El siguiente es el texto de la oración
fúnebre pronunciada por el presidente de los Estados Unidos Barak Obama en honor
del Reverendo Clementa Pinckney y de sus compañeros en la iglesia Emanuel asesinados
en la masacre de Charleston, Carolina del Sur, el 17 de junio del 2015. [Un video de la intervención presidencial se encuentra al pulsar aquí]
ORACIÓN FÚNEBRE EN HONOR DEL REV. CLEMENTA PINCKNEY
Por Barak Obama, presidente de los Estados Unidos
26 de junio del 2015
College
of Charleston
Charleston, Carolina del Sur
Charleston, Carolina del Sur
Todo honor y gloria a Dios.
La Biblia nos da un mensaje de esperanza. Nos llama a
perseverar y tener fe en lo que no vemos.
Las Sagradas Escrituras nos dicen: “En la fe murieron
todos ellos, sin haber conseguido el
objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose
extraños y forasteros sobre la tierra”.[i]
Nos hemos reunido aquí hoy para recordar a un hombre
de Dios que vivía en la fe. Un hombre que creía en lo que no había visto. Un
hombre que creía en días mejores que estaban por llegar. Un hombre dedicado a
servir, que perseveraba a sabiendas de que no recibiría todas las cosas que le
fueron prometidas. Creía que su trabajo sentaría las bases de una vida mejor
para los que vinieran después. Para Jennifer, su amada esposa, para Eliana y
Malana, sus hijas maravillosas y bellas, para la familia de la Madre Emanuel[ii],
para el pueblo de Charleston y el pueblo de Carolina del Sur.
No puedo decir que tuve la buena fortuna de tratar de
cerca al Reverendo Pinckney. Pero sí
tuve el placer de conocerlo y reunirme con él aquí, en Carolina del Sur, cuando
todavía éramos algo más jóvenes. Cuando
todavía no se me veían las canas. Lo primero que me llamó la atención fue su cortesía,
su sonrisa, su voz grave que inspiraba confianza, su engañoso sentido del humor.
Estas cualidades le permitían llevar sin aparente esfuerzo una pesada carga de
expectativas.
Sus amigos decían esta semana que desde temprana edad
lo vieron como alguien especial, que cuando Clementa Pinckney entraba a un
recinto era como si entrara el futuro. Ungido. Descendía de una estirpe de
creyentes, una familia de predicadores que divulgaba la palabra de Dios, una
familia de rebeldes que sembraba las semillas del cambio para ampliar los
derechos de votación y acabar con la segregación en el Sur. Clem oyó sus
palabras y obedeció sus enseñanzas.
Subió al púlpito a los 13 años, fue pastor a los 18 y servidor
público a los 23. No tuvo la arrogancia ni las inseguridades de la juventud; llevó
una vida ejemplar; fue prudente en sus palabras, su conducta, su amor, su fe y
su pureza.
Como senador representaba parte del territorio del
Lowcountry, una de las regiones más abandonadas de los Estados Unidos. Un lugar
devastado por la pobreza, con escuelas deficientes, donde los niños todavía
viven con hambre y los enfermos ser quedan sin tratamiento. Un lugar que
necesitaba a alguien como Clem.
Como miembro
del partido minoritario tenía limitadas las oportunidades de conseguir recursos
para mejorar la vida de sus electores. Sus recomendaciones para lograr mayor
igualdad eran desoídas y sus votos eran con frecuencia solitarios. Pero nunca
se declaraba derrotado. Siempre fue leal a sus convicciones. No se dejaba
desanimar. Después de un día entero en el capitolio, subía a su carro y se iba
a la iglesia en busca de la compañía reparadora de su familia, de su
ministerio, de la comunidad que amaba y lo necesitaba. Allí fortalecía su fe y
soñaba con el mundo que podría ser.
El Reverendo Pinckney personificaba una manera de
hacer política que no era ni mediocre ni baja. Actuaba en silencio, con diligencia
y respeto a los demás. Animaba a la gente a salir adelante sin imponerle sus
propias ideas. En la compañía de ustedes y consultando sus opiniones daba forma
a sus iniciativas. Abundaba en empatía y comprensión, se ponía en los zapatos
de otros y veía con ojos ajenos. Por eso no es extraño que uno de sus colegas
en el senado lo recordara como “el más gentil de los 46 que éramos, el mejor de
todos nosotros”.
