Monday, July 13, 2015

LA MASACRE DE CHARLESTON: EL PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS HONRA A LAS VÍCTIMAS




El siguiente es el texto de la oración fúnebre pronunciada por el presidente de los Estados Unidos Barak Obama en honor del Reverendo Clementa Pinckney y de sus compañeros en la iglesia Emanuel asesinados en la masacre de Charleston, Carolina del Sur, el 17 de junio del 2015. [Un video de la intervención presidencial se encuentra al pulsar aquí]

ORACIÓN FÚNEBRE EN HONOR  DEL REV. CLEMENTA PINCKNEY

Por Barak Obama, presidente de los Estados Unidos

26 de junio del 2015 

College of Charleston
Charleston, Carolina del Sur
 
Todo honor y gloria a Dios.

La Biblia nos da un mensaje de esperanza. Nos llama a perseverar y tener fe en lo que no vemos.

Las Sagradas Escrituras nos dicen: “En la fe murieron todos ellos, sin haber  conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra”.[i]

Nos hemos reunido aquí hoy para recordar a un hombre de Dios que vivía en la fe. Un hombre que creía en lo que no había visto. Un hombre que creía en días mejores que estaban por llegar. Un hombre dedicado a servir, que perseveraba a sabiendas de que no recibiría todas las cosas que le fueron prometidas. Creía que su trabajo sentaría las bases de una vida mejor para los que vinieran después. Para Jennifer, su amada esposa, para Eliana y Malana, sus hijas maravillosas y bellas, para la familia de la Madre Emanuel[ii], para el pueblo de Charleston y el pueblo de Carolina del Sur. 


No puedo decir que tuve la buena fortuna de tratar de cerca al Reverendo Pinckney.  Pero sí tuve el placer de conocerlo y reunirme con él aquí, en Carolina del Sur, cuando todavía éramos algo más jóvenes.  Cuando todavía no se me veían las canas. Lo primero que me llamó la atención fue su cortesía, su sonrisa, su voz grave que inspiraba confianza, su engañoso sentido del humor. Estas cualidades le permitían llevar sin aparente esfuerzo una pesada carga de expectativas.

Sus amigos decían esta semana que desde temprana edad lo vieron como alguien especial, que cuando Clementa Pinckney entraba a un recinto era como si entrara el futuro. Ungido. Descendía de una estirpe de creyentes, una familia de predicadores que divulgaba la palabra de Dios, una familia de rebeldes que sembraba las semillas del cambio para ampliar los derechos de votación y acabar con la segregación en el Sur. Clem oyó sus palabras y obedeció sus enseñanzas.

Subió al púlpito a los 13 años, fue pastor a los 18 y servidor público a los 23. No tuvo la arrogancia ni las inseguridades de la juventud; llevó una vida ejemplar; fue prudente en sus palabras, su conducta, su amor, su fe y su pureza.

Como senador representaba parte del territorio del Lowcountry, una de las regiones más abandonadas de los Estados Unidos. Un lugar devastado por la pobreza, con escuelas deficientes, donde los niños todavía viven con hambre y los enfermos ser quedan sin tratamiento. Un lugar que necesitaba a alguien como Clem.

Como  miembro del partido minoritario tenía limitadas las oportunidades de conseguir recursos para mejorar la vida de sus electores. Sus recomendaciones para lograr mayor igualdad eran desoídas y sus votos eran con frecuencia solitarios. Pero nunca se declaraba derrotado. Siempre fue leal a sus convicciones. No se dejaba desanimar. Después de un día entero en el capitolio, subía a su carro y se iba a la iglesia en busca de la compañía reparadora de su familia, de su ministerio, de la comunidad que amaba y lo necesitaba. Allí fortalecía su fe y soñaba con el mundo que podría ser.

El Reverendo Pinckney personificaba una manera de hacer política que no era ni mediocre ni baja. Actuaba en silencio, con diligencia y respeto a los demás. Animaba a la gente a salir adelante sin imponerle sus propias ideas. En la compañía de ustedes y consultando sus opiniones daba forma a sus iniciativas. Abundaba en empatía y comprensión, se ponía en los zapatos de otros y veía con ojos ajenos. Por eso no es extraño que uno de sus colegas en el senado lo recordara como “el más gentil de los 46 que éramos, el mejor de todos nosotros”.

