Thursday, January 5, 2017

MULTICULTURALISMO CONTEMPORÁNEO Y VIAJES AL PASADO: ZADIE SMITH Y LA ESPERANZA

Presentación

Pongo en manos de mis lectores un texto de Zadie Smith, original e interesante novelista y cuentista contemporánea de habla inglesa. Inmersa en un mundo multicultural y multirracial en la Gran Bretaña, su país de origen, y en Estados Unidos, su país adoptivo, le da voz en su obra a una humanidad que se abre paso entre barreras de raza y cultura para construir un universo de muchas corrientes de sangre, pensamiento y trabajo.

El texto que sigue es su reflexión como artista sobre el mundo multicultural y mestizo que ella ha vivido y que puede convertirse en una realidad global si abrimos la mente y el corazón. Es también un reconocimiento de que ese mundo, con valores liberales y humanistas propios, está amenazado.  Una de las amenazas le viene de quienes querrían echar regreso a un pasado donde ellos imaginan que vivirían mejor. Finalmente, es un llamado a defender lo mejor que hemos construido en el mundo de hoy, recordando, de paso, lo que debemos al amor y las luchas de quienes nos precedieron.


EL MUNDO NUESTRO: OPTIMISMO Y PÉRDIDA DE ESPERANZA


Palabras pronunciadas en Berlín el 10 de noviembre al recibir el Premio de Literatura Welt de 2016

Primero quiero poner de presente lo absurdo de mi posición. Aceptar un premio literario es siempre un poco absurdo, pero en un momento como el presente tanto el que lo recibe como el que lo otorga se debe sentir algo embarazado. Pero ya estamos aquí. Mientras en el occidente se levanta un presidente Trump y una Europa unida va desapareciendo bajo el horizonte nosotros nos reunimos a conferir y recibir un premio literario. Los eventos de este 8 de noviembre redujeron al absurdo tantas cosas importantes que no dudo en incluir mis propios escritos en la lista. Lo digo porque la pregunta que me hacen con más frecuencia acerca de mi trabajo parece estar relacionada con el momento que vivimos.


Esa pregunta es: “En sus primeras novelas usted era tan optimista, pero ahora sus libros están marcados por la falta de esperanza. ¿O me equivoco?” Es una pregunta que generalmente se hace con cierta malicia, como un niño que pide permiso para hacer algo que ya pasó.

A veces es hecha de manera más explícita: “Usted era una promotora tan entusiasta del ‘multiculturalismo’, ¿le parece ahora que eso ha sido un fracaso?”

Cuando la oigo me doy cuenta de que quienes crecieron en una cultura homogénea, en un rincón rural de Inglaterra o Francia o Polonia en los 70s, 80s y 90s, se ven a sí mismos  viviendo, simplemente viviendo, como parte de un mundo sin presiones históricas; pero si uno se crio en Londres en la misma época, compartiendo con musulmanes pakistanís en la casa de enseguida, hindús de la India en el piso de abajo y judíos de Letonia al frente, hay gente que lo verá a uno como parte de un experimento social histórico que hoy en día está desacreditado.

Cuando yo era niña por supuesto que no me veía a mí misma como viviendo algo que otros consideraban provisional o experimental. Para mí esa era la vida.
Cuando escribí una novela sobre el Londres en que crecí tampoco pensé que al describir un medio en el que gente de diferentes orígenes vivía junta más o menos en paz yo estaba “promoviendo” algo que de hecho estaba a prueba y que en cualquier momento podía cambiar.

Es decir, a los veintiún años yo era muy inocente.

Yo creía que las fuerzas históricas del esclavismo, que habían llevado la rama negra de mi familia de la costa occidental del África al Caribe, y del colonialismo y post-colonialismo, que la habían llevado a la Gran Bretaña, eran tan sólidas y reales como las fuerzas históricas que, valga un ejemplo, habían sacado a los judíos de una aldea italiana que por estar lejos de Milán se mantenía fundamentalmente católica y blanca durante los mismos años en que el rincón de Inglaterra donde yo vivía se volvía multirracial y plurirreligioso. 

Yo creía que mi vida estaba tan supeditada a las circunstancias como la vida de una aldea rural en Italia y que en ambos lugares el tiempo histórico se movía en la única dirección posible: hacia adelante. En ese entonces no entendía que estaba “promoviendo” el multiculturalismo por el mero hecho de describirlo o de no presentarlo como una tragedia a punto de ocurrir. 

Al mismo tiempo yo no creo que a mis veintiuno fuera tan ingenua como para creer que las sociedades racialmente homogéneas eran,  por razón de su homogeneidad, necesariamente más felices o más pacíficas que la nuestra. Al fin y al cabo hasta un muchacho la mitad de mi edad sabía lo que los griegos eran capaces de hacerse entre sí, o los romanos, o los británicos del siglo diecisiete, o los estadounidenses del siglo diecinueve. 

