Presentación
Pongo en manos de mis
lectores un texto de Zadie Smith, original e interesante novelista y cuentista contemporánea
de habla inglesa. Inmersa en un mundo multicultural y multirracial en la Gran
Bretaña, su país de origen, y en Estados Unidos, su país adoptivo, le da voz en
su obra a una humanidad que se abre paso entre barreras de raza y cultura para
construir un universo de muchas corrientes de sangre, pensamiento y trabajo.
El texto que sigue es
su reflexión como artista sobre el mundo multicultural y mestizo que ella ha
vivido y que puede convertirse en una realidad global si abrimos la mente y el
corazón. Es también un reconocimiento de que ese mundo, con valores liberales y
humanistas propios, está amenazado. Una
de las amenazas le viene de quienes querrían echar regreso a un pasado donde
ellos imaginan que vivirían mejor. Finalmente, es un llamado a defender lo
mejor que hemos construido en el mundo de hoy, recordando, de paso, lo que debemos al amor y las luchas de quienes nos precedieron.
EL MUNDO NUESTRO: OPTIMISMO Y PÉRDIDA DE ESPERANZA
Por Zadie Smith
Palabras pronunciadas en Berlín el 10 de noviembre al recibir
el Premio de Literatura Welt de 2016
Primero quiero poner
de presente lo absurdo de mi posición. Aceptar un premio literario es siempre
un poco absurdo, pero en un momento como el presente tanto el que lo recibe
como el que lo otorga se debe sentir algo embarazado. Pero ya estamos aquí.
Mientras en el occidente se levanta un presidente Trump y una Europa unida va
desapareciendo bajo el horizonte nosotros nos reunimos a conferir y recibir un
premio literario. Los eventos de este 8 de noviembre redujeron al absurdo tantas
cosas importantes que no dudo en incluir mis propios escritos en la lista. Lo
digo porque la pregunta que me hacen con más frecuencia acerca de mi trabajo parece
estar relacionada con el momento que vivimos.
Esa pregunta es: “En sus
primeras novelas usted era tan optimista, pero ahora sus libros están marcados
por la falta de esperanza. ¿O me equivoco?” Es una pregunta que generalmente se
hace con cierta malicia, como un niño que pide permiso para hacer algo que ya
pasó.
A veces es hecha de
manera más explícita: “Usted era una promotora tan entusiasta del
‘multiculturalismo’, ¿le parece ahora que eso ha sido un fracaso?”
Cuando la oigo me doy
cuenta de que quienes crecieron en una cultura homogénea, en un rincón rural de
Inglaterra o Francia o Polonia en los 70s, 80s y 90s, se ven a sí mismos viviendo, simplemente viviendo, como parte de
un mundo sin presiones históricas; pero si uno se crio en Londres en la misma
época, compartiendo con musulmanes pakistanís en la casa de enseguida, hindús
de la India en el piso de abajo y judíos de Letonia al frente, hay gente que lo
verá a uno como parte de un experimento social histórico que hoy en día está
desacreditado.
Cuando yo era niña por
supuesto que no me veía a mí misma como viviendo algo que otros consideraban
provisional o experimental. Para mí esa era la vida.
Cuando escribí una
novela sobre el Londres en que crecí tampoco pensé que al describir un medio en
el que gente de diferentes orígenes vivía junta más o menos en paz yo estaba
“promoviendo” algo que de hecho estaba a prueba y que en cualquier momento
podía cambiar.
Es decir, a los
veintiún años yo era muy inocente.
Yo creía que las
fuerzas históricas del esclavismo, que habían llevado la rama negra de mi
familia de la costa occidental del África al Caribe, y del colonialismo y
post-colonialismo, que la habían llevado a la Gran Bretaña, eran tan sólidas y
reales como las fuerzas históricas que, valga un ejemplo, habían sacado a los
judíos de una aldea italiana que por estar lejos de Milán se mantenía fundamentalmente
católica y blanca durante los mismos años en que el rincón de Inglaterra donde
yo vivía se volvía multirracial y plurirreligioso.
Yo creía que mi vida estaba
tan supeditada a las circunstancias como la vida de una aldea rural en Italia y
que en ambos lugares el tiempo histórico se movía en la única dirección
posible: hacia adelante. En ese entonces no entendía que estaba “promoviendo”
el multiculturalismo por el mero hecho de describirlo o de no presentarlo como
una tragedia a punto de ocurrir.
Al mismo tiempo yo no
creo que a mis veintiuno fuera tan ingenua como para creer que las sociedades
racialmente homogéneas eran, por razón
de su homogeneidad, necesariamente más felices o más pacíficas que la nuestra.
Al fin y al cabo hasta un muchacho la mitad de mi edad sabía lo que los griegos
eran capaces de hacerse entre sí, o los romanos, o los británicos del siglo
diecisiete, o los estadounidenses del siglo diecinueve.