Con frecuencia le preguntaban a Clem por qué había
decidido ser pastor y servidor público. Pero quienes así le preguntaban probablemente
no sabían la historia de la iglesia Metodista Episcopal Africana. Como lo
pueden decir nuestros hermanos y hermanas de la congregación, nosotros no
hacemos esa distinción. Clem dijo una vez: “Nuestra vocación no se agota dentro
de las paredes de nuestra iglesia sino que se extiende a la vida y la comunidad
de la que es parte nuestra congregación”.
Él personificaba la idea de que nuestra fe cristiana
exige hechos, no solo palabras, que el “dulce momento de la oración” dura toda
la semana, que poner nuestra fe en acción va más allá de nuestra salvación
individual para convertirse en nuestra salvación colectiva, que dar de comer al
hambriento, vestir al desnudo y darle techo al que no lo tiene no es cosa que
se deje a la caridad individual; al contrario, es una obligación de una
sociedad justa.
Un hombre de bien, eso era él. A veces pienso que ese
es el mejor elogio que uno puede esperar. Al final de los panegíricos, de las listas
de honores, grados y ocupaciones, que se diga: fue un hombre de bien.
Uno no tiene que ser persona de alta posición para ser
un hombre de bien. Predicador a los 13 años. Pastor a los 18. Servidor público
a los 23. Qué vida la de Clementa Pinckney. Qué ejemplo el suyo. Qué modelo
para los creyentes. Y perderlo así, a los 41 años, asesinado en el santuario
con ocho miembros excepcionales de su rebaño, cada cual haciendo algo diferente
con su vida pero todos unidos en el servicio de Dios.
Cynthia Hurd.
Susie Jackson. Ethel Lance. DePayne Middleton-Doctor.
Tywanza Sanders. Daniel L. Simmons. Sharonda Coleman-Singleton. Myra
Thompson. Gente de bien. Gente decente. Gente temerosa de Dios. Gente
llena de vida y de amor por sus semejantes. Gente que estuvo en la carrera y
perseveró[iii].
Gente de mucha fe.
La nación comparte el dolor de las familias de los caídos.
Nuestra desazón es mayor porque esto sucedió en una iglesia. La iglesia es y
será el centro de la vida afro-americana, un lugar que consideramos nuestro en
un mundo con frecuencia hostil, un santuario para escapar tantas dificultades.
Por varios siglos las iglesias negras fueron el
“puerto escondido”[iv]
donde los esclavos podían participar del culto divino sin peligro, casas de
oración donde sus descendientes libres podían reunirse y gritar aleluya, lugares
de descanso para los agotados fugitivos del ferrocarril clandestino[v],
refugios de los soldados que militaban en las filas del Movimiento por los
Derechos Civiles. Ellas han sido, y continúan siendo, centros comunitarios
donde nos organizamos para obtener justicia y buscar empleo, lugares de estudio
y encuentro, lugares donde los niños son amados, alimentados y preservados de
todo daño y donde se les dice que son bellos, inteligentes y valiosos.
Eso es lo que sucede en el interior de nuestras
iglesias. Eso es lo que significa la iglesia negra. Nuestro corazón palpitante.
El lugar donde nuestra dignidad como pueblo es inviolable. No hay mejor ejemplo
de esta tradición que la iglesia Madre Emanuel, construida por negros que
querían ser libres, incendiada porque su fundador quiso terminar el esclavismo,
levantada otra vez, como fénix de las cenizas.
Cuando las leyes prohibían las reuniones de negros
solos en las iglesias, allí se hacían los servicios contraviniendo leyes
injustas. Cuando empezó el movimiento para abolir las leyes Jim Crow[vi] en
nombre de la justicia el Dr. Martin Luther King, Jr. predicó desde su púlpito y
desde su atrio se iniciaron marchas de protesta. Un lugar sagrado es esta
iglesia. No solo para los negros, no solo para los cristianos, sino para todos
los estadounidenses que aspiran a que en este país haya derechos humanos y dignidad
personal. Una piedra ciliar de la libertad y la justicia para todos. Eso es lo
que significa la iglesia.
Nosotros no sabemos si el asesino del Reverendo
Pinckney y sus ocho compañeros sabía esta historia. Pero sí intuía el
significado de su acto de violencia. Fue un acto que se inspiró en una larga
historia de bombas explotadas, incendios provocados y ataques con armas de
fuego a las iglesias, que no ocurrían al azar sino como instrumentos de
control, para aterrorizar y oprimir. Él esperaba crear temor y recriminaciones,
violencia y suspicacia. Él creía que su acción profundizaría las divisiones
heredadas del pecado original de nuestra nación.
