Una versión corta de este artículo ha sido publicada por la revista
colombiana Razón Pública en su edición del 6 de julio del 2015.
La masacre
El miércoles 17
de junio, en Charleston, estado de Carolina del Sur, a las ocho de la noche, un
hombre blanco de 21 años entró a la Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel
cuando miembros de la congregación estudiaban la Biblia. Recibido como huésped,
durante casi una hora participó en la discusión. De súbito se paró, sacó un
revólver de su riñonera y empezó a disparar a quemarropa. Esa noche Dylann Roof
mató a seis mujeres y tres hombres, todos negros. No los conocía. Sus víctimas
fueron el pastor principal, también senador estatal, tres pastores invitados,
una bibliotecaria, un consejero universitario, un estudiante universitario
acabado de graduar, dos ancianas jubiladas. Dejó viva a una persona para que
sirviera de testigo y contara lo que había pasado.
La motivación
Al dispararle a
una de las víctimas le dijo: “Tengo que hacerlo. Ustedes violan a nuestras
mujeres y se están apoderando de nuestro país. Tienen que morir”.
Roof se
identificaba con los temas y la parafernalia de los estados confederados de la
Guerra Civil Estadounidense, en su chaqueta lucia parches con las banderas de
dominio blanco de Sudáfrica y Rodesia, afirmaba que los negros estaban
controlando el país. Dijo a los investigadores oficiales que lo arrestaron que con
la masacre quería empezar una guerra racial.
Su racismo se
expresa dentro de difíciles circunstancias personales. Hijo de una familia
inestable, abusador de drogas, ni trabaja ni va a la universidad, sin talentos
artísticos o laborales conocidos, arrestado dos veces por infracciones menores,
sin perspectivas sólidas de un futuro en que sea persona útil, no parece
razonable esperar que maneje sus frustraciones personales y sus ansiedades
presentes de manera madura y creativa. Cometió la masacre porque el racismo
suyo y de su entorno le permitió canalizar sus desajustes emocionales -si los
había- hacia el odio de los negros.
El simbolismo
Esta masacre
ocurre en medio de circunstancias de intenso simbolismo. Charleston fue el principal
puerto de entrada de esclavos en los Estados Unidos y tuvo periodos en los que
la mayoría de su población era negra. En Carolina del Sur comenzó la Guerra
Civil Estadounidense, librada por los rebeldes para defender su derecho a tener
esclavos. Fue el primer estado en separarse de la Unión; en su territorio
ocurrió el primer enfrentamiento armado.
La Iglesia
Metodista Episcopal Africana Emanuel ha jugado un papel de liderazgo en la
lucha por la libertad, la dignidad y los derechos civiles de los negros. En su
recinto se celebraron servicios religiosos clandestinos cuando en 1835 la ley le
prohibió a los negros reunirse para el culto sin supervisión de delegados
blancos. Miembros de su congregación organizaron en 1822 una revuelta de
esclavos que fue develada por las autoridades; 35 conjurados fueron ejecutados
y el templo fue incendiado por una turba
blanca. En la década de 1960 participó
en el movimiento de protesta liderado por Martin Luther King Jr.
El pastor asesinado
hace dos semanas, Clementa Pinckney, fue un líder de la lucha por los derechos
civiles. Fue miembro de la legislatura estatal desde los 18 años en
representación de uno de los distritos más pobres del país. Recientemente había
organizado la protesta contra la muerte de un negro de un pueblo vecino a quien
la policía disparó por la espalda.
Herencia de la Guerra Civil
Hay varios
temas tabú en discusiones públicas de los estadounidenses; la masacre de
Charleston puso dos en evidencia: los motivos personales de quienes
participaron en la Guerra Civil y las relaciones interraciales.
En 1861 los
Estados Unidos se dividieron entre la Unión, o el Norte, y los Estados
Confederados de América, o el Sur. La secesión de los sureños y la guerra que
siguió tuvo causas económicas y sociales; sin embargo, desde el punto de vista
cultural e ideológico lo que importa es la razón que movió a la gente a
participar en ella, a matar y morir, a jugársela para dividir la república de
una manera permanente. Y es importante porque esa motivación sobrevive
agazapada en el culto de la Confederación, sus capitanes, sus campos de batalla
y sus símbolos. Es la misma motivación que hizo explicita el asesino de
Charleston.
Explicando la
constitución de la Confederación su vicepresidente, Alexander Stephens, dijo:
“La piedra ciliar sobre la que descansa [nuestro gobierno] es la gran verdad de
que el negro no es igual al hombre blanco, que la esclavitud -subordinación a
la raza superior- es su condición normal y natural”.