Con frecuencia le preguntaban a Clem por qué había decidido ser pastor y servidor público. Pero quienes así le preguntaban probablemente no sabían la historia de la iglesia Metodista Episcopal Africana. Como lo pueden decir nuestros hermanos y hermanas de la congregación, nosotros no hacemos esa distinción. Clem dijo una vez: “Nuestra vocación no se agota dentro de las paredes de nuestra iglesia sino que se extiende a la vida y la comunidad de la que es parte nuestra congregación”.

Él personificaba la idea de que nuestra fe cristiana exige hechos, no solo palabras, que el “dulce momento de la oración” dura toda la semana, que poner nuestra fe en acción va más allá de nuestra salvación individual para convertirse en nuestra salvación colectiva, que dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y darle techo al que no lo tiene no es cosa que se deje a la caridad individual; al contrario, es una obligación de una sociedad justa.

Un hombre de bien, eso era él. A veces pienso que ese es el mejor elogio que uno puede esperar. Al final de los panegíricos, de las listas de honores, grados y ocupaciones, que se diga: fue un hombre de bien.

Uno no tiene que ser persona de alta posición para ser un hombre de bien. Predicador a los 13 años. Pastor a los 18. Servidor público a los 23. Qué vida la de Clementa Pinckney. Qué ejemplo el suyo. Qué modelo para los creyentes. Y perderlo así, a los 41 años, asesinado en el santuario con ocho miembros excepcionales de su rebaño, cada cual haciendo algo diferente con su vida pero todos unidos en el servicio de Dios.

Cynthia Hurd.  Susie Jackson.  Ethel Lance.  DePayne Middleton-Doctor.  Tywanza Sanders.  Daniel L. Simmons.  Sharonda Coleman-Singleton.  Myra Thompson.  Gente de bien. Gente decente. Gente temerosa de Dios. Gente llena de vida y de amor por sus semejantes. Gente que estuvo en la carrera y perseveró[iii]. Gente de mucha fe.

La nación comparte el dolor de las familias de los caídos. Nuestra desazón es mayor porque esto sucedió en una iglesia. La iglesia es y será el centro de la vida afro-americana, un lugar que consideramos nuestro en un mundo con frecuencia hostil, un santuario para escapar tantas dificultades.

Por varios siglos las iglesias negras fueron el “puerto escondido”[iv] donde los esclavos podían participar del culto divino sin peligro, casas de oración donde sus descendientes libres podían reunirse y gritar aleluya, lugares de descanso para los agotados fugitivos del ferrocarril clandestino[v], refugios de los soldados que militaban en las filas del Movimiento por los Derechos Civiles. Ellas han sido, y continúan siendo, centros comunitarios donde nos organizamos para obtener justicia y buscar empleo, lugares de estudio y encuentro, lugares donde los niños son amados, alimentados y preservados de todo daño y donde se les dice que son bellos, inteligentes y valiosos. 

Eso es lo que sucede en el interior de nuestras iglesias. Eso es lo que significa la iglesia negra. Nuestro corazón palpitante. El lugar donde nuestra dignidad como pueblo es inviolable. No hay mejor ejemplo de esta tradición que la iglesia Madre Emanuel, construida por negros que querían ser libres, incendiada porque su fundador quiso terminar el esclavismo, levantada otra vez, como fénix de las cenizas.

Cuando las leyes prohibían las reuniones de negros solos en las iglesias, allí se hacían los servicios contraviniendo leyes injustas. Cuando empezó el movimiento para abolir las leyes Jim Crow[vi] en nombre de la justicia el Dr. Martin Luther King, Jr. predicó desde su púlpito y desde su atrio se iniciaron marchas de protesta. Un lugar sagrado es esta iglesia. No solo para los negros, no solo para los cristianos, sino para todos los estadounidenses que aspiran a que en este país haya derechos humanos y dignidad personal. Una piedra ciliar de la libertad y la justicia para todos. Eso es lo que significa la iglesia.

Nosotros no sabemos si el asesino del Reverendo Pinckney y sus ocho compañeros sabía esta historia. Pero sí intuía el significado de su acto de violencia. Fue un acto que se inspiró en una larga historia de bombas explotadas, incendios provocados y ataques con armas de fuego a las iglesias, que no ocurrían al azar sino como instrumentos de control, para aterrorizar y oprimir. Él esperaba crear temor y recriminaciones, violencia y suspicacia. Él creía que su acción profundizaría las divisiones heredadas del pecado original de nuestra nación.

