fin y al cabo? Y justo en este
momento, con espontaneidad maravillosa, Julia veía y declaraba su inmensa
admiración por alguna cosa, como las medias de nailon de su nueva amiga, sus
guantes cosidos a mano, sus aretes de oro o el color de su pelo.
Esta entrega
espontánea de sí misma era tan inesperada que llenaba de desconcierto a su
nueva amiga. Con una risita aguda Julia protestaba, se estiraba, se encogía, se
frotaba manos y pies -acostumbrados a la admiración de todo mundo-, como una
perrita faldera, dando latidos endiablados, consentida, persiguiendo su propia
cola.
Julia y Ralph
Holt… hablaban de su fortuna en términos extremadamente modestos: “Bueno,
nosotros siempre tendremos tres comidas diarias”. Sin embargo, la misma modestia
con respecto a su matrimonio, que era legendario en la sociedad de Sidney, los
hubiera hecho parecer hipócritas. Los Holt eran generosos con su vida privada,
la exhibían, discutían y analizaban con humanidad e ingenio. Aún Ralph, un
hombre cuya cabeza estaba llena de transacciones y que no era dado a la
conversación, sacaba tiempo para contribuir una descripción o dos. Juntos, él y
Julia, cantaban algo así como un himno a su felicidad.
El gran
atractivo de Ralph para el resto de la gente era que a pesar de ser rico
trataba a todos lo mismo. No tenía ni un
ápice de arrogante. No era prepotente. Cuando no estaba en la sede de la
compañía era de buen natural, fácil de llevar, fácil de entretener, casi dócil.
Mostraba la simplicidad universal de globo aerostático que los humanos
despliegan cuando se separan temporalmente de su vocación. Desconectado de su
nicho en el gimnasio de las circunstancias era como un caballo en un aeroplano.
Ralph no tenía
tiempo para deportes o pasatiempos. Leía los periódicos financieros. Entendía
los asuntos del mundo hasta donde afectaban el mercado de valores y rezaba para
que los gobiernos subieran y bajaran según conviniera al portafolio de
inversiones de su compañía. Era más o menos indiferente a su apariencia
personal; no se sentía presionado a gastar desordenadamente en ropa. Las artes
le causaban el mismo embarazo que las iglesias.
¡Pobre Ralph!
Lo más inteligente que había hecho fue casarse con Julia. Aseguraba que ella
sabía tanto del funcionamiento de la compañía como él mismo. Todo lo hablaba
con ella. ¡Solo dios sabía cómo hubiera sido su vida sin ella!
Julia era
realista en estas cosas: ella era superior a Ralph. Él lo sabía. Ella lo sabía.
¿Cómo lograba hacer el papel de mujer poca cosa? Si hubiera sido hombre, si hubiera sido mujer (que por supuesto lo era) hubiera ido mucho más lejos en
la vida que Ralph y que cualquier
otro… Pero ¡qué se le va a hacer!
Había un
pequeño defecto en el carácter de Julia: resentía, casi parecía (¡imposible!)
celosa de cualquier señal de iniciativa o deseo personal de parte de sus
amigas. Pero era solo porque no quería perderlas. Después de todo había
adquirido todas estas compañeras, una por una, cultivándolas con intensa
adulación. Se habían dejado encantar, sin poder decir cómo, porque ella, Julia
Holt, se había conmovido con los secretos de sus pobres vidas. Y ahora eran
afortunadas; podían disfrutar la vida indirectamente, a través de ella. Julia era
la única que las necesitaba, Julia, cuya vida era tan rica en acontecimientos
que necesitaba toda su ayuda para poder manejarlos.
“Cariño, podrías escaparte de la oficina a la hora
de almuerzo para recoger esos zapatos de satín en la tintorería francesa?”.
“¿Puedes
recoger mis perlas antes de las seis y cuarto, mi amor? Las llevé a Huntley’s
para que les arreglaran el gancho. Las necesito esta noche”.