Mi mejor amigo de juventud, mi esposo hoy en día, es de Irlanda del Norte, un territorio donde gente que parece idéntica, come lo mismo, le reza al mismo dios, lee el mismo libro sagrado, se viste de la misma manera y celebra las mismas fiestas, se ha pasado los últimos cuatrocientos años en guerra por un punto relativamente insignificante de doctrina que con el tiempo permitieron que se metamorfoseara en un conflicto sobre territorio, gobierno e identidad nacional. La homogeneidad racial no es garantía de paz, de la misma manera que la heterogeneidad racial no está condenada al fracaso.

He notado en los últimos tiempos que los viajes nostálgicos al pasado se han vuelto un tema político recurrente.  El New York Times reportó el 10 de noviembre que alrededor de 7 en 10 republicanos prefieren a los Estados Unidos como eran en la década de 1950. Para alguien como yo esa nostalgia no tiene atractivo alguno pues en esa época yo no hubiera podido votar, casarme con mi esposo, tener mis hijos, trabajar en la universidad donde enseño o vivir en mi barrio. 

Viajar en el tiempo es un arte que uno practica a su propia discreción: es un viaje de placer para algunos y una historia de horror para otros. 

Al mismo tiempo, hay algunos izquierdistas que tienen sus propias fantasías viajeras: imaginan que los principios ideológicos que una vez se aplicaron a los derechos de los trabajadores, al bienestar social y al comercio se pueden aplicar con la misma rigidez al mundo globalizado de capital en continuo movimiento.

Sin embargo, la pregunta de si el proyecto falló, al menos en el contexto del pequeño mundo irreal de mis novelas, no es completamente descabellada. Es cierto que yo describía lugares donde llegaba el sol, pero las nubes han obscurecido el cielo. Parte, pienso yo, es resultado de las experiencias que he acumulado a medida que pasan los años. Escribí Dientes Blancos (White Teeth) cuando era una niña; el libro y yo hemos madurado al mismo tiempo. El arte que uno produce en la madurez es siempre más gris que el de juventud; es lo mismo que pasa con la vida. Pero no sería sincera si dijera que es solo eso. 

Como persona y como individuo una de las cosas que a la larga he aprendido es que los asuntos humanos no logran ser perfectos. Esta realidad, que era obscura a los 21 años, se vuelve un poco más clara para una mujer de 41.

Como lo ha entendido mi amado presidente, cuyo periodo terminará pronto, en este mundo solo hay progreso incremental. Solo los que no quieren ver pueden ignorar que la historia de la vida humana es también una historia de sufrimiento: brutalidades, asesinatos, extinciones masivas, corrupción en todas sus formas, ciclos de horror. Ningún país se escapa. Ningún pueblo está limpio de sangre. Ninguna tribu es completamente inocente. Pero, a pesar de todo, queda el progreso incremental como realidad que nos conforta. Puede parecer pequeña a los que tienen una visión apocalíptica, pero para quien hace poco no podía votar, o beber de la misma fuente de agua que sus conciudadanos, o casarse con la persona de su elección, o vivir en ciertos barrios, ese cambio incremental se siente como algo enorme.

Entretanto, el sueño del viaje en el tiempo –para presidentes recién elegidos, periodistas literatos y escritores- es solo eso, un sueño. Y un sueño que solo tiene sentido si los derechos y privilegios que uno tiene hoy también los tenía en el pasado. No es sorprendente que algunos hombres blancos se sientan más sentimentales que otros con respecto al pasado; sus derechos y privilegios han existido por mucho tiempo. 

Para una mujer negra el espacio de tiempo en que podría tener una vida propia es mucho más corto. ¿Qué hubiera sido yo o que hubiera podido hacer –más precisamente, ¿qué me hubieran hecho a mí?- en 1360, en 1760, en 1860, en 1960? No digo esto para apropiarme del pedestal de víctima perfecta o pretender que hubo un pasado inocente. Yo sé muy bien que mis ancestros en el África occidental vendían y esclavizaban a sus vecinos y a sus primos tribales. Yo no creo en la inocencia pura o la rectitud absoluta de ninguna persona o entidad política.

Pero tampoco creo en viajar en el tiempo. Creo en la limitación humana, no por un sentido de fatalismo sino por precaución aprendida, deducida, de la historia reciente y lejana. Nunca seremos perfectos, esa es nuestra limitación. Pero podemos tener, y hemos tenido, momentos de los que podemos estar justamente orgullosos. Yo me siento orgullosa de mi barrio, el de mi niñez, el de 1999. No era perfecto pero estaba lleno de posibilidades. Si las nubes han obscurecido mi ficción no es porque ha resultado vacío lo que era perfecto sino porque cuanto era posible –y todavía hay millones que lo sienten posible- nos ha sido negado ahora, como si nunca lo hubiera sido y nunca pudiera realizarse.

Al escribir esto me doy cuenta de que me he alejado algo de la alegría que debería tener al recibir un premio literario. Me alegra aceptar este gran honor. Por favor no me malinterpreten. Me siento muy complacida. Y sorprendida. Cuando empecé a escribir nunca pensé que alguien llegara a leer mis libros fuera de mi barrio, para no hablar de fuera de Inglaterra y menos del “continente” como a mi padre le gustaba llamarlo.

