Saturday, February 13, 2016

LIBROS DESAPARECIDOS: EL DOLOR DE SU AUSENCIA

En el 2004 salió al mercado una historia detallada de la destrucción de libros por obra del hombre y del azar del escritor venezolano Fernando Báez. En el 2008 fue publicada la traducción inglesa en Estados Unidos. La revista Harper’s publicó entonces la siguiente reseña.

LOS DESTRUCTORES DE LIBROS


“Fuego, agua, gas, calor, polvo, negligencia, ignorancia, malicia, coleccionistas, libreros, ratones de biblioteca, insectos, niños y sirvientes” son, de acuerdo con William Blades en Los enemigos de los libros (Enemies of Books) (1880), los principales responsables del deterioro, desaparición y destrucción de tomos individuales o de bibliotecas completas. Él se refería, por supuesto, a situaciones eventuales o a descuidos, tales como mala suerte, mal tiempo, error humano y cosas que pasan. No mencionó soldados, políticos, sacerdotes, mulás, reaccionarios, revolucionarios, hordas enfurecidas, grandes inquisidores, cruzados santos y promotores de depuraciones étnicas. Fernando Báez, historiador  venezolano que ha publicado vívidos relatos sobre La historia de la antigua biblioteca de Alejandría y La destrucción cultural de Irak, es mucho más severo en el juicio que hace en Una historia universal de la destrucción de libros (A universal history of the destruction of books, Atlas, US$25). 

Él lleva luto indignado por los millones de libros desparecidos para siempre, incluyendo tablillas sumerias de barro, tablillas chinas  de bambú de la época de  Confucio, piedras, pieles, placas de bronce, huesos tallados, papiros y códices, lacados por la memoria, grabados por el pensamiento y consumidos por las llamas: desde el Avesta en Persépolis, el conocimiento prohibido del Libro de Thot, el tratado de Aristóteles sobre la comedia y los nueve libros de poemas de Safo hasta los Evangelios Gnósticos desboronándose en una caverna del desierto, la Historia natural de la Indias perdida en las cenizas de El Escorial, la traducción de El jardín perfumado que hizo Richard Burton del árabe erótico y todos los Torás y Coranes quemados o tirados al agua.

Báez cita a Jorge Luis Borges, el bibliotecario ciego:

“Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro”.

Nosotros estamos familiarizados con Gengis Kan y Tamerlán y con las depredaciones de un Savonarola y un Goebbels. Quizá lo estamos menos con Qin Shi Huang, quien en el 213 a.C. ordenó quemar todos los libros de la China que no estuvieran dedicados a la agricultura, la medicina o la profecía, con el Teófilo responsable de la destrucción del Serapeum de Alejandría y su sobrino Cirilo, el que organizó el asesinato y descuartizamiento de Hipatia la filósofa neoplatónica, con el sultán Mehmed cuyas tropas turcas tomaron a Constantinopla en 1453 y suspendieron la carnicería por un momento para quemar la mayor parte de la biblioteca y arrojar al mar 120.000 manuscritos, con los vikingos que hicieron lo posible por borrar cuanto texto latino había en la católica Irlanda (olvidando en algún momento las hojas de pergamino del Libro de Kells), y con los cruzados, soldados cristianos, que en 1108 “destruyeron más de tres millones de libros” en  Damasco y otros cien mil en Trípoli en 1109.

Todo está aquí, en detalle emocionante y deprimente: Fernando e Isabel contra los moros, los judíos, los aztecas y la literatura náhuatl escrita en corteza de árbol y piel de venado, Dante suprimido, Milton quemado, el Gran Incendio de Londres y la inquisición española, Pascal, Voltaire, Rousseau y la Revolución Francesa, Napoleón, cuyas tropas usaban los libros en España como papel de municiones, Hitler que leía a Schopenhauer en lugar de Freud, Stalin que se especializaba en desaparecer a los Isaac Babels de su tierra, Mao con sus pequeños Guardias Rojos. Nos deja tan confusos el comportamiento de Eróstrato, quien prendió fuego al templo de Artemisa de Éfeso en el 356 a.C., destruyendo una de las siete maravillas del mundo, como la artillería serbia que en 1992 destruyó la Biblioteca Nacional de Bosnia-Herzegovina en Sarajevo prendiendo fuego a millón y medio de libros.

Báez nos recuerda que algunos individuos sorprendentemente bien educados -aunque egoístas, hipersensibles y perfeccionistas con tendencias depresivas- resultan “biblioclastas”: desde el poeta y faraón egipcio Akenatón hasta el emperador romano Augusto, desde Saulo de Tarso después de que cambió de Dios hasta Solimán el Magnífico, quien hubiera podido tratar mejor a Buda en 1526. Los británicos -quién lo creyera!- quemaron nuestra Biblioteca del Congreso en la Guerra de 1812.

Los incineradores de libros siempre tienen una razón para justificar su “libricidio’: un deseo de pureza, un odio de los textos sagrados de otros pueblos, la necesidad de producir amnesia histórica en un adversario derrotado destruyendo un punto de su memoria compartida, la bendición sangrienta de una “cimitarra de hierro”. Hay incluso una justificación psicoanalítica. El analista Gérard Haddad ha propuesto la teoría de que el libro es una “materialización del padre simbólico freudiano devorado canibalísticamente”. Por eso, “el auto de fe representa de manera velada pero extrema el odio y el rechazo del padre”.

Quizá. No me considero segundo de nadie, ni siquiera de Báez, en mi reverencia por estos cofres únicos que guardan El Texto Sagrado y El Pensamiento Puro –imagínenme parte Hegel, parte Campanilla, el hada de Peter Pan-, pero soy consciente de que la mayoría de los árboles muertos que reposan en los estantes de almacenes de cadena tienen títulos similares a Cómo perdí peso, encontré a dios, vendí bonos sin valor, interrogué terroristas  y cambié mi orientación sexual en el Triángulo de las Bermudas

Si continuamos haciendo un fetiche de los libros terminaremos actuando de manera tan estrafalaria como los defensores del tratamiento ético de los animales (PETA, por sus siglas en inglés). Aunque suene deprimente, el hecho de que en Polonia fueron destruidos 15 millones de libros entre 1939 y 1941 no es lo que más importante que uno debe saber sobre el Holocausto.

Tomado de la columna New Books de John Leonard en la edición de septiembre del 2008 de Harper’s Magazine.

Traducción de Luis Mejía
10 de diciembre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com





1 comment:

  1. Enlace a la edición electrónica del libro de Báez en castellano:

    https://docs.google.com/file/d/0Bzxi324UZCscLXluZE93dlEzODA/edit

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