Ah, pero Dios obra de manera misteriosa. Dios pensaba
otra cosa.
Él no sabía que Dios lo estaba usando. Cegado por el
odio, el supuesto asesino no podía ver la gracia que rodeaba al Reverendo
Pinckney y al grupo de estudios bíblicos, la luz de amor que irradiaba cuando
le abrieron las puertas a un extraño y lo invitaron a participar en su círculo
de oración. El supuesto asesino nunca hubiera podido anticipar que cuando las
familias de los caídos lo vieran en el juzgado lo recibirían con palabras de
perdón en medio de su inmenso dolor. Él no podía imaginar eso.
El supuesto asesino tampoco podía imaginar cómo
responderían la ciudad de Charleston, bajo el liderazgo bueno y sabio del
alcalde Riley, el estado de Carolina del Sur y los Estados Unidos de América;
todos ellos responderían no solo rechazando este acto de maldad sino con una
gran generosidad de corazón y, lo más importante, con profunda introspección y
autocritica que rara vez se ven en la vida pública.
Cegado por el odio él no podía comprender algo que el
reverendo Pinckney entendía muy bien: el poder de la gracia de Dios.
En la última semana he estado reflexionando sobre la
idea de la gracia. La gracia que acompaña a las familias que perdieron seres
queridos. La gracia sobre la que predicaba el reverendo Pinckney en sus sermones.
La gracia a la que se refiere uno de mis himnos religiosos favoritos, uno que
todos conocemos: “Gracia deslumbrante, qué dulce la voz que salvó a un tunante
como yo; estuve perdido y ahora he sido encontrado, estaba ciego y ahora veo”.
De acuerdo con la tradición cristiana la gracia no se
gana. La gracia no se merece. No es algo a lo que tengamos derecho. Al
contrario, la gracia es un don libre y benéfico que recibimos de Dios,
manifiesto en la salvación de los pecadores y en las bendiciones que derrama
sobre nosotros. La gracia.
Dios nos ha visitado en esta tragedia terrible con su
gracia pues nos ha permitido ver cuando estábamos ciegos. Cuando estábamos
perdidos él nos ha dado la oportunidad de reencontrarnos con lo mejor de
nosotros mismos. Puede que por nuestros rencores y soberbia, nuestra miopía y
el temor que nos tenemos unos a otros no nos hayamos ganado esa gracia, Pero él
nos la dio porque sí. Nos la dio a pesar de todo eso. Una vez más nos ha dado
su gracia. Pero nos toca a nosotros darle el mejor uso posible, recibirla con
gratitud y ponernos a su altura.
Durante mucho tiempo hemos estado ciegos a la pena que
la bandera Confederada despierta en muchos de nuestros ciudadanos. Es cierto
que una bandera no ha causado estos asesinatos. Pero personas de todas las
clases sociales, republicanos y demócratas, la gobernadora Haley, cuya
elocuente reacción en este tema merece elogio, reconocen ahora, como debemos
reconocerlo todos, qua la bandera siempre ha representado mucho más que un
orgullo ancestral. Para muchos, blancos y negros, la bandera era un monumento
de opresión sistemática y subyugación racial. Eso lo entendemos ahora.
La remoción de la bandera del capitolio estatal no es
un acto de política correcta, no es un insulto al valor de los soldados
Confederados. Es simplemente un reconocimiento de que la causa por la cual
lucharon, la causa de la esclavitud, era una causa injusta. La imposición de
las leyes Jim Crow después de la Guerra Civil y la resistencia a reconocer los
derechos civiles de todos los miembros de la sociedad fueron actos errados.
Arriar la bandera Confederada es un simple paso en la presentación veraz de la
historia de los Estados Unidos, un bálsamo modesto pero significativo para
aliviar las muchas heridas que no han sanado. Es una expresión de los cambios
extraordinarios que han hecho del nuestro un país y un estado mejor, cambios
que han surgido del trabajo de mucha gente de buena voluntad, gente de todas
las razas, luchando juntos para lograr una unión más perfecta. Arriando esa
bandera damos fe de la gracia divina.