Recuerdo que al empezar  mi primera gira europea para promover uno de mis libros me sentía como atontada. Vine a Alemania con mi padre, quien había estado aquí en 1945, en la reconstrucción, cuando era un soldado joven. Para él fue un viaje lleno de nostalgia: había estado enamorado de una muchacha alemana, en 1945, y una de la cosas que más le dolía en la vida, según me confesó en esa oportunidad, fue no haberse casado con ella y haber regresado a casa, a Inglaterra, donde se casó dos veces, la segunda con quien fue mi madre.

Estoy segura de que hacíamos una pareja muy curiosa en ese viaje: una joven mujer negra con su anciano padre blanco, de guía turística en mano, buscando los lugares de Berlín que él había conocido casi cincuenta años atrás. De él heredé tanto mi optimismo como mi desespero. Él había sido uno de los liberadores de Belsen y por eso había visto lo peor que ofrece el mundo. Luego siguió adelante, tratando de mantenerse abierto de corazón y mente. Pasó de un matrimonio fracasado a otro, ambas veces cruzando barreras de clase, color, temperamento. Y a pesar de todo encontró en la vida razones para entusiasmarse, hasta para disfrutarla.

Él fue, y de eso me doy cuenta, uno de los seres menos ideológicos que yo haya conocido: todo lo que le pasaba lo tomaba como una situación individual, de la que no quería o no podía generalizar. Perdió la ocupación que le daba para vivir pero no perdió la fe en su país. El sistema educativo le falló pero le guardaba admiración y puso en él las esperanzas que tenía para sus hijos. Sus relaciones con las mujeres fueron desastrosas pero no odiaba a las mujeres. En su manera de ver las cosas él no se casó con una mujer negra sino con “Yvonne” y sus hijos no fueron un experimento en mezcla de razas sino que nos tuvo a mí y a mis hermanos Ben y Luke.

Son muy escasas las personas como él. Sé que no hemos tenido suficientes en la historia como para crear una sociedad decente y tolerante. Pero no por eso voy a negar que han existido y que vidas como la suya son posibles. Él fue miembro de la clase obrera blanca, un hombre que con frecuencia sintió la desesperación pero que logró mantener un reducto de optimismo. Quizá en otro tiempo, bajo otras influencias culturales, viviendo en otra sociedad, se hubiera convertido en el hombre blanco furioso y resentido al que tanto teme la izquierda hoy en día. Nacido en 1925 y muerto en 2006, logró ver que sus hijos se beneficiaban de la educación y los servicios de salud gratuitos mantenidos bajo la protección civilizada que se institucionalizó en la postguerra. Sentía que tenía muchos motivos para estar agradecido.

Este es el mundo que conocí. Las cosas han cambiado pero la historia no desaparece con los cambios y el ejemplo del pasado todavía nos ofrece otras oportunidades, nos hace ver la posibilidad de re-crear para otras generaciones las condiciones que nos favorecieron a nosotros. Ni mis lectores ni yo  vivimos en el mundo relativamente soleado que describí en Dientes blancos. Pero una lección me queda de esta experiencia: las vidas que poblaron esa novela no eran ilusorias, lo que pasa es que el progreso nunca es permanente, siempre está amenazado, y para que sobreviva debe ser duplicado, restablecido y re-imaginado. No digo que eso sea fácil. Tampoco digo que sé cuál es la solución. 

Yo no soy una persona política por naturaleza pero en toda mi vida no he visto días más obscuros de la política que estos. Lo que a mí me importa, hasta donde me puede importar, es la vida íntima de la gente. Cuando alguien me pregunta si ha “fallado el multiculturalismo” no solo está sugiriendo que una ideología política ha fracasado sino también que los seres humanos mismos han cambiado y ahora son fundamentalmente incapaces de vivir juntos manteniendo sus diferencias.

En este argumento se supone que la escritora es una muchacha inocente; para mí, sin embargo, los ingenuos e ignorantes de las lecciones de la historia son los que creen en los cambios fundamentales e irreversibles de la naturaleza humana. Si los novelistas sabemos algo es que las personas individuales tienen una gran complejidad interna: todas llevan dentro una variedad amplísima de comportamientos posibles. Son como partituras musicales intrincadas de las que uno puede extraer algunas melodías e ignorar o suprimir otras, dependiendo, al menos en parte, de quien sea el director. 

En este momento en todo el mundo, y más recientemente en Estados Unidos,  los directores que se han puesto al frente de la orquesta humana solo tienen en mente las melodías más mezquinas y banales. Aquí en Alemania ustedes recuerdan los himnos marciales; no son memorias muy lejanas. Son los mismos que en todos los países del mundo han sido interpretados en uno u otro momento. Pero hay una música más noble que algunos de nosotros recordamos; debemos tocarla y arrastrar a otros, hasta donde podamos, a tocarla con nosotros.

Traducción de Luis Mejía
5 de enero del 2017
Publicado en blogluismejia.blogspot.com


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