Thursday, December 10, 2015

LA GUERRA Y EL COMBATIENTE



Presentación

Las elites del tercer mundo han mostrado una tendencia, a veces tolerada y a veces alentada por las elites de los Estados Unidos, a usar la violencia de estado para neutralizar los movimientos sociales de rechazo a las disparidades de fortuna y oportunidad que resultan de los modelos de desarrollo económico implementados en sus países.

La violencia de estado, unas veces abierta -a cargo de las fuerzas armadas y de policía- y otras encubierta -encomendada a escuadrones de la muerte y milicias paramilitares-, debilita los grupos de oposición legítima, cierra los canales pacíficos de protesta, estimula la radicalización de los grupos privados de espacio político institucional y desemboca en conflictos armados asimétricos, de baja intensidad y de difícil resolución.

Eventualmente estos conflictos degeneran en acciones terroristas y actos de violencia indiscriminados que los actores de estos conflictos -tanto oficiales como rebeldes- usan para forzar a la población no combatiente a tomar partido. Eventualmente la población se cansa de la zozobra que genera el conflicto. Con frecuencia la mayoría de la población, por razones de inercia social que escapan al entendimiento de los rebeldes, se inclina a favor de las fuerzas del gobierno. En esta coyuntura surgen movimientos políticos que abogan por una intensificación de la acción armada oficial. Son los guerreros de curul, otomana y sedán blindado que reciben indudable apoyo popular y encuentran aliados dentro de la elite interesada en las ganancias financieras que deja la guerra. En esta situación para ninguno de los actores del conflicto tiene importancia el bienestar de la población afectada negativamente, sean soldados rasos, sean civiles cogidos en el fuego cruzado.

El artículo que a continuación pongo frente a mis lectores es el testimonio de Chris Hedges, un corresponsal de prensa que ha cubierto Centroamérica, el Medio Oriente y el África, teatros de serios conflictos armados.


Escrito en el 2002, en vísperas de la llamada Segunda Guerra de Irak, describe la guerra desde el punto de vista del individuo que está presente en el campo de batalla, en medio de la balacera, las explosiones, el impacto de los proyectiles en los cuerpos, y nos lleva al interior de ese individuo para compartir con nosotros el efecto que esa experiencia de peligro inmediato y muerte inescapable tiene en su concepción de la vida, en su sentido moral, en su equilibrio emocional, todo lo que el remoto entusiasta de la guerra no ve. Su descripción de la euforia, la angustia y la desilusión del combatiente es algo que falta en los comunicados de prensa de ejércitos regulares e irregulares y en las opiniones y discursos de los simpatizantes de la guerra que se quedan en sus casas y oficinas. Igualmente debemos considerar su advertencia de que la guerra puede volverse tentadora pues da a los combatientes un sentido de propósito y dirección en sus vidas y a los medios y propagandistas una narrativa llena de emociones patrióticas.


Esta es una lectura que recomiendo a los pacifistas para reforzar su compromiso y a los guerreros que no se arriesgan a tomar las armas para que piensen en los que sí van a ir al campo de batalla. Por cierto, hay momentos en la historia cuando los pueblos tienen que acudir a las armas para defender su identidad e integridad sin mucho tiempo para pensar las consecuencias de su acción. Pero en la mayoría de los conflictos internos de un pueblo siempre hay tiempo para que los jefes de todos los bandos y sus simpatizantes piensen: 1. ¿Qué intereses están en juego?, 2. ¿Quiénes se benefician más de la defensa de esos intereses?, 3. ¿Cuánto  va a costar esta guerra?, 4. ¿Quién la va a pagar?, 5. ¿Cuántos combatientes serán necesarios, cuántos de ellos quedarán mutilados o traumatizados de por vida y cuántos muertos en el campo de batalla, 6. ¿Qué sectores de la sociedad van a poner esos muertos?, y 7. ¿Qué derecho tienen los simpatizantes de la guerra a esperar que los combatientes asuman por ellos los peligros del campo de batalla?

