Presentación
Las elites del tercer mundo han
mostrado una tendencia, a veces tolerada y a veces alentada por las elites de
los Estados Unidos, a usar la violencia de estado para neutralizar los
movimientos sociales de rechazo a las disparidades de fortuna y oportunidad que
resultan de los modelos de desarrollo económico implementados en sus países.
La violencia de estado, unas
veces abierta -a cargo de las fuerzas armadas y de policía- y otras encubierta -encomendada
a escuadrones de la muerte y milicias paramilitares-, debilita los grupos de
oposición legítima, cierra los canales pacíficos de protesta, estimula la
radicalización de los grupos privados de espacio político institucional y
desemboca en conflictos armados asimétricos, de baja intensidad y de difícil
resolución.
Eventualmente estos conflictos
degeneran en acciones terroristas y actos de violencia indiscriminados que los
actores de estos conflictos -tanto oficiales como rebeldes- usan para forzar a
la población no combatiente a tomar partido. Eventualmente la población se
cansa de la zozobra que genera el conflicto. Con frecuencia la mayoría de la
población, por razones de inercia social que escapan al entendimiento de los
rebeldes, se inclina a favor de las fuerzas del gobierno. En esta coyuntura
surgen movimientos políticos que abogan por una intensificación de la acción
armada oficial. Son los guerreros de curul, otomana y sedán blindado que
reciben indudable apoyo popular y encuentran aliados dentro de la elite
interesada en las ganancias financieras que deja la guerra. En esta situación
para ninguno de los actores del conflicto tiene importancia el bienestar de la
población afectada negativamente, sean soldados rasos, sean civiles cogidos en
el fuego cruzado.
El artículo que a continuación
pongo frente a mis lectores es el testimonio de Chris Hedges, un corresponsal
de prensa que ha cubierto Centroamérica, el Medio Oriente y el África, teatros
de serios conflictos armados.
Escrito en el 2002, en vísperas de la llamada Segunda
Guerra de Irak, describe la guerra desde el punto de vista del individuo que
está presente en el campo de batalla, en medio de la balacera, las explosiones,
el impacto de los proyectiles en los cuerpos, y nos lleva al interior de ese
individuo para compartir con nosotros el efecto que esa experiencia de peligro
inmediato y muerte inescapable tiene en su concepción de la vida, en su sentido
moral, en su equilibrio emocional, todo lo que el remoto entusiasta de la
guerra no ve. Su descripción de la euforia, la angustia y la desilusión del
combatiente es algo que falta en los comunicados de prensa de ejércitos
regulares e irregulares y en las opiniones y discursos de los simpatizantes de
la guerra que se quedan en sus casas y oficinas. Igualmente debemos considerar
su advertencia de que la guerra puede volverse tentadora pues da a los
combatientes un sentido de propósito y dirección en sus vidas y a los medios y
propagandistas una narrativa llena de emociones patrióticas.
Esta es una lectura que
recomiendo a los pacifistas para reforzar su compromiso y a los guerreros que
no se arriesgan a tomar las armas para que piensen en los que sí van a ir al
campo de batalla. Por cierto, hay momentos en la historia cuando los pueblos
tienen que acudir a las armas para defender su identidad e integridad sin mucho
tiempo para pensar las consecuencias de su acción. Pero en la mayoría de los
conflictos internos de un pueblo siempre hay tiempo para que los jefes de todos
los bandos y sus simpatizantes piensen: 1. ¿Qué intereses están en juego?, 2.
¿Quiénes se benefician más de la defensa de esos intereses?, 3. ¿Cuánto va a costar esta guerra?, 4. ¿Quién la va a
pagar?, 5. ¿Cuántos combatientes serán necesarios, cuántos de ellos quedarán
mutilados o traumatizados de por vida y cuántos muertos en el campo de batalla,
6. ¿Qué sectores de la sociedad van a poner esos muertos?, y 7. ¿Qué derecho
tienen los simpatizantes de la guerra a esperar que los combatientes asuman por
ellos los peligros del campo de batalla?