Pero no creo que la voluntad de Dios se contente con
eso nada más. Por mucho tiempo hemos estado ciegos a las injusticias del pasado
que continúan dando forma al presente. Quizá veamos eso ahora. Quizás esta
tragedia nos obligue a cuestionarnos seriamente cómo hemos permitido que
nuestros niños languidezcan en la pobreza, vayan a escuelas semidestruídas o
crezcan sin posibilidades de empleo o de hacer una carrera.
Quizá nos obligue a pensar qué estamos haciendo para
que nuestros hijos odien. Quizá ablande nuestros corazones hacia esa generación
perdida de hombres jóvenes, miles y miles de ellos atrapados en el sistema de
justicia penal, y nos lleve a tomar precauciones para que el sistema no esté
infectado por sesgos de diferentes tipos, nos ayude a respaldar cambios en la
manera como entrenamos y equipamos nuestra policía a fin de que los lazos de
confianza que debe haber entre las fuerzas de la ley y las comunidades a las que
deben servir nos den a todos más seguridad y mejor protección.
Quizá podamos ahora tener claro que el prejuicio
racial nos infecta aunque no nos percatemos de ello y que debemos estar alerta
no solo para evitar expresiones raciales despectivas sino también para resistir
el impulso inconsciente de citar a Johnny
y no a Jamal[vii]
para una entrevista de trabajo. Quizá ahora escudriñemos nuestros corazones
cuando discutamos leyes que harán más difícil el voto para algunos de nuestros
conciudadanos. Vamos a dar fe de la gracia de Dios cuando reconozcamos que la
condición humana nos hace miembros de la misma comunidad y le demos valor a todos
nuestros muchachos independientemente del color de su piel o de la clase social
en que nacieron y hagamos todo lo que sea necesario para que todos los
estadounidenses tengan oportunidades reales.
Por mucho tiempo…
Por mucho tiempo hemos sido ciegos al caos terrible
que sufre esta nación por culpa de la violencia con armas de fuego.
Nuestros ojos se abren esporádicamente. Por ejemplo, cuando
nuestros hermanos y hermanas son asesinados: ocho en el sótano de una iglesia, doce
en una sala de cine, veintiséis en una escuela. Ojalá también viéramos las 30
vidas invaluables segadas por las armas de fuego cada día y los sobrevivientes
lisiados, los niños que quedan para siempre traumatizados y temerosos de ir a
la escuela, los esposos que nunca más sentirán la mano cariñosa de sus esposas,
las comunidades enteras que con cada nueva tragedia reviven su propio
sufrimiento. Estas son las víctimas innumerables cuyas vidas cambiaron para
siempre.
La gran mayoría de los estadounidenses, la mayoría de
los dueños de armas de fuego, quieren hacer algo con respecto a esto. Eso es
claro en este momento. Yo tengo la
convicción de que damos fe de la gracia de Dios cuando reconocemos el
dolor y las pérdidas de los demás, cuando tomamos las decisiones morales de
hacer cambios y los hacemos respetando las costumbres y tradiciones que han
formado nuestro amado país.
Nosotros no nos
merecemos la gracia. Todos somos pecadores. No la merecemos. Pero Dios nos la
da de todos modos. Y nosotros decidimos cómo recibirla. Es decisión nuestra
escoger cómo honrarla.
Ninguno de nosotros puede o debe esperar que las
relaciones entre las razas cambien de un día para otro. No falta quien diga que
debemos tener una discusión sobre raza cuando sucede algo como esto. Hablamos
mucho sobre raza. No hay un atajo. Y no necesitamos hablar más. Nadie espera
que una serie de regulaciones de seguridad sobre armas de fuego prevenga todas
las tragedias. Eso no sucederá. Gente de buenas intenciones va a seguir
discutiendo sobre los méritos de varias políticas, como es de esperar dentro de
nuestra democracia. Los Estados Unidos son un gran país de discusión y debate.
Hay gente buena en ambos lados de la discusión. Cualquier solución que
encontremos será necesariamente incompleta.
En mi opinión, si nos permitimos volver a un silencio
cómodo traicionaríamos todo lo que el reverendo Pinckney representaba. Una vez
pronunciadas las oraciones fúnebres, cuando las cámaras de televisión se vayan
a otra parte, ¿regresaremos a la normalidad de antes? Eso es lo que hacemos con
frecuencia para no enfrentar la verdad incómoda de los prejuicios que todavía
infectan nuestra sociedad. Nos contentamos con gestos simbólicos, sin hacer el
duro trabajo de cambiar las cosas. Esa ha sido la mejor manera de perder otra
vez nuestro camino.