El estado de
Misisipi dijo en su declaración de secesión: “Nuestra posición se identifica
totalmente con la institución de la esclavitud”.
Paul Thurmond,
senador estatal actual de Carolina del Sur, hijo de un líder racista que sirvió
por muchos años en el Senado federal, dijo: “… nunca entenderé como hubo gente
que participara en una guerra civil para, entre otras razones, continuar
practicando la esclavitud. Nuestros antepasados pelearon, literalmente, para
seguir teniendo a otros seres humanos como esclavos… Yo no estoy orgulloso de
esa herencia. Esa costumbre era inhumana y perversa, tres veces perversa”.
Tiene razón. La guerra para perpetuar la
esclavitud dejó 620.000 soldados muertos. Entre ellos muchos de la elite
sureña que se batieron con valor en defensa de sus intereses y convicciones.
Racismo que rehúsa morir
Después de la
guerra el Partido Republicano, al cual perteneció el presidente Lincoln, usó
sus mayorías en el congreso federal para aprobar la legislación de la
Reconstrucción, que creaba mecanismos para consolidar la libertad política y
económica de la población negra. Pero en 1877 los republicanos temían perder la
presidencia; para asegurar la elección de Rutherford Hayes firmaron el
Compromiso de ese año con los demócratas del sur.
En cumplimiento del
Compromiso de 1877 las tropas federales fueron retiradas de los estados del sur
y –extraoficialmente- se dio fin a la Reconstrucción. Las legislaturas locales,
controladas por los blancos, expidieron leyes de separación de las razas en
escuelas, parques, restaurantes, teatros, transporte público, y eliminaron el
derecho de los negros a votar. Estas regulaciones se han conocido como las Jim
Crow Laws. Simultáneamente las autoridades toleraron una cultura de justicia
popular que permitía el linchamiento extrajudicial de negros. Se sobreentiende
la referencia a estas cosas cuando se habla de los derechos de los estados.
Esa legislación
era justificada por la inferioridad moral de los negros, su concupiscencia
desbordada que los hacía propensos a violar mujeres blancas y su temperamento
violento hacia los blancos. Aunque invalidada por la realidad esta manera de
ver a los negros persiste en sectores de la población blanca -y algunos
hispanos que quieren pasar por blancos- de la antigua Confederación y en otras
regiones de los Estados Unidos. La “estrategia sureña” para ganar elecciones,
que inventó el presidente Richard Nixon y perfeccionó el presidente Ronald Reagan, la explota sutilmente y marca una
ruptura completa con el legado antiesclavista y progresista del Partido
Republicano que gobernó a la Unión durante la Guerra Civil. La supervivencia
del KKK y la existencia de numerosos grupos nativistas y de supremacistas
blancos se alimentan de ella. A su amparo numerosas obras públicas han sido
nombradas en honor de oficiales confederados.
Las banderas de
la Confederación, incluyendo el estandarte usado en batalla por el ejército
Confederado, han sido izadas en capitolios y gobernaciones estatales así como
en otros monumentos públicos del sur. La presencia de este símbolo debe
entenderse en sus propias dimensiones. La Confederación fue derrotada, sus
líderes civiles y militares aceptaron la derrota y los segundos firmaron las
actas de rendimiento, su territorio fue ocupado por el ejército federal hasta
cuando se dio cumplimiento al Compromiso de 1877. La Proclama de Emancipación
expedida por Lincoln en enero de 1863 como un decreto presidencial se aplicó a
todos los territorios de la federación a partir de la derrota del sur en junio
de 1865 y se reforzó en diciembre del
mismo año con la ratificación por todos los estados de la decimotercera reforma
constitucional que prohibía la esclavitud.
Los honores a
la bandera del ejército Confederado son un acto simbólico de quienes se niegan
a aceptar su derrota y llevan un mensaje implícito a la población de que la
rebelión y las ideas que inspiraron a
los secesionistas -dominación blanca y explotación económica de los negros-
siguen siendo válidas para la elite política que la hace ondear en monumentos
públicos. Grupos numerosos de ciudadanos aprueban y votan por esa elite.
La masacre de
Charleston ha generado un movimiento popular de rechazo a los símbolos de la
Confederación. Las minorías racistas se resisten a aceptar que la mayoría de
sus conciudadanos se mueve en la dirección contraria y está dispuesta aunque
sea hipotéticamente a considerar una sociedad con igualdad racial, igualdad
ante la ley e igualdad de oportunidades. En la semana del 6 de julio los líderes
republicanos del congreso federal intentaron pasar escondida en una ley de
asignaciones fiscales una garantía de protección de la bandera Confederada en
los cementerios nacionales. Lo hicieron a pedido de congresistas del sur. ¡La
vigencia de la “estrategia sureña”! Congresistas demócratas frustraron esa
iniciativa.