LA GUERRA, VIOLENCIA QUE NOS DA UNA RAZÓN DE SER
Por ChrisHedges
La Guerra Como Experiencia Personal
La guerra y el
conflicto han acompañado la mayor parte de mi vida adulta. Fui emboscado varias
veces en las solitarias carreteras de América Central, estuve en medio de una
balacera terrible en los pantanales del sur de Irak y preso en el Sudán, me vi bajo
el fuego de los Mig-21 rusos en el centro de Bosnia, he sido aporreado por la
policía militar saudita, deportado de Libia y de Irán y capturado por la
Guardia Republicana Iraquí que me tuvo preso por una semana, fui blanco de
francotiradores serbios, y en Sarajevo, bajo el fuego ensordecedor de la
artillería, estuve expuesto a una lluvia mortal de esquirlas de hierro. He
visto demasiada muerte violenta. He sentido muchas veces el sabor de mi propio
miedo. Guardo muchas memorias dolorosas que están dormidas la mayor parte del
tiempo. Nunca es una experiencia fácil cuando despiertan.
Y con todo eso
hay una parte de mí que siente nostalgia por la simplicidad y euforia de la
guerra. A pesar de que nos trae destrucción y carnicería, la guerra nos da algo
a lo que todos aspiramos en la vida y que le da una atracción perenne. La
guerra nos da un propósito, un sentido, una razón para vivir. En medio suyo se hacen más obvios el vacío y
la pobreza de nuestras vidas. Lo trivial satura nuestras conversaciones y, cada
vez con mayor efecto, las noticias. La guerra es un elixir atractivo. Nos
vuelve decididos, nos da una causa. Nos da la oportunidad de ser nobles. Cuanto
menos sentido tiene la vida que uno lleva -como les pasa a los refugiados
pobres de Gaza, a los inmigrantes norafricanos segregados en Francia y aún a
las legiones de jóvenes que viven en la espléndida indolencia y seguridad del
mundo industrializado- tanto más vulnerable es a los atractivos de la guerra.
La Guerra Como Cultura
Muy pronto
comprendí que la guerra crea su propia cultura. Sentirse parte del tropel de la
batalla se convierte en una adicción poderosa y con frecuencia letal. La guerra
es una droga. Yo la he consumido por muchos años. Es promovida por los
hacedores de mitos –historiadores, corresponsales de guerra, cineastas,
novelistas y el gobierno- que la describen con cualidades que con frecuencia
tiene: excitación, exotismo, poder, oportunidades para superar el pequeño lugar
que ocupamos en nuestras vidas. Es un universo extraño y fantástico, de una
belleza obscura y absurda. Toma control de la cultura, distorsiona la memoria,
corrompe el lenguaje y contamina todo lo que toca, aún el humor. Bajo su
influencia el humor se dedica a explorar las perversiones macabras de la
impudicia y la muerte.
Cuando vemos
que en la guerra las personas alrededor nuestro caen bajo, muy bajo, nos vemos
obligados a hacernos la pregunta elemental de cuál es el sentido de nuestra
presencia en el planeta, o si esa presencia tiene algún sentido. La guerra
destapa la capacidad para el mal que se agazapa bajo la piel en todos nosotros.
En tiempo de
guerra se necesita muy poco para convertir en homicidas a personas comunes y
corrientes. La mayoría de la gente se abandona a la seducción del poder
ilimitado para destruir y ninguno escapa a la presión de grupo. Pocos tienen la
capacidad de resistir.
El historiador
Christopher Browning habló de la disposición de ánimo favorable a matar en su
estudio El Hombre Común y Corriente,
sobre el Batallón Policial de Reserva 101 destacado en Polonia durante la
Segunda Guerra Mundial. En la mañana del 12 de julio de 1942 el batallón
recibió órdenes de matar a 1800 judíos en el curso del día en la aldea de
Josefow. Los miembros de la unidad
tenían que buscar a los judíos, llevarlos al monte y ordenarles que se echaran
al suelo en una fila. A las víctimas, que incluían mujeres, bebés, niños y
ancianos, les disparaban a quemarropa.