Estaría en contradicción con el perdón concedido por
esas familias si todo lo que hacemos es deslizarnos hacia nuestros viejos
hábitos de decir que está equivocada y es mala la gente que no piensa como
nosotros, de gritarnos en lugar de oír al otro, de levantar barricadas para
atrincherarnos detrás de nociones preconcebidas o de un cinismo ya curtido.
El revendo Pinckney dijo una vez: “En el Sur tenemos
un gran respeto por la historia aunque no siempre por la historia ajena”. Esto
es cierto en el Sur y en todos los Estados Unidos. Clem entendía que la
justicia se hace más firme cuando nos reconocemos a nosotros mismos en el otro.
Que mi libertad depende de que también usted sea libre. Que la historia no
puede ser una espada para justificar la injusticia o un escudo para atajar el
progreso, sino que debe ser un manual sobre cómo evitar los errores del pasado,
cómo romper el ciclo. Un camino hacia un mundo mejor. Él sabía que el camino de
la gracia requiere una mente abierta; aún más que eso, requiere un corazón
abierto.
Esa reserva de bondad. Si pudiéramos hallar esa
gracia, cualquier cosa sería posible. Si pudiéramos beber de esa gracia todo
cambio sería posible.
Gracia maravillosa. Gracia maravillosa.
[El presidente canta] Gracia maravillosa. Qué dulce es
la voz que salvó a un tunante como yo. Estaba perdido y he sido hallado. Estaba
ciego y ahora veo[viii].
Clementa Pinckney encontró esa gracia.
Cynthia Hurd encontró esa gracia.
Susie Jackson encontró esa gracia.
Ethel Lance encontró esa gracia.
DePayne Middleton-Doctor encontró esa gracia.
Tywanza Sanders encontró esa gracia.
Daniel L. Simmons, Sr. encontró esa gracia.
Sharonda Coleman-Singleton encontró esa gracia.
Myra Thompson encontró esa gracia.
Esa gracia nos la han dejado en el ejemplo de sus
vidas. Que seamos dignos de ese don precioso y extraordinario en nuestras propias
vidas. Que la gracia los lleve a casa[ix].
Que Dios siga dispensando su gracia sobre los Estados Unidos de América.
[i] N del T: Hb 11:13 (Trad. Biblia de
Jerusalén)
[ii] Nombre familiar con que es
conocida entre sus feligreses la iglesia donde ocurrió la masacre.
[iii] N del T: Referencia a la
Primera Carta de San Pablo a los Corintios: “¿No sabéis que en las carreras del
estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo
consigáis! Los atletas se privan de todo; ¡y eso por una corona corruptible!;
nosotros, en cambio, por una incorruptible. 1 Co 9:24 (Trad, Biblia de
Jerusalén)
[iv] Referencia a los lugares, Iglesias,
graneros, bodegas, claros en el bosque, donde los esclavos se reunían a
escondidas de sus amos a celebrar los servicios religiosos, hablar de sus
cosas, planear rebeliones. Los esclavos tenían prohibido reunirse solos, sin
supervisión de los blancos.
[v] N del T: Se llamaba ferrocarril clandestino a la
serie de caminos, atajos, refugios, escondites y activistas que ayudaban a los
esclavos del sur a escapar al norte donde serían libres
[vi] Jim Crow Laws, conjunto de
regulaciones estatales y municipales posteriores a la Guerra Civil
Estadounidense que imponían la separación de las razas en lugares públicos
–parques, escuelas, iglesias, estadios, vehículos de transporte, etc.- y
negaban el derecho del voto a los negros.
[vii] El presidente juega con dos
nombres que son comunes entre blancos y negros, respectivamente.
[viii] El presidente canta los primeros
versos de un himno religioso muy popular en los Estados Unidos titulado
“Amazing Grace”. Este himno fue compuesto en el siglo XVIII por un inglés que
en su juventud fue obligado a servir en la Marina Real, luego trabajó para un
traficante de esclavos y se hizo traficante él mismo, cambió su vida luego de
sobrevivir una tempestad, se hizo ministro de la iglesia anglicana y al morir
era un líder del movimiento pro abolición de la esclavitud y de la trata de
negros.
[ix] El presidente se refiere a la idea cristiana
de que el paraíso es la casa del creyente que murió en la fe.
Traducción de Luis Mejía
13 de julio del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
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