“Querida, ¿podrías ir por mí a donde mi tía Win, la
viejita, este fin de semana? Puedes ir salir el viernes derecho del trabajo a
su casa. Me queda imposible dejar a Ralph y los niños solos y ella odia a las
enfermeras. La pobre… está tan enferma. O eso cree. Tiene que haber alguien
allá con ella. Tú no tienes otros planes, ¿no es cierto? Porque si los tienes
puedo hablar con Kate o Brenda o Valerie para que lo hagan por mí”.
La oportunidad
para que sus fieles discípulas se realizaran plenamente llegaba cuando Ralph
tenía que viajar fuera del estado y Julia suspendía su vida social. Se iban a
North Shore tan pronto como eran llamadas, llegaban a su bella casa entrando por
la avenida en sombras. Igualadas, se relajaban con Julia en frente de la
pantalla de la televisión y, reprimiendo una sensación de desencanto con sus
vidas, medio desmayadas, medio extáticas, se entregaban al descanso, seguras y tibias
tras las sólidas paredes, en el cuarto iluminado por lámparas de pie y de mesa, donde cada objeto tenía la apariencia de ser
lo que era. Las maderas perfectas y pulidas a mano; las rosas cultivadas en
casa se doblaban, agobiadas, en vasos de plata.
Mientras
miraban la pantalla y fumaban y bebían sus wiskis, Julia hablaba de los
escándalos de su vecindario, de su servicio doméstico formado por tan pocas
personas, del precio de las uvas. Si de pronto se veía obligada, en el curso de
la conversación sobre temas más ordinarios, a referirse a sus nuevos abrigos de
pieles, o a las dos nuevas pinturas seleccionadas por ese famoso crítico de
arte a quien, desafortunadamente, ahora no podía ver con la misma frecuencia, o
a algún personaje con título de nobleza que era su amigo del alma Grado 1, no
era porque Julia tuviera el deseo de despertar envidia. Todo lo contrario. Y le
dolía tanto que Kate (o Alice, o Brenda, o Valerie) se sintieran menos.
“¿Qué cómo es quién?”,
repetía ella intimidante, frunciendo el ceño, haciendo un pequeño movimiento
apenado con la mano. “Ah! Él… Pues,
buena persona”. Obviamente las amigas no oían nada adicional. En cambio, si
Kate, por ejemplo, estando con ella en ese momento, podía ayudar a entender alguna
debilidad de Brenda, que no estaba presente, Julia respondía con entusiasmo.
Ella adoraba la naturaleza humana. Era tan fácil para ella ver más allá de las
apariencias. Hubiera podido ser psicóloga.
Después de uno
o dos tragos aperitivos Julia y su acompañante se daban una pasada por la
cocina para ver qué les había preparado Elsie, la cocinera. De regreso frente a
la pantalla, con la inmensa bandeja rebosante en la mesa de centro (“Descompliquémonos
esta noche!”), comían y bebían y se hundían en los cojines.
“¿Un poco más? ¡Por supuesto! En el fondo ya sabes que sí”. Sonriendo y frunciendo el ceño de una
manera extraña, crítica, Julia ponía otra cucharada de curry en el plato de su
amiga. Julia sabía que esta misma amiga Kate (o Alice, o Brenda, o Valerie)
estaría esta noche en su casa comiendo huevos duros o palitos de pescado descongelado
o una sola chuleta de cordero con un tomate, para terminar con nescafé y una
galleta de azúcar.
Saber esto le
producía a Julia una confusa sensación de dolor. A ella no le importaba que
Kate comiera en su casa… Era más bien
un temor de que estaba pecando contra su propia clase, de que estaba
compartiendo su techo con anarquistas y revolucionarios. Sin embargo, y tenía
que ser justa, sus amigas nunca habían tratado de aprovecharse de su posición.