LA GUERRA, VIOLENCIA QUE NOS DA UNA RAZÓN DE SER


La Guerra Como Experiencia Personal

La guerra y el conflicto han acompañado la mayor parte de mi vida adulta. Fui emboscado varias veces en las solitarias carreteras de América Central, estuve en medio de una balacera terrible en los pantanales del sur de Irak y preso en el Sudán, me vi bajo el fuego de los Mig-21 rusos en el centro de Bosnia, he sido aporreado por la policía militar saudita, deportado de Libia y de Irán y capturado por la Guardia Republicana Iraquí que me tuvo preso por una semana, fui blanco de francotiradores serbios, y en Sarajevo, bajo el fuego ensordecedor de la artillería, estuve expuesto a una lluvia mortal de esquirlas de hierro. He visto demasiada muerte violenta. He sentido muchas veces el sabor de mi propio miedo. Guardo muchas memorias dolorosas que están dormidas la mayor parte del tiempo. Nunca es una experiencia fácil cuando despiertan.

Y con todo eso hay una parte de mí que siente nostalgia por la simplicidad y euforia de la guerra. A pesar de que nos trae destrucción y carnicería, la guerra nos da algo a lo que todos aspiramos en la vida y que le da una atracción perenne. La guerra nos da un propósito, un sentido, una razón para vivir.  En medio suyo se hacen más obvios el vacío y la pobreza de nuestras vidas. Lo trivial satura nuestras conversaciones y, cada vez con mayor efecto, las noticias. La guerra es un elixir atractivo. Nos vuelve decididos, nos da una causa. Nos da la oportunidad de ser nobles. Cuanto menos sentido tiene la vida que uno lleva -como les pasa a los refugiados pobres de Gaza, a los inmigrantes norafricanos segregados en Francia y aún a las legiones de jóvenes que viven en la espléndida indolencia y seguridad del mundo industrializado- tanto más vulnerable es a los atractivos de la guerra.

La Guerra Como Cultura

Muy pronto comprendí que la guerra crea su propia cultura. Sentirse parte del tropel de la batalla se convierte en una adicción poderosa y con frecuencia letal. La guerra es una droga. Yo la he consumido por muchos años. Es promovida por los hacedores de mitos –historiadores, corresponsales de guerra, cineastas, novelistas y el gobierno- que la describen con cualidades que con frecuencia tiene: excitación, exotismo, poder, oportunidades para superar el pequeño lugar que ocupamos en nuestras vidas. Es un universo extraño y fantástico, de una belleza obscura y absurda. Toma control de la cultura, distorsiona la memoria, corrompe el lenguaje y contamina todo lo que toca, aún el humor. Bajo su influencia el humor se dedica a explorar las perversiones macabras de la impudicia y la muerte.  

Cuando vemos que en la guerra las personas alrededor nuestro caen bajo, muy bajo, nos vemos obligados a hacernos la pregunta elemental de cuál es el sentido de nuestra presencia en el planeta, o si esa presencia tiene algún sentido. La guerra destapa la capacidad para el mal que se agazapa bajo la piel en todos nosotros.

En tiempo de guerra se necesita muy poco para convertir en homicidas a personas comunes y corrientes. La mayoría de la gente se abandona a la seducción del poder ilimitado para destruir y ninguno escapa a la presión de grupo. Pocos tienen la capacidad de resistir.

El historiador Christopher Browning habló de la disposición de ánimo favorable a matar en su estudio El Hombre Común y Corriente, sobre el Batallón Policial de Reserva 101 destacado en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. En la mañana del 12 de julio de 1942 el batallón recibió órdenes de matar a 1800 judíos en el curso del día en la aldea de Josefow.  Los miembros de la unidad tenían que buscar a los judíos, llevarlos al monte y ordenarles que se echaran al suelo en una fila. A las víctimas, que incluían mujeres, bebés, niños y ancianos, les disparaban a quemarropa.

