¿El
poder para qué?
-
- Si le ordeno a un general que vuele de flor en flor como una mariposa o
que escriba una tragedia o que se convierta en pájaro marino y el general no lo
hace, ¿de quién es la falla? ¿Suya o mía?, preguntó el rey.
- Suya, contestó con firmeza el principito.
- Exactamente, dijo el rey, la autoridad se apoya en la razón.
Me viene a la memoria esta conversación entre el
principito y el rey, transcrita por Saint Exupery en su cuento para niños destinado a los adultos, cada vez que me encuentro
con las estupideces que ordenan o deciden las autoridades legislativas,
gubernamentales, religiosas o corporativas.
La complejidad del mundo contemporáneo, fruto de la sobrepoblación,
el hacinamiento y la facilidad de comunicación y movimiento, exige muchas
reglas para mantener el orden y la convivencia sociales. Pero junto a las
reglas justificadas hay muchas que parecen ser solo producto del capricho
febril o el cálculo perverso de burócratas ignorantes o incompetentes o distraídos
o malévolos.
Hay burócratas empeñados en ejercer el poco o mucho
poder que les cae en las manos o inclinados a solucionar problemas reales que
se les salen de las manos. Actúan para mostrar que están haciendo algo así ese
algo sea inadecuado, inane o perjudicial. Y en ese estado de ánimo dan órdenes
que van en contravía del principio de racionalidad recomendado por El Principito. De otra parte, en el
mundo de la “realpolitik”, El Príncipe
diría que uno tiene que dar órdenes absurdas si quiere destruir, paralizar o
hacerle perder el tiempo a los súbditos.
Lo
absurdo de los que mandan
Sean fruto de las limitaciones mentales o de la
malicia de los burócratas los ejemplos de órdenes absurdas abundan: Octavio
Augusto ordenó que la aristocracia romana se reprodujera, Indira Gandi ordenó
que la plebe india no se reprodujera, los cristianos ordenaron que toda
actividad sexual terminara en el embarazo de una mujer, los musulmanes
ordenaron que no hubiera actividad sexual entre personas del mismo sexo a menos
que se tratara de califa, sultán, jeque, agá o esclava del serrallo, Mao ordenó
la extinción de las golondrinas en el campo, Stalin ordenó cuotas de producción
superiores a la capacidad de cosecha de la tierra, Bush Jr ordenó la invasión de
Irak y la desbandada de su ejército, los legisladores republicanos ordenaron
que diez millones de inmigrantes indocumentados carecieran de licencia de
conducir, César Gaviria ordenó la apertura de la economía colombiana al mercado
mundial sin tomar precauciones para proteger al productor y al trabajador
nativos, Alvaro Uribe ordenó una guerra contra las guerrillas en la que los
soldados no tenían nada que ganar personalmente, los presidentes de México
ordenaron una guerra contra narcotraficantes mejor armados y motivados que los
agentes del gobierno, las autoridades cubanas ordenan a su pueblo que
sacrifique libertades y calidad de vida a cambio de que el gobierno no cambie, los
petroleros ordenan el desperdicio de
agua potable, las pesqueras ordenan el agotamiento de los bancos de pesca, los
urbanizadores ordenan construir sobre humedales y laderas movedizas, los
financistas ordenan crear riqueza de papel, y así ad infinitum.
Una vez trabajé en una oficina del gobierno. El jefe
de personal, golfista profesional, ordenó que para mejorar nuestra
productividad permaneciéramos sentados en nuestros puestos de 9 AM a 5 PM con
breves interrupciones para tomar un refrigerio a medio día y para ir a mear de
vez en cuando. Este evento me recuerda otra línea de órdenes absurdas: el
nombramiento de un golfista como jefe de personal, el de un pillo como ministro
de justicia o magistrado, el de un cobarde como general, el de un dandi como
embajador, el de un vaquero como ministro de obras públicas, el de un mensajero
como consejero presidencial o de la gerencia, el de una estriptisera como
rectora de una universidad, el de un analfabeta funcional como editor de un periódico,
el de un prófugo de la justicia como senador
o cónsul, el de un hijo tarambanas como gerente de la compañía de la
familia, etc.