Una de las cosas más nobles de ellas era que nunca esperaban que ella las
ayudara, aunque, eso sí, suspiraban por invitarla a sus casas, a sus
sala-alcobas, para comprar el wiski especial que a ella le gustaba y preparar
cacerolas nadando en crema y yerbas hasta donde lo permitieran las limitaciones
de sus hornos diminutos. Pero Julia nunca estaba disponible. Cuando Ralph viajaba
era una oportunidad maravillosa para aprovechar y quedarse tranquila en casa
por una noche. “Sí, con seguridad iré
a tu casa la próxima vez, pero mira, querida, tú pasas el día entero en la
oficina; dejemos que Elsie nos prepare algo aquí y nosotras aprovechamos para descansar
con los pies recogidos en el sofá,
viendo concursos de crucigramas y adivinanzas en la televisión como un par de
solteronas”.
¿Cómo se
podrían quejar? Era tan encantadora. Ella era la que les daba posición en el
mundo, las conectaba con la gran vida. Julia y ser una persona encantadora eran
sinónimos. Como esta era Australia, donde los millonarios tienden a ser menos
aislados y excéntricos que en otros países, por sí solo Ralph nunca hubiera
sabido ser excepcional. Pero Julia lo era.
Era inevitable
que en la vida de Julia hubiera pequeños desengaños pues, como decía Ralph, en
este mundo las personas de buen corazón siempre son vulnerables al fracaso aunque
no permiten que eso las cambie. Por ejemplo, si Julia no hubiera tomado el caso
de Anne-Marie a pecho no hubiera sido Julia.
Ralph y Julia
formaban parte de un comité en una organización de ayuda a los necesitados. A
través de esta agencia de beneficencia llegaron a conocer a Anne-Marie Grant,
una niña abandonada, de dieciséis años, hija de un padre alcohólico, asesinado
no hacía mucho, y una madre, clasificada en el caso-historia de la familia como
“débil e irresponsable”, que se había ido a Melbourne con un chofer de bus
después del accidente fatal sufrido por su esposo.
Ralph y Julia habían
decidido emplear a una persona joven para que ayudara al personal de la casa. Entrevistaron
y contrataron a Anne-Marie para ese trabajo. Como les dijo Julia a sus amigas, los
dos se enamoraron de ella a primera vista. Era hermosa. La gente que había oído
hablar de muchachas con cara de flor cuando veían a Anne-Marie entendían por
primera vez lo que significaban esas
palabras y se paraban a mirarla.
Además, parecía
tener una naturaleza dulce e inocente y aprendía fácilmente. Elsie la adoraba,
igual que las del aseo y Ralph y los muchachos.
Si se le
hubiera buscado un defecto se hubiera detectado que era un tris fría y poco
comunicativa. Eso sí, era inteligente, hasta sensible en cierto sentido, pero
en alguna parte le faltaba corazón, lo que molestaba a Julia. Nunca fue capaz de
corresponder a los esfuerzos muy sinceros que hacía Julia para ayudarla a reaccionar.
Y no era que Julia -Dios lo sabe- estuviera entrometiéndose en su vida. Ella
solo esperaba que esa pobre almita se descargara de ese pasado atroz, llorara
todo lo que hiciera falta y empezara a vivir su vida como cualquier niña
normal.
“No te
preocupes, cariño”, decía Ralph. “Ella te va a corresponder como todas las
demás. Será tu pupila de toda una vida. Aguarda y verás”.
Pero a medida
que pasaban las semanas se acumulaban los pequeños incidentes que herían.
Anne-Marie empezó a evadir la mirada de Julia. No contestaba con una sonrisa sus sonrisas de complicidad.
En cambio, tenía el hábito de mirar con prevención a Julia, con esos ojos verdiazules que eran, la pura
verdad, como flores y piedras preciosas. Miraba a Julia con esos ojos
maravillosos y parecía que en su mudez la sometiera a un juicio inesperado.