Mi mejor amigo de
juventud, mi esposo hoy en día, es de Irlanda del Norte, un territorio donde
gente que parece idéntica, come lo mismo, le reza al mismo dios, lee el mismo
libro sagrado, se viste de la misma manera y celebra las mismas fiestas, se ha
pasado los últimos cuatrocientos años en guerra por un punto relativamente
insignificante de doctrina que con el tiempo permitieron que se metamorfoseara
en un conflicto sobre territorio, gobierno e identidad nacional. La
homogeneidad racial no es garantía de paz, de la misma manera que la
heterogeneidad racial no está condenada al fracaso.
He notado en los
últimos tiempos que los viajes nostálgicos al pasado se han vuelto un tema
político recurrente. El New York Times
reportó el 10 de noviembre que alrededor de 7 en 10 republicanos prefieren a
los Estados Unidos como eran en la década de 1950. Para alguien como yo esa
nostalgia no tiene atractivo alguno pues en esa época yo no hubiera podido
votar, casarme con mi esposo, tener mis hijos, trabajar en la universidad donde
enseño o vivir en mi barrio.
Viajar en el tiempo es un arte que uno practica a
su propia discreción: es un viaje de placer para algunos y una historia de horror
para otros.
Al mismo tiempo, hay algunos izquierdistas que tienen sus propias fantasías
viajeras: imaginan que los principios ideológicos que una vez se aplicaron a
los derechos de los trabajadores, al bienestar social y al comercio se pueden
aplicar con la misma rigidez al mundo globalizado de capital en continuo
movimiento.
Sin embargo, la
pregunta de si el proyecto falló, al menos en el contexto del pequeño mundo
irreal de mis novelas, no es completamente descabellada. Es cierto que yo
describía lugares donde llegaba el sol, pero las nubes han obscurecido el
cielo. Parte, pienso yo, es resultado de las experiencias que he acumulado a
medida que pasan los años. Escribí Dientes
Blancos (White Teeth) cuando era una niña; el libro y yo hemos madurado al
mismo tiempo. El arte que uno produce en la madurez es siempre más gris que el
de juventud; es lo mismo que pasa con la vida. Pero no sería sincera si dijera
que es solo eso.
Como persona y como individuo una de las cosas que a la larga
he aprendido es que los asuntos humanos no logran ser perfectos. Esta realidad,
que era obscura a los 21 años, se vuelve un poco más clara para una mujer de
41.
Como lo ha entendido
mi amado presidente, cuyo periodo terminará pronto, en este mundo solo hay
progreso incremental. Solo los que no quieren ver pueden ignorar que la
historia de la vida humana es también una historia de sufrimiento: brutalidades,
asesinatos, extinciones masivas, corrupción en todas sus formas, ciclos de
horror. Ningún país se escapa. Ningún pueblo está limpio de sangre. Ninguna
tribu es completamente inocente. Pero, a pesar de todo, queda el progreso
incremental como realidad que nos conforta. Puede parecer pequeña a los que
tienen una visión apocalíptica, pero para quien hace poco no podía votar, o
beber de la misma fuente de agua que sus conciudadanos, o casarse con la
persona de su elección, o vivir en ciertos barrios, ese cambio incremental se
siente como algo enorme.
Entretanto, el sueño
del viaje en el tiempo –para presidentes recién elegidos, periodistas literatos
y escritores- es solo eso, un sueño. Y un sueño que solo tiene sentido si los
derechos y privilegios que uno tiene hoy también los tenía en el pasado. No es
sorprendente que algunos hombres blancos se sientan más sentimentales que otros
con respecto al pasado; sus derechos y privilegios han existido por mucho
tiempo.
Para una mujer negra el espacio de tiempo en que podría tener una vida
propia es mucho más corto. ¿Qué hubiera sido yo o que hubiera podido hacer –más
precisamente, ¿qué me hubieran hecho a mí?- en 1360, en 1760, en 1860, en 1960?
No digo esto para apropiarme del pedestal de víctima perfecta o pretender que hubo
un pasado inocente. Yo sé muy bien que mis ancestros en el África occidental
vendían y esclavizaban a sus vecinos y a sus primos tribales. Yo no creo en la
inocencia pura o la rectitud absoluta de ninguna persona o entidad política.
Pero tampoco creo en
viajar en el tiempo. Creo en la limitación humana, no por un sentido de
fatalismo sino por precaución aprendida, deducida, de la historia reciente y
lejana. Nunca seremos perfectos, esa es nuestra limitación. Pero podemos tener,
y hemos tenido, momentos de los que podemos estar justamente orgullosos. Yo me
siento orgullosa de mi barrio, el de mi niñez, el de 1999. No era perfecto pero
estaba lleno de posibilidades. Si las nubes han obscurecido mi ficción no es
porque ha resultado vacío lo que era perfecto sino porque cuanto era posible –y
todavía hay millones que lo sienten posible- nos ha sido negado ahora, como si
nunca lo hubiera sido y nunca pudiera realizarse.
Al escribir esto me
doy cuenta de que me he alejado algo de la alegría que debería tener al recibir
un premio literario. Me alegra aceptar este gran honor. Por favor no me
malinterpreten. Me siento muy complacida. Y sorprendida. Cuando empecé a escribir
nunca pensé que alguien llegara a leer mis libros fuera de mi barrio, para no
hablar de fuera de Inglaterra y menos del “continente” como a mi padre le
gustaba llamarlo.