Aunque los
miembros del batallón tenían la opción de rehusarse, solo alrededor de una
docena lo hicieron; otros, pocos, pidieron que se les relevara después de que
empezó la masacre. Los que no quisieron continuar, dice Browning, se sintieron
asqueados pero no acosados por su conciencia. Cuando el batallón regresó al
cuartel los hombres “se sentían deprimidos, enojados, amargados e inquietos”.
Tomaron mucho. Recibieron órdenes de no hablar del asunto “pero no necesitaban
que los motivaran en esa dirección”.
La Guerra Como Mito
Los conflictos
estadounidenses más recientes han aislado a la población y a las tropas tanto
del asco como de los remordimientos de conciencia. La Guerra del Golfo –librada
como fue por bombarderos que volaban a gran altura sobre el campo de batalla y
cubierta por periodistas cuidadosamente controlados- hizo que la guerra se
pusiera de moda otra vez. Fue una empresa que la nación aceptó gustosa. Con
ella exorcizaba los fantasmas de Vietnam. Nos daba héroes y una fe tóxica en
nuestra superioridad militar y tecnológica. Casi que hacía la guerra
entretenida. Y, como en muchos otros conflictos, el principal responsable no
fue el estamento militar sino los medios.
Los reporteros
de televisión difundían felices, en dosis constantes, las imágenes preparadas
para respaldar el trabajo de propaganda de los militares y el gobierno. Esas
imágenes reflejaban en muy pequeña medida la realidad de la guerra. Los grupos
de periodistas favorecidos por el ejército volvieron a escribir sobre “nuestros
muchachos” y sus raciones militares, su
entrenamiento para ataques con armas químicas y sus baños con baldados de agua
en el desierto. Era la guerra como espectáculo, o mejor, para ser honestos,
como entretenimiento. Las imágenes y las historias estaban diseñadas para que
nos sintiéramos bien como nación y con nosotros mismos. Las familias y los
soldados despedazados en la frontera de Irak por las esquirlas de hierro de las
bombas de fragmentación eran meros fantasmas sin rostro y sin nombre.
Cuando fui a
cubrir la Guerra del Golfo Pérsico llegué a Dharan, Arabia Saudita, en un avión
de transporte C-130 del ejército. Apenas desembarcado me llevaron bajo escolta
a un recinto donde había varias docenas de reporteros y fotógrafos. Me
informaron que debía firmar un papel en el que decía que me comprometía a
obedecer las serias limitaciones impuestas a los medios. Las restricciones
autorizaban a los militares a escoltar a los reporteros, movilizados en grupos,
durante sus salidas de campo. Un grupo de
periodistas se encargaba de escribir reportes y preparar videos y fotos para
uso de sus colegas. La mayoría se quedaban en sus cuartos de hotel reciclando
el material inane que recibían. Yo violé el acuerdo la mañana siguiente cuando
me fui al campo sin autorización. El resto de la guerra, que pasé en su mayor
parte haciéndole el quite a la Policía Militar y tratando de insertarme en
medio de la tropa, fue una lucha solitaria y desalentadora contra los estrictos
controles impuestos a la prensa.
Decir que los
medios fueron utilizados en la guerra es incorrecto. Los medios querían ser
utilizados. Se veían a sí mismos como parte del esfuerzo bélico.
La mayoría de
los reporteros enviados a cubrir una guerra realmente no quieren estar cerca de
la línea de fuego, pero no se lo van a decir a sus editores; al contrario, se
van a quejar y van a criticar las restricciones a las que están sometidos. Los
pocos que de hecho salen al campo mantienen una enemistad acérrima con los
guerreros de suite hotelera. Pero aún los que salen son culpables de
distorsionar, quizá mucho más. Porque ellos no solo creen en el mito, estimulados
como están por la droga de la guerra, sino que se entregan a la causa. Lo
pueden hacer con más escepticismo. De hecho denuncian más mentiras y concepciones
erradas. Pero creen. Todos creemos. Cuando uno deja de creer también deja de ir
a la guerra.
