En el 2004 salió al mercado
una historia detallada de la destrucción de libros por obra del hombre y del
azar del escritor venezolano Fernando Báez. En el 2008 fue publicada la traducción
inglesa en Estados Unidos. La revista Harper’s publicó entonces la siguiente
reseña.
LOS DESTRUCTORES DE LIBROS
Por John Leonard
“Fuego, agua,
gas, calor, polvo, negligencia, ignorancia, malicia, coleccionistas, libreros,
ratones de biblioteca, insectos, niños y sirvientes” son, de acuerdo con
William Blades en Los enemigos de los
libros (Enemies of Books) (1880), los principales responsables del
deterioro, desaparición y destrucción de tomos individuales o de bibliotecas
completas. Él se refería, por supuesto, a situaciones eventuales o a descuidos,
tales como mala suerte, mal tiempo, error humano y cosas que pasan. No mencionó
soldados, políticos, sacerdotes, mulás, reaccionarios, revolucionarios, hordas
enfurecidas, grandes inquisidores, cruzados santos y promotores de depuraciones
étnicas. Fernando Báez, historiador
venezolano que ha publicado vívidos relatos sobre La historia de la antigua biblioteca de Alejandría y La destrucción cultural de Irak, es
mucho más severo en el juicio que hace en Una
historia universal de la destrucción de libros (A universal history of the
destruction of books, Atlas, US$25).
Él lleva luto indignado por los millones
de libros desparecidos para siempre, incluyendo tablillas sumerias de barro,
tablillas chinas de bambú de la época de Confucio, piedras, pieles, placas de bronce,
huesos tallados, papiros y códices, lacados por la memoria, grabados por el
pensamiento y consumidos por las llamas: desde el Avesta en Persépolis, el conocimiento prohibido del Libro de Thot, el tratado de Aristóteles
sobre la comedia y los nueve libros de poemas de Safo hasta los Evangelios Gnósticos desboronándose en
una caverna del desierto, la Historia
natural de la Indias perdida en las cenizas de El Escorial, la traducción
de El jardín perfumado que hizo
Richard Burton del árabe erótico y todos los Torás y Coranes quemados o tirados
al agua.
Báez cita a
Jorge Luis Borges, el bibliotecario ciego:
“Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a
caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros
incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las
letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro”.
Nosotros
estamos familiarizados con Gengis Kan y Tamerlán y con las depredaciones
de un Savonarola y un Goebbels. Quizá lo estamos menos con Qin Shi Huang, quien
en el 213 a.C. ordenó quemar todos los libros de la China que no estuvieran
dedicados a la agricultura, la medicina o la profecía, con el Teófilo
responsable de la destrucción del Serapeum de Alejandría y su sobrino Cirilo,
el que organizó el asesinato y descuartizamiento de Hipatia la filósofa
neoplatónica, con el sultán Mehmed cuyas tropas turcas tomaron a Constantinopla
en 1453 y suspendieron la carnicería por un momento para quemar la mayor parte
de la biblioteca y arrojar al mar 120.000 manuscritos, con los vikingos que
hicieron lo posible por borrar cuanto texto latino había en la católica Irlanda
(olvidando en algún momento las hojas de pergamino del Libro de Kells), y con los cruzados, soldados cristianos, que en
1108 “destruyeron más de tres millones de libros” en Damasco y otros cien mil en Trípoli en 1109.
Todo está aquí,
en detalle emocionante y deprimente: Fernando e Isabel contra los moros, los judíos,
los aztecas y la literatura náhuatl escrita en corteza de árbol y piel de
venado, Dante suprimido, Milton quemado, el Gran Incendio de Londres y la
inquisición española, Pascal, Voltaire, Rousseau y la Revolución Francesa,
Napoleón, cuyas tropas usaban los libros en España como papel de municiones,
Hitler que leía a Schopenhauer en lugar de Freud, Stalin que se especializaba
en desaparecer a los Isaac Babels de su tierra, Mao con sus pequeños Guardias
Rojos. Nos deja tan confusos el comportamiento de Eróstrato, quien prendió
fuego al templo de Artemisa de Éfeso en el 356 a.C., destruyendo una de las
siete maravillas del mundo, como la artillería serbia que en 1992 destruyó la
Biblioteca Nacional de Bosnia-Herzegovina en Sarajevo
prendiendo fuego a millón y medio de libros.
Báez nos
recuerda que algunos individuos sorprendentemente bien educados -aunque egoístas,
hipersensibles y perfeccionistas con tendencias depresivas- resultan
“biblioclastas”: desde el poeta y faraón egipcio Akenatón hasta el emperador
romano Augusto, desde Saulo de Tarso después de que cambió de Dios hasta
Solimán el Magnífico, quien hubiera podido tratar mejor a Buda en 1526. Los
británicos -quién lo creyera!- quemaron nuestra Biblioteca del Congreso en la
Guerra de 1812.
Los
incineradores de libros siempre tienen una razón para justificar su
“libricidio’: un deseo de pureza, un odio de los textos sagrados de otros
pueblos, la necesidad de producir amnesia histórica en un adversario derrotado
destruyendo un punto de su memoria compartida, la bendición sangrienta de una
“cimitarra de hierro”. Hay incluso una justificación psicoanalítica. El
analista Gérard Haddad ha propuesto
la teoría de que el libro es una “materialización del padre simbólico freudiano
devorado canibalísticamente”. Por eso, “el auto de fe representa de manera
velada pero extrema el odio y el rechazo del padre”.
Quizá. No me
considero segundo de nadie, ni siquiera de Báez, en mi reverencia por estos
cofres únicos que guardan El Texto
Sagrado y El Pensamiento Puro –imagínenme parte Hegel, parte Campanilla, el
hada de Peter Pan-, pero soy consciente de que la mayoría de los árboles
muertos que reposan en los estantes de almacenes de cadena tienen títulos similares
a Cómo perdí peso, encontré a dios, vendí
bonos sin valor, interrogué terroristas
y cambié mi orientación sexual en el Triángulo de las Bermudas.
Si
continuamos haciendo un fetiche de los libros terminaremos actuando de manera
tan estrafalaria como los defensores del tratamiento ético de los animales
(PETA, por sus siglas en inglés). Aunque suene deprimente, el hecho de que en
Polonia fueron destruidos 15 millones de libros entre 1939 y 1941 no es lo que
más importante que uno debe saber sobre el Holocausto.
Tomado de la columna New Books de John Leonard en la edición
de septiembre del 2008 de Harper’s Magazine.
Traducción
de Luis Mejía
10 de diciembre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
Enlace a la edición electrónica del libro de Báez en castellano:
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