Aunque los miembros del batallón tenían la opción de rehusarse, solo alrededor de una docena lo hicieron; otros, pocos, pidieron que se les relevara después de que empezó la masacre. Los que no quisieron continuar, dice Browning, se sintieron asqueados pero no acosados por su conciencia. Cuando el batallón regresó al cuartel los hombres “se sentían deprimidos, enojados, amargados e inquietos”. Tomaron mucho. Recibieron órdenes de no hablar del asunto “pero no necesitaban que los motivaran en esa dirección”.

La Guerra Como Mito

Los conflictos estadounidenses más recientes han aislado a la población y a las tropas tanto del asco como de los remordimientos de conciencia. La Guerra del Golfo –librada como fue por bombarderos que volaban a gran altura sobre el campo de batalla y cubierta por periodistas cuidadosamente controlados- hizo que la guerra se pusiera de moda otra vez. Fue una empresa que la nación aceptó gustosa. Con ella exorcizaba los fantasmas de Vietnam. Nos daba héroes y una fe tóxica en nuestra superioridad militar y tecnológica. Casi que hacía la guerra entretenida. Y, como en muchos otros conflictos, el principal responsable no fue el estamento militar sino los medios. 

Los reporteros de televisión difundían felices, en dosis constantes, las imágenes preparadas para respaldar el trabajo de propaganda de los militares y el gobierno. Esas imágenes reflejaban en muy pequeña medida la realidad de la guerra. Los grupos de periodistas favorecidos por el ejército volvieron a escribir sobre “nuestros muchachos” y sus raciones militares,  su entrenamiento para ataques con armas químicas y sus baños con baldados de agua en el desierto. Era la guerra como espectáculo, o mejor, para ser honestos, como entretenimiento. Las imágenes y las historias estaban diseñadas para que nos sintiéramos bien como nación y con nosotros mismos. Las familias y los soldados despedazados en la frontera de Irak por las esquirlas de hierro de las bombas de fragmentación eran meros fantasmas sin rostro y sin nombre.

Cuando fui a cubrir la Guerra del Golfo Pérsico llegué a Dharan, Arabia Saudita, en un avión de transporte C-130 del ejército. Apenas desembarcado me llevaron bajo escolta a un recinto donde había varias docenas de reporteros y fotógrafos. Me informaron que debía firmar un papel en el que decía que me comprometía a obedecer las serias limitaciones impuestas a los medios. Las restricciones autorizaban a los militares a escoltar a los reporteros, movilizados en grupos, durante sus salidas de campo.  Un grupo de periodistas se encargaba de escribir reportes y preparar videos y fotos para uso de sus colegas. La mayoría se quedaban en sus cuartos de hotel reciclando el material inane que recibían. Yo violé el acuerdo la mañana siguiente cuando me fui al campo sin autorización. El resto de la guerra, que pasé en su mayor parte haciéndole el quite a la Policía Militar y tratando de insertarme en medio de la tropa, fue una lucha solitaria y desalentadora contra los estrictos controles impuestos a la prensa.

Decir que los medios fueron utilizados en la guerra es incorrecto. Los medios querían ser utilizados. Se veían a sí mismos como parte del esfuerzo bélico. 

La mayoría de los reporteros enviados a cubrir una guerra realmente no quieren estar cerca de la línea de fuego, pero no se lo van a decir a sus editores; al contrario, se van a quejar y van a criticar las restricciones a las que están sometidos. Los pocos que de hecho salen al campo mantienen una enemistad acérrima con los guerreros de suite hotelera. Pero aún los que salen son culpables de distorsionar, quizá mucho más. Porque ellos no solo creen en el mito, estimulados como están por la droga de la guerra, sino que se entregan a la causa. Lo pueden hacer con más escepticismo. De hecho denuncian más mentiras y concepciones erradas. Pero creen. Todos creemos. Cuando uno deja de creer también deja de ir a la guerra.