Ah, pero Dios obra de manera misteriosa. Dios pensaba otra cosa.

Él no sabía que Dios lo estaba usando. Cegado por el odio, el supuesto asesino no podía ver la gracia que rodeaba al Reverendo Pinckney y al grupo de estudios bíblicos, la luz de amor que irradiaba cuando le abrieron las puertas a un extraño y lo invitaron a participar en su círculo de oración. El supuesto asesino nunca hubiera podido anticipar que cuando las familias de los caídos lo vieran en el juzgado lo recibirían con palabras de perdón en medio de su inmenso dolor. Él no podía imaginar eso. 

El supuesto asesino tampoco podía imaginar cómo responderían la ciudad de Charleston, bajo el liderazgo bueno y sabio del alcalde Riley, el estado de Carolina del Sur y los Estados Unidos de América; todos ellos responderían no solo rechazando este acto de maldad sino con una gran generosidad de corazón y, lo más importante, con profunda introspección y autocritica que rara vez se ven en la vida pública.  

Cegado por el odio él no podía comprender algo que el reverendo Pinckney entendía muy bien: el poder de la gracia de Dios.

En la última semana he estado reflexionando sobre la idea de la gracia. La gracia que acompaña a las familias que perdieron seres queridos. La gracia sobre la que predicaba el reverendo Pinckney en sus sermones. La gracia a la que se refiere uno de mis himnos religiosos favoritos, uno que todos conocemos: “Gracia deslumbrante, qué dulce la voz que salvó a un tunante como yo; estuve perdido y ahora he sido encontrado, estaba ciego y ahora veo”.

De acuerdo con la tradición cristiana la gracia no se gana. La gracia no se merece. No es algo a lo que tengamos derecho. Al contrario, la gracia es un don libre y benéfico que recibimos de Dios, manifiesto en la salvación de los pecadores y en las bendiciones que derrama sobre nosotros. La gracia.

Dios nos ha visitado en esta tragedia terrible con su gracia pues nos ha permitido ver cuando estábamos ciegos. Cuando estábamos perdidos él nos ha dado la oportunidad de reencontrarnos con lo mejor de nosotros mismos. Puede que por nuestros rencores y soberbia, nuestra miopía y el temor que nos tenemos unos a otros no nos hayamos ganado esa gracia, Pero él nos la dio porque sí. Nos la dio a pesar de todo eso. Una vez más nos ha dado su gracia. Pero nos toca a nosotros darle el mejor uso posible, recibirla con gratitud y ponernos a su altura.

Durante mucho tiempo hemos estado ciegos a la pena que la bandera Confederada despierta en muchos de nuestros ciudadanos. Es cierto que una bandera no ha causado estos asesinatos. Pero personas de todas las clases sociales, republicanos y demócratas, la gobernadora Haley, cuya elocuente reacción en este tema merece elogio, reconocen ahora, como debemos reconocerlo todos, qua la bandera siempre ha representado mucho más que un orgullo ancestral. Para muchos, blancos y negros, la bandera era un monumento de opresión sistemática y subyugación racial. Eso lo entendemos ahora.

La remoción de la bandera del capitolio estatal no es un acto de política correcta, no es un insulto al valor de los soldados Confederados. Es simplemente un reconocimiento de que la causa por la cual lucharon, la causa de la esclavitud, era una causa injusta. La imposición de las leyes Jim Crow después de la Guerra Civil y la resistencia a reconocer los derechos civiles de todos los miembros de la sociedad fueron actos errados. Arriar la bandera Confederada es un simple paso en la presentación veraz de la historia de los Estados Unidos, un bálsamo modesto pero significativo para aliviar las muchas heridas que no han sanado. Es una expresión de los cambios extraordinarios que han hecho del nuestro un país y un estado mejor, cambios que han surgido del trabajo de mucha gente de buena voluntad, gente de todas las razas, luchando juntos para lograr una unión más perfecta. Arriando esa bandera damos fe de la gracia divina.