Una vez conocí
a un soldado musulmán, padre de familia, que sirvió en el frente de batalla en
las afueras de Sarajevo. Su unidad, en uno de los pocos intentos de retomar
unas calles controladas por los serbios, penetró las líneas de defensa de estos.
No lograron ir muy lejos. La lucha fue dura. Cuando bajaba por una calle oyó
que se abría una puerta y disparó una ráfaga de su rifle de asalto, un AK-47.
Una niña de 12 años cayó muerta. En el cuerpo de la niña desconocida que yacía
frente a él vio la imagen de su propia hija de 12 años. Tuvo un colapso físico
y emocional. Le tuvieron que ayudar a regresar a la ciudad. Se perdió para el
resto de la guerra. Se quedó encerrado en su apartamento, nervioso, huraño y
quebrantado. Esta experiencia es más típica del combate que los heroísmos de
Rambo con que nos alimentan el gobierno y la industria del entretenimiento. El
costo de matar a alguien se vuelve mucho más amargo porque de la guerra queda
generalmente una profunda desilusión.
La Guerra Como Cruzada
La desilusión
llega más tarde. Pero primero cada generación reacciona ante la guerra con la
misma inocencia. Al final cada generación descubre su propia desilusión,
generalmente a un costo terrible.
“Todos creíamos
que estábamos allá por una razón moral muy elevada, pero de alguna manera
nuestro idealismo se perdió, se corrompió nuestro sentido moral y se olvidó el
propósito”, escribió Philip Caputo en su libro Rumor de guerra sobre Vietnam.
Una vez más los
Estados Unidos se encuentran al borde de la guerra. “Vamos adelante, a defender
la libertad y todo los que es bueno y justo en el mundo”, nos asegura el
presidente George W. Bush. Él no economiza palabras para dejarle saber a otros
países que en la guerra contra el terrorismo deberán estas con nosotros, de lo
contrario los consideraremos aliados de los que nos han retado. Esta también es
una cruzada.
Pero la guerra
contra el terrorismo es diferente. En ella los estadounidenses nos encontramos
en la peligrosa posición de ir a la guerra contra un fantasma, no contra un
estado. La cruzada en la que nos hemos embarcado -la guerra contra el
terrorismo- tiene por blanco un enemigo escurridizo y mudable. La batalla que
hemos empezado no tiene fin. Es posible que ya sea demasiado tarde para echarle
reversa a la retórica embriagante. Nos hemos embarcado en una campaña tan
quijotesca como la de quienes nos quieren destruir. A medida que continúa, a
medida que los ataques terroristas interfieren con nuestras vidas, a medida que
nos sentimos menos y menos seguros, nos arriesgaremos a aceptar formas de
combatir a los enemigos reales e imaginarios que terminarán por distorsionar y
deformar nuestra democracia.
Sin embargo,
los atractivos de la guerra parecen irresistibles: hace el mundo entendible,
nos da un escenario en que ellos y nosotros estamos en blanco y negro, suspende
la capacidad de pensar, bloquea en especial el pensamiento auto-critico. Todos
nos doblegamos ante el esfuerzo supremo. Somos uno. La mayoría de nosotros
acepta la guerra mientras la podamos integrar en nuestro sistema de creencias,
mientras podamos justificar el sufrimiento que cause como necesario para un
bien más alto. Los seres humanos no solo buscamos felicidad sino también un
sentido de la vida y de las cosas. Y trágicamente, la guerra es a veces la
manera más poderosa que tiene la sociedad humana para encontrar ese sentido.
Tomado de la
revista Amnesty International Now,
edición del invierno del 2002.
Traducción de Luis Mejía
10 de diciembre del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
The horrible Shining Path in Peru
ReplyDelete: “Mistaken ideas always end in bloodshed. But it is always someone else’s blood.”
https://harpers.org/archive/2019/07/a-jagged-scrap-of-history-shining-path-peru/