La derrota en el campo de batalla no acabó con una manera de pensar…
La masacre de
Charleston fue un acto de terrorismo doméstico inspirado por el odio a los
negros. La reacción inicial de voceros republicanos y comentaristas de derecha
fue -como es su costumbre- reducirla a un acto demencial cometido por un
individuo aislado. Aplicaron la “estrategia sureña”.
El KKK fue uno
de los vehículos de supremacía de los blancos sureños después de la
Reconstrucción. Sus víctimas iniciales fueron los negros, los católicos y los
judíos, todos ellos considerados una amenaza a esa supremacía. Hoy en día las
víctimas del rechazo racial son también los hispanos, como se echa de ver en la
aceptación que entre ciertos grupos han tenido los comentarios extremadamente
despectivos de Donald Trump, candidato presidencial republicano, sobre los
mexicanos inmigrantes, a quienes describió como narcotraficantes, criminales
violentos, violadores y usurpadores de los empleos y salarios propios de los
estadounidenses. Ampliando su discurso ha dicho que América Latina, el Medio Oriente
y el resto del mundo no están enviando buena gente a los Estados Unidos. Su
discurso repite temas que tienen eco en parte de la población blanca: los
inmigrantes, como los negros, son un peligro para la sociedad.
Recientemente algunos
activistas republicanos han tratado de crear un movimiento de rechazo a las
llamadas “ciudades santuario”. Inspiradas en el ferrocarril clandestino que
protegía a los esclavos escapados del sur, las ciudades santuario practican una
política de negligencia con respecto a la persecución y deportación de
inmigrantes indocumentados considerando que estas actividades son del exclusivo
resorte de las autoridades federales. En ellas los inmigrantes encuentran un
cierto nivel de protección contra el acoso de los agentes del departamento de inmigración
y contra el robo de salarios por parte de las empresas donde trabajan así como
acceso a la educación pública y a algunos servicios de salud.
Las críticas a
las ciudades santuario como, en general, las críticas a cualquier debilidad de las
autoridades en perseguir a los inmigrantes indocumentados contrasta con la
práctica común de las cámaras legislativas del sur de manipular los linderos de
los distritos electorales para negar a los negros el derecho a elegir y ser
elegidos que les reconocen la Constitución y la legislación federal. Ambas cosas se inspiran en una mentalidad de predominio
blanco que sobrevivió a la derrota de la Confederación en 1865.
La libertad de cargar armas
El asesino usó
un revólver calibre .45, regalo de cumpleaños de su padre. Un sector de la
opinión pública y un grupo de empresarios productores y vendedores de armas de
fuego han creado una cultura de amor y tolerancia a las armas que hace normal
este tipo de regalos para una persona a todas luces incapacitada para
manejarlas responsablemente.
La segunda
reforma constitucional dice: “Siendo necesaria una milicia bien regulada para
la seguridad de un estado libre no se limitará el derecho del pueblo para tener
y conservar armas”.
Propaganda bien
manejada ha hecho aceptable para sectores de opinión y liderazgo político la idea
de que la Constitución garantiza el
derecho del individuo para adquirir y portar armas de todo tipo.
Se estima que
para el 2009 había 310 millones de armas de fuego en manos privadas, incluyendo
revólveres, pistolas, escopetas, rifles y otras armas que en Colombia y otros
países latinoamericanos, por ejemplo, son de uso privativo de las Fuerzas
Armadas. El total de muertes, entre homicidios y suicidios, causadas por estas
armas ha pasado de 28.874 en 1999 a 33.636 en el 2013. La mayoría de las
víctimas –y victimarios- de los homicidios entre 1980 y 2008 fueron hombres
jóvenes negros.
El liderazgo presidencial en la tragedia
La oración fúnebre
del presidente Obama en honor del pastor Pinckney tocó puntos muy sensibles en
la psicología estadounidense. El presidente -quien, para los racistas, prueba
que los negros se están tomando el país y que ha sido objeto de repudio
fanático por parte de ellos- denunció clara y valientemente el racismo que
impregna áreas de la vida nacional, la libertad de adquisición y porte de armas
y los rezagos de la Guerra Civil que sobreviven de múltiples maneras.