Recuerdo que al
empezar mi primera gira europea para
promover uno de mis libros me sentía como atontada. Vine a Alemania con mi
padre, quien había estado aquí en 1945, en la reconstrucción, cuando era un
soldado joven. Para él fue un viaje lleno de nostalgia: había estado enamorado
de una muchacha alemana, en 1945, y una de la cosas que más le dolía en la
vida, según me confesó en esa oportunidad, fue no haberse casado con ella y haber
regresado a casa, a Inglaterra, donde se casó dos veces, la segunda con quien
fue mi madre.
Estoy segura de que hacíamos
una pareja muy curiosa en ese viaje: una joven mujer negra con su anciano padre
blanco, de guía turística en mano, buscando los lugares de Berlín que él había
conocido casi cincuenta años atrás. De él heredé tanto mi optimismo como mi
desespero. Él había sido uno de los liberadores de Belsen y por eso había visto
lo peor que ofrece el mundo. Luego siguió adelante, tratando de mantenerse
abierto de corazón y mente. Pasó de un matrimonio fracasado a otro, ambas veces
cruzando barreras de clase, color, temperamento. Y a pesar de todo encontró en
la vida razones para entusiasmarse, hasta para disfrutarla.
Él fue, y de eso me
doy cuenta, uno de los seres menos ideológicos que yo haya conocido: todo lo
que le pasaba lo tomaba como una situación individual, de la que no quería o no
podía generalizar. Perdió la ocupación que le daba para vivir pero no perdió la
fe en su país. El sistema educativo le falló pero le guardaba admiración y puso
en él las esperanzas que tenía para sus hijos. Sus relaciones con las mujeres
fueron desastrosas pero no odiaba a las mujeres. En su manera de ver las cosas
él no se casó con una mujer negra sino con “Yvonne” y sus hijos no fueron un
experimento en mezcla de razas sino que nos tuvo a mí y a mis hermanos Ben y
Luke.
Son muy escasas las
personas como él. Sé que no hemos tenido suficientes en la historia como para
crear una sociedad decente y tolerante. Pero no por eso voy a negar que han
existido y que vidas como la suya son posibles. Él fue miembro de la clase
obrera blanca, un hombre que con frecuencia sintió la desesperación pero que
logró mantener un reducto de optimismo. Quizá en otro tiempo, bajo otras
influencias culturales, viviendo en otra sociedad, se hubiera convertido en el
hombre blanco furioso y resentido al que tanto teme la izquierda hoy en día.
Nacido en 1925 y muerto en 2006, logró ver que sus hijos se beneficiaban de la educación
y los servicios de salud gratuitos mantenidos bajo la protección civilizada que
se institucionalizó en la postguerra. Sentía que tenía muchos motivos para
estar agradecido.
Este es el mundo que
conocí. Las cosas han cambiado pero la historia no desaparece con los cambios y
el ejemplo del pasado todavía nos ofrece otras oportunidades, nos hace ver la posibilidad
de re-crear para otras generaciones las condiciones que nos favorecieron a
nosotros. Ni mis lectores ni yo vivimos
en el mundo relativamente soleado que describí en Dientes blancos. Pero una lección me queda de esta experiencia: las
vidas que poblaron esa novela no eran ilusorias, lo que pasa es que el progreso
nunca es permanente, siempre está amenazado, y para que sobreviva debe ser
duplicado, restablecido y re-imaginado. No digo que eso sea fácil. Tampoco digo
que sé cuál es la solución.
Yo no soy una persona política por naturaleza pero
en toda mi vida no he visto días más obscuros de la política que estos. Lo que
a mí me importa, hasta donde me puede importar, es la vida íntima de la gente. Cuando
alguien me pregunta si ha “fallado el multiculturalismo” no solo está
sugiriendo que una ideología política ha fracasado sino también que los seres
humanos mismos han cambiado y ahora son fundamentalmente incapaces de vivir
juntos manteniendo sus diferencias.
En este argumento se
supone que la escritora es una muchacha inocente; para mí, sin embargo, los
ingenuos e ignorantes de las lecciones de la historia son los que creen en los
cambios fundamentales e irreversibles de la naturaleza humana. Si los
novelistas sabemos algo es que las personas individuales tienen una gran complejidad
interna: todas llevan dentro una variedad amplísima de comportamientos posibles.
Son como partituras musicales intrincadas de las que uno puede extraer algunas
melodías e ignorar o suprimir otras, dependiendo, al menos en parte, de quien sea
el director.
En este momento en todo el mundo, y más recientemente en Estados
Unidos, los directores que se han puesto
al frente de la orquesta humana solo tienen en mente las melodías más mezquinas
y banales. Aquí en Alemania ustedes recuerdan los himnos marciales; no son
memorias muy lejanas. Son los mismos que en todos los países del mundo han sido
interpretados en uno u otro momento. Pero hay una música más noble que algunos
de nosotros recordamos; debemos tocarla y arrastrar a otros, hasta donde
podamos, a tocarla con nosotros.
Traducción de
Luis Mejía
5 de enero del 2017
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
No comments:
Post a Comment