Una vez conocí a un soldado musulmán, padre de familia, que sirvió en el frente de batalla en las afueras de Sarajevo. Su unidad, en uno de los pocos intentos de retomar unas calles controladas por los serbios, penetró las líneas de defensa de estos. No lograron ir muy lejos. La lucha fue dura. Cuando bajaba por una calle oyó que se abría una puerta y disparó una ráfaga de su rifle de asalto, un AK-47. Una niña de 12 años cayó muerta. En el cuerpo de la niña desconocida que yacía frente a él vio la imagen de su propia hija de 12 años. Tuvo un colapso físico y emocional. Le tuvieron que ayudar a regresar a la ciudad. Se perdió para el resto de la guerra. Se quedó encerrado en su apartamento, nervioso, huraño y quebrantado. Esta experiencia es más típica del combate que los heroísmos de Rambo con que nos alimentan el gobierno y la industria del entretenimiento. El costo de matar a alguien se vuelve mucho más amargo porque de la guerra queda generalmente una profunda desilusión.

La Guerra Como Cruzada

La desilusión llega más tarde. Pero primero cada generación reacciona ante la guerra con la misma inocencia. Al final cada generación descubre su propia desilusión, generalmente a un costo terrible.

“Todos creíamos que estábamos allá por una razón moral muy elevada, pero de alguna manera nuestro idealismo se perdió, se corrompió nuestro sentido moral y se olvidó el propósito”, escribió Philip Caputo en su libro Rumor de guerra sobre Vietnam.

Una vez más los Estados Unidos se encuentran al borde de la guerra. “Vamos adelante, a defender la libertad y todo los que es bueno y justo en el mundo”, nos asegura el presidente George W. Bush. Él no economiza palabras para dejarle saber a otros países que en la guerra contra el terrorismo deberán estas con nosotros, de lo contrario los consideraremos aliados de los que nos han retado. Esta también es una cruzada.

Pero la guerra contra el terrorismo es diferente. En ella los estadounidenses nos encontramos en la peligrosa posición de ir a la guerra contra un fantasma, no contra un estado. La cruzada en la que nos hemos embarcado -la guerra contra el terrorismo- tiene por blanco un enemigo escurridizo y mudable. La batalla que hemos empezado no tiene fin. Es posible que ya sea demasiado tarde para echarle reversa a la retórica embriagante. Nos hemos embarcado en una campaña tan quijotesca como la de quienes nos quieren destruir. A medida que continúa, a medida que los ataques terroristas interfieren con nuestras vidas, a medida que nos sentimos menos y menos seguros, nos arriesgaremos a aceptar formas de combatir a los enemigos reales e imaginarios que terminarán por distorsionar y deformar nuestra democracia.

Sin embargo, los atractivos de la guerra parecen irresistibles: hace el mundo entendible, nos da un escenario en que ellos y nosotros estamos en blanco y negro, suspende la capacidad de pensar, bloquea en especial el pensamiento auto-critico. Todos nos doblegamos ante el esfuerzo supremo. Somos uno. La mayoría de nosotros acepta la guerra mientras la podamos integrar en nuestro sistema de creencias, mientras podamos justificar el sufrimiento que cause como necesario para un bien más alto. Los seres humanos no solo buscamos felicidad sino también un sentido de la vida y de las cosas. Y trágicamente, la guerra es a veces la manera más poderosa que tiene la sociedad humana para encontrar ese sentido.

Tomado de la revista Amnesty International Now, edición del invierno del 2002.

Traducción de Luis Mejía
10 de diciembre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com

1 comment:

  1. The horrible Shining Path in Peru

    : “Mistaken ideas always end in bloodshed. But it is always someone else’s blood.”

    https://harpers.org/archive/2019/07/a-jagged-scrap-of-history-shining-path-peru/

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