Echando
mano, de manera inesperada, del lenguaje bíblico común a las congregaciones
negras, a los blancos sureños y a algunos voceros del partido republicano,
presentó esta masacre como un evento que da oportunidad a la gracia de Dios de
descender sobre los estadounidenses y los compromete a luchar contra el
racismo, la discriminación, la pobreza y la desconfianza mutua.
Pero hay algo
específicamente “negro” en este discurso que mi amigo periodista y profesor
universitario Jon Beaupre describe así: “Aprovechó el formato de la iglesia
negra sureña para darle cuerpo a su mensaje. Esta fue una decisión
estratégicamente brillante. Declaró su pertenencia y su presencia en esa
comunidad usando sus ritmos y formas, sus figuras literarias y la estructura de
sus discursos. Aunque le estaba hablando de manera directa a la congregación
afro-americana que tenía en frente suyo, era consciente de que el mundo entero
estaba mirando y, quizá lo más importante, escuchando”.
Desdeñando el
evangelio del enriquecimiento personal que se ha vuelto popular en la última
generación, el presidente hizo una defensa de la solidaridad social.
Reconociendo la crisis del sistema judicial y del cuerpo policial invitó a
reformarlos como un deber moral. Aceptando que sus posiciones laicas,
humanistas, no confesionales, tienen poco calado en sectores del país, el
presidente adoptó el lenguaje de sus enemigos y críticos y lo tornó contra
ellos para retarlos a vivir conforme a los principios de la fe cristiana que
dicen profesar.
Hizo énfasis en
dos temas que desarrolló con una perspectiva
ética cristiana: la Guerra Civil, librada por los rebeldes sureños en defensa
de una causa injusta que el país no puede, en consciencia, honrar; y la
violencia de las armas de fuego que
destruye innumerables vidas. Dijo que arriar la bandera de la Confederación en
los edificios donde ondea no sería un insulto al valor de los soldados que la
defendieron sino un reconocimiento de que murieron por una causa equivocada, la
de la esclavitud. Hizo un llamado a revisar los sesgos del mercado de trabajo,
del sistema de justicia, de la educación, que bloquean el desarrollo de la
población negra. Y repitió su convicción de que es necesario regular
efectivamente el mercado de armas de fuego. Y como es ya regular en este tipo
de tragedias, insistió en la solidaridad social, el perdón y la autocrítica
como virtudes necesarias para la convivencia y la prosperidad colectiva. [El
lector encontrará una versión castellana del discurso presidencial si pulsa
aquí].
Final con moraleja
La masacre de
Charleston ha coincidido con la publicación de pruebas de que las agencias de
espionaje torturaron a prisioneros de guerra en Irak y Afganistán documentos
que prueban el uso de tortura en prisioneros de guerra por parte de las
agencias de espionaje durante las guerras de Afganistán e Irak y con la
denuncia de profesionales de la salud que participaron en el diseño de técnicas
más eficientes para administrar dicha tortura.
Estos hechos
han obligado al pueblo estadounidense a cuestionarse los rezagos de racismo que
han sobrevivido a los cambios culturales, económicos y sociales ocurridos en el
último siglo en el país y en el mundo. ¿Es posible aceptar la existencia de poblaciones
cuyas vidas, dignidad e integridad física y psicológica no estén amparadas por
la Constitución, el derecho internacional y la condición humana? ¿Es posible
considerar como inferiores a algunas poblaciones? ¿Es posible que esas
poblaciones se definan por sus diferencias de raza, etnicidad y cultura con
respecto a la población blanca estadounidense?
La reflexión
que se ha dado sobre estos temas así como el discurso de los políticos que
toman posiciones con miras a las elecciones presidenciales del 2016 muestran
una sociedad en conflicto con respecto a la validez universal de los derechos
humanos, las garantías individuales, la igualdad de la condición humana. Una minoría
blanca beligerante quiere mantener privilegios de su raza.
Lo que es muy valioso
es el hecho de que haya una discusión. El presidente Obama dice que hay gentes
de buena voluntad en todos los ámbitos de la vida nacional que luchan por
lograr una unión social más perfecta. Por el momento parece que el país se
mueve –lenta y no unánimemente- en esa dirección. Será una lucha ardua y con
muchos contratiempos.
Los
estadounidenses son pioneros en la discusión del papel de la raza en su sociedad.
La energía y la seriedad que le ponen a esa discusión podrían inspirar a otros países
cuyos serios problemas interraciales o interétnicos apenas sí registran en la
conciencia nacional.
Luis Mejía
26 de enero del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
Racismo en Colombia:
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Myths and fallacies in defense of slavery:
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Eli Zaretsky - The Case against Obama
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