Pero no creo que la voluntad de Dios se contente con eso nada más. Por mucho tiempo hemos estado ciegos a las injusticias del pasado que continúan dando forma al presente. Quizá veamos eso ahora. Quizás esta tragedia nos obligue a cuestionarnos seriamente cómo hemos permitido que nuestros niños languidezcan en la pobreza, vayan a escuelas semidestruídas o crezcan sin posibilidades de empleo o de hacer una carrera.

Quizá nos obligue a pensar qué estamos haciendo para que nuestros hijos odien. Quizá ablande nuestros corazones hacia esa generación perdida de hombres jóvenes, miles y miles de ellos atrapados en el sistema de justicia penal, y nos lleve a tomar precauciones para que el sistema no esté infectado por sesgos de diferentes tipos, nos ayude a respaldar cambios en la manera como entrenamos y equipamos nuestra policía a fin de que los lazos de confianza que debe haber entre las fuerzas de la ley y las comunidades a las que deben servir nos den a todos más seguridad y mejor protección.

Quizá podamos ahora tener claro que el prejuicio racial nos infecta aunque no nos percatemos de ello y que debemos estar alerta no solo para evitar expresiones raciales despectivas sino también para resistir el impulso inconsciente de citar  a Johnny y no a Jamal[vii] para una entrevista de trabajo. Quizá ahora escudriñemos nuestros corazones cuando discutamos leyes que harán más difícil el voto para algunos de nuestros conciudadanos. Vamos a dar fe de la gracia de Dios cuando reconozcamos que la condición humana nos hace miembros de la misma comunidad y le demos valor a todos nuestros muchachos independientemente del color de su piel o de la clase social en que nacieron y hagamos todo lo que sea necesario para que todos los estadounidenses tengan oportunidades reales. 

Por mucho tiempo…

Por mucho tiempo hemos sido ciegos al caos terrible que sufre esta nación por culpa de la violencia con armas de fuego.

Nuestros ojos se abren esporádicamente. Por ejemplo, cuando nuestros hermanos y hermanas son asesinados: ocho en el sótano de una iglesia, doce en una sala de cine, veintiséis en una escuela. Ojalá también viéramos las 30 vidas invaluables segadas por las armas de fuego cada día y los sobrevivientes lisiados, los niños que quedan para siempre traumatizados y temerosos de ir a la escuela, los esposos que nunca más sentirán la mano cariñosa de sus esposas, las comunidades enteras que con cada nueva tragedia reviven su propio sufrimiento. Estas son las víctimas innumerables cuyas vidas cambiaron para siempre.

La gran mayoría de los estadounidenses, la mayoría de los dueños de armas de fuego, quieren hacer algo con respecto a esto. Eso es claro en este momento. Yo tengo la  convicción de que damos fe de la gracia de Dios cuando reconocemos el dolor y las pérdidas de los demás, cuando tomamos las decisiones morales de hacer cambios y los hacemos respetando las costumbres y tradiciones que han formado nuestro amado país.

Nosotros  no nos merecemos la gracia. Todos somos pecadores. No la merecemos. Pero Dios nos la da de todos modos. Y nosotros decidimos cómo recibirla. Es decisión nuestra escoger cómo honrarla.

Ninguno de nosotros puede o debe esperar que las relaciones entre las razas cambien de un día para otro. No falta quien diga que debemos tener una discusión sobre raza cuando sucede algo como esto. Hablamos mucho sobre raza. No hay un atajo. Y no necesitamos hablar más. Nadie espera que una serie de regulaciones de seguridad sobre armas de fuego prevenga todas las tragedias. Eso no sucederá. Gente de buenas intenciones va a seguir discutiendo sobre los méritos de varias políticas, como es de esperar dentro de nuestra democracia. Los Estados Unidos son un gran país de discusión y debate. Hay gente buena en ambos lados de la discusión. Cualquier solución que encontremos será necesariamente incompleta.

En mi opinión, si nos permitimos volver a un silencio cómodo traicionaríamos todo lo que el reverendo Pinckney representaba. Una vez pronunciadas las oraciones fúnebres, cuando las cámaras de televisión se vayan a otra parte, ¿regresaremos a la normalidad de antes? Eso es lo que hacemos con frecuencia para no enfrentar la verdad incómoda de los prejuicios que todavía infectan nuestra sociedad. Nos contentamos con gestos simbólicos, sin hacer el duro trabajo de cambiar las cosas. Esa ha sido la mejor manera de perder otra vez nuestro camino.