Elsie
contribuyó lo suyo al daño que estaba ocurriendo cuando una tarde le contó a
Julia los detalles de una serie de conversaciones que ella había tenido con Anne-Marie. Herida como nunca lo había
estado, inexpresablemente desolada, Julia escuchó lo que su propia cocinera le
contaba a ella, penosas revelaciones sobre
los sentimientos más íntimos de la niña. “Pobrecita, ha vivido una vida muy
dura”, decía Elsie. “Pero yo no debería estar contándolo”.
En resumidas
cuentas Anne-Marie se veía a sí misma como enfermera o trabajadora social,
igual que la persona que la había rescatado. No quería quedarse desamparada y
sin habilidades laborales como le había pasado a su madre. Quería aprender todo
lo que pudiera sobre el mundo y no se quería casar antes de cumplir 27 años.
“Ella ha visto
ya mucho de la vida de matrimonio para comprometerse a la carrera con alguien
que puede resultar la persona equivocada”, dijo la cocinera con voz grave.
Poco después
Julia le dijo a secas a Ralph: “Le dije: Óigame bien, no le dé alas a los delirios
de grandeza de esa muchacha. No ha tenido sino seis años de escuela así que no
califica para entrenar en nada, ni siquiera para atrapar perros callejeros.
¿Usted sabe cuántos certificados necesitan las muchachas para ser aceptadas
como aprendices de enfermería? Ese futuro no está al alcance de Anne-Marie y no
le ayudamos en nada pretendiendo lo contrario”.
“¡Qué tan fácil
es destruir y arruinar el futuro de una persona!”, dijo llorando Elsie.
Julia agregó,
con brusquedad que no le era propia, “No vamos a negar ahora que ella está hecha
para organizarse con alguien y tener niños”. (Si Julia había aceptado este
papel para sí misma, ¿qué problema había en que Anne-Marie hiciera lo mismo?).
Pero Elsie podía ser muy cabecidura. Continuó golpeando contra la mesa de la
cocina la masa de pan que estaba preparando, dando a entender que seguiría
alentando a la niña.
Así que Julia
no tuvo más remedio que hablar con Anne-Marie.
Se necesitaron
cuarenta minutos y varios cigarrillos para poner en frente de la niña el asunto
de su futuro. Estaban las dos en la alcoba de Julia, una estancia preciosa en
color madreperla con vista a los árboles, el prado y el cielo. Anne-Marie se
pasó todo el tiempo mirándose las manos excepto cuando se le ordenaba levantar
la cabeza.
Había algo
intimidante en la carita mediterránea de la niña. Al notar esto y debatirlo
consigo misma y, cosa inconcebible, sentirse rechazada, a Julia le pasó una
idea caprichosa por la cabeza. Solo un capricho, una idea medio loca en un
rincón de su cabeza. Y entonces, de súbito, todo se puso patas arriba y Julia
se sintió como una personita diminuta en una esquina de esa ideíta. Y se sintió
obligada a mencionar las realidades de la vida.
Julia tenía una
dedicación a la franqueza. Le pareció que se hacía imprescindible compartir
todo lo que había oído sobre costumbres y prácticas sexuales curiosas.
Infinidad de hombres y mujeres han debido pasarse la vida con una fracción de
toda la información que ella puso en conocimiento de Anne-Marie. Pero es que
uno nunca va a saber demasiado sobre algo. Lo hizo para proteger a la niña. Y
ella parecía tan sorprendida.
“¡Por Dios,
mira la hora que es! Vete ya, nena cleopatra. Me vas hacer llegar tarde a mi
cita”, dijo Julia riendo, admirándose, y Anne-Marie se levantó para salir.
Cuando la niña
se tambaleó Julia rio de nuevo y la miró
de cerca, en la cara. Tenía la mirada opaca de alguien que ha sufrido un choque
mental. Se apoyó en el espaldar de la silla para recuperar el equilibrio, con
los ojos cerrados, y Julia rio una vez más, afablemente. Cada quien tiene su
manera de matar pulgas, como dice el dicho. Y también de desflorar una virgen.