Estaría en contradicción con el perdón concedido por esas familias si todo lo que hacemos es deslizarnos hacia nuestros viejos hábitos de decir que está equivocada y es mala la gente que no piensa como nosotros, de gritarnos en lugar de oír al otro, de levantar barricadas para atrincherarnos detrás de nociones preconcebidas o de un cinismo ya curtido.

El revendo Pinckney dijo una vez: “En el Sur tenemos un gran respeto por la historia aunque no siempre por la historia ajena”. Esto es cierto en el Sur y en todos los Estados Unidos. Clem entendía que la justicia se hace más firme cuando nos reconocemos a nosotros mismos en el otro. Que mi libertad depende de que también usted sea libre. Que la historia no puede ser una espada para justificar la injusticia o un escudo para atajar el progreso, sino que debe ser un manual sobre cómo evitar los errores del pasado, cómo romper el ciclo. Un camino hacia un mundo mejor. Él sabía que el camino de la gracia requiere una mente abierta; aún más que eso, requiere un corazón abierto.

Esa reserva de bondad. Si pudiéramos hallar esa gracia, cualquier cosa sería posible. Si pudiéramos beber de esa gracia todo cambio sería posible.

Gracia maravillosa. Gracia maravillosa.

[El presidente canta] Gracia maravillosa. Qué dulce es la voz que salvó a un tunante como yo. Estaba perdido y he sido hallado. Estaba ciego y ahora veo[viii].

Clementa Pinckney encontró esa gracia.  
Cynthia Hurd encontró esa gracia.  
Susie Jackson encontró esa gracia.  
Ethel Lance encontró esa gracia.  
DePayne Middleton-Doctor encontró esa gracia.
Tywanza Sanders encontró esa gracia.  
Daniel L. Simmons, Sr. encontró esa gracia.  
Sharonda Coleman-Singleton encontró esa gracia.  
Myra Thompson encontró esa gracia.

Esa gracia nos la han dejado en el ejemplo de sus vidas. Que seamos dignos de ese don precioso y extraordinario en nuestras propias vidas. Que la gracia los lleve a casa[ix]. Que Dios siga dispensando su gracia sobre los Estados Unidos de América.




[i] N del T: Hb 11:13 (Trad. Biblia de Jerusalén)
[ii] Nombre familiar con que es conocida entre sus feligreses la iglesia donde ocurrió la masacre.
[iii] N del T: Referencia a la Primera Carta de San Pablo a los Corintios: “¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; ¡y eso por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. 1 Co 9:24 (Trad, Biblia de Jerusalén)
[iv] Referencia a los lugares, Iglesias, graneros, bodegas, claros en el bosque, donde los esclavos se reunían a escondidas de sus amos a celebrar los servicios religiosos, hablar de sus cosas, planear rebeliones. Los esclavos tenían prohibido reunirse solos, sin supervisión de los blancos.
[v] N del T: Se llamaba ferrocarril clandestino a la serie de caminos, atajos, refugios, escondites y activistas que ayudaban a los esclavos del sur a escapar al norte donde serían libres
[vi] Jim Crow Laws, conjunto de regulaciones estatales y municipales posteriores a la Guerra Civil Estadounidense que imponían la separación de las razas en lugares públicos –parques, escuelas, iglesias, estadios, vehículos de transporte, etc.- y negaban el derecho del voto a los negros.
[vii] El presidente juega con dos nombres que son comunes entre blancos y negros, respectivamente.
[viii] El presidente canta los primeros versos de un himno religioso muy popular en los Estados Unidos titulado “Amazing Grace”. Este himno fue compuesto en el siglo XVIII por un inglés que en su juventud fue obligado a servir en la Marina Real, luego trabajó para un traficante de esclavos y se hizo traficante él mismo, cambió su vida luego de sobrevivir una tempestad, se hizo ministro de la iglesia anglicana y al morir era un líder del movimiento pro abolición de la esclavitud y de la trata de negros.
[ix] El presidente se refiere a la idea cristiana de que el paraíso es la casa del creyente que murió en la fe.



Traducción de Luis Mejía
13 de julio del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com

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