La niña tenía los ojos vidriosos.
Fue un
desengaño típico, como muchos otros que Julia había tenido en la vida, el que
Anne-Marie hubiera desaparecido poco después, sin dejar una nota de
agradecimiento o una explicación. Todo el mundo quedó molesto pero no había
nada que hacer. Ralph se estaba preparando para una serie de entrevistas en la
televisión –un martirio que detestaba, pues él era un hombre de acción, no de
palabras- y Julia tenía que ayudarle a ensayar. También se amontonaban en unos
pocos días el concierto en la escuela de los muchachos, el baile filantrópico del año y una de las fiestas más suntuosas
que habría en su casa. “La verdad es que no me queda ni un minuto”, decía
Julia. Y era cierto, organizando toldas y reflectores en el jardín, con los trabajadores yendo y
viniendo por sus caminos interiores, el ganzo, el salmón, las trufas y los
faisanes que había que encargar de Europa para el evento y sus discípulas
haciéndole mandados cuando podían escapar el tedio de sus oficinas, no quedaba
tiempo para pensar en qué sería de la vida de Anne-Marie.
Kate (o Alice o
Brenda o Valerie) vio una vez a Anne-Marie en Hyde Park, pocos meses después de
haberse ido de la casa. Estaba embarazada y no tenía anillo en ninguno de sus
dedos. Parece que llevaba puesto un vestido estrambótico, con el cabello a la
cintura, despeinada; miserable como el pecado.
Julia estuvo
terriblemente interesada cuando oyó esto. Con la expresión de quien ha ganado
una apuesta consigo mismo soltó la risa. “¡Preñada! ¡Pobrecita la loca! ¿Cómo
no se le ocurrió usar algo?”.
Elsie lloró y
lloró cuando oyó la noticia. Decía que la niña era capaz de hacer cualquier
cosa desesperada. “¡Hasta de suicidarse!”, decía entre lágrimas. “¡Usted no la
conoce!”.
¡Suicidio! La
gente sí que tiene mentes morbosas.
Ningún fracaso,
por grande que fuera, iba a cambiar a Julia. Siguió viviendo la más primorosa
de las vidas. Los domingos, cuando estaban libres por un par de horas, ella y
Ralph llevaban a los niños a pasear en el bote de vela o a ver un partido de
polo. Ralph abrió más sucursales. Había que organizar exhibiciones de pintura
moderna y cerámica para la obra de beneficencia favorita de Julia. Ya se
hablaba de otra visita de la familia real a Australia. Ninguna de las
discípulas volvió a ver a Anne-Marie. La situación del mundo empeoró, mejoró y
empeoró otra vez. Nadie hubo que fuera más especial que Julia. Nadie recogió el
guante con que ella había retado al universo.
Traducción de Luis Mejía
19 de octubre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
As if I were looking for an example of how life imitates art, this cameout in the news today:
ReplyDeleteWealth therapists help the rich find somebody else to blame for their rich-people problems:
http://www.slate.com/blogs/moneybox/2015/10/19/wealth_therapy_is_bogus_and_so_are_its_roots_in_financial_therapy.html
Otro ejemplo de la realidad copiando el arte:
ReplyDeleteDijo Shakira: Me encanta enseñarles cosas, tengo una pequeña profesora en mi interior.
http://www.elespectador.com/entretenimiento/arteygente/gente/vocacion-frustrada-de-shakira-articulo-593412
El Magazine Dominical del diario colombiano El Espectador publicó a principios de los años 70 un cuento corto titulado El Mono que reproducía cabalmente el lenguaje de una mujer de la clase alta cosmopolita de Bogotá casada con el político exitoso de clase media provinciana y la manera como se sentía al tener que pasar la mayor parte del tiempo haciendo comparsa a la vida pública local de su marido.
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