Orden
perentoria: Que aprendan inglés
Todas estas cosas se me ocurren al leer un artículo
reciente de Javier Marías sobre la decisión que tomaron unos burócratas españoles
para hacer obligatoria la enseñanza del inglés en escuelas y universidades sin
contar con maestros que sepan leer, escribir, hablar y oír inglés. De ello han
resultado aulas donde maestros y estudiantes improvisan ‘performances’
surrealistas. Puede que ni aquellos enseñen ni estos aprendan el idioma pero la
orden ha producido el florecimiento de un género de arte que tiene mucho futuro
comercial.
Cuando yo era muchacho el ministro de educación de
Colombia también ordenó que a los estudiantes de secundaria nos enseñaran
inglés. Hasta entonces el único idioma extranjero que se enseñaba a ese nivel
era el latín. El conocimiento de este había sido un requisito para ser
presidente de la república a fines del siglo XIX y principios del XX, pero ya habíamos
tenido 10 presidentes y no menos de 30 ministros de educación que a duras penas
conocían los latines de la misa y de hecho era observable una ligera mejora en
la calidad del gobierno.
Aunque el latín es de por sí bello y útil para
familiarizarse con los clásicos, en un país que estaba logrando educar a las
masas en masa no parecía necesario que estas lo supieran. Como no necesitan ahora
saber leer, escribir, sumar y restar, ortografía, gramática, literatura, urbanidad,
ética, lógica, historia, geografía o teoría de los derechos del ciudadano y los
deberes del gobernante según se echa de ver en la cultura y el civismo de la mayoría
de graduandos de escuelas públicas y privadas.
¿Cómo
suena una palabra inglesa?
Pero volvamos a la reforma de la agenda escolar en la
Colombia de los años 50. En Armenia, donde yo vivía en esa época, al parecer no
existía maestro alguno que supiera inglés ni escuela con dinero suficiente para
traerlo de otra parte. Aparte de esta condición limitante las escuelas tenían que
cumplir órdenes y enseñar inglés so pena de ser multadas o perder su licencia
para enlistar pupilos. Así que en mi escuela uno de los administradores se
improvisó para cumplir la tarea. Con base en el texto oficial empezó a
enseñarnos a construir frases elementales hasta donde el mismo texto lo
permitía. Pero los burócratas oficiales habían escogido un texto bastante
avanzado y en un par de semanas empezamos a tener dificultades pues seguíamos a
nivel de principiantes cuando oficialmente debíamos estar a nivel intermedio.
Memorizamos entonces los textos sin entenderlos.
El reto grande, sin embargo, vino de la pronunciación.
Nuestro maestro ni había vivido en tierra de habla inglesa ni había estudiado
bajo la guía de un angloparlante confiable. Para no fracasar en su tarea
inventó la pronunciación. Y yo, que era óptimo estudiante, aprendí así una
manera nueva de hablar inglés. Aún hoy, después de años de vivir entre los
gringos, tengo dificultades para hablar como ellos. A veces me arrepiento de
haber sido buen estudiante.
El
capitán, el poeta enamorado y el pedagogo ignaro
Una contemporánea amiga mía que iba a un colegio de señoritas
(en esa época las escuelas todavía eran monogenéricas) tuvo una experiencia más
bizarra. El primer día de clase su
profesor de inglés copió en la pizarra los versos de O Captain! My Captain! de Walt Whitman y les dijo a las
estudiantes: Traduzcan!
Además del texto oficial todas debían tener
diccionario. Mi amiga tradujo Oh, capitán! Mi capitán!, y vagamente entendió
que el poema hablaba de barco, puerto, cubierta, proa, ancla, rivera y un capitán
que se murió y un poeta que lo amaba. Muchos años más tarde, cuando estudiaba
idiomas modernos en la universidad, entendió dos cosas: 1) que el poema estaba
dedicado a Lincoln como líder popular y timonel de la nave del estado y 2) que
su maestro no solo no sabía inglés sino que tampoco sabía enseñar.
Por mi parte aprendí que los burócratas del ministerio
de educación no sabían inglés, no eran pedagogos y no sabían dar órdenes. Y pensar que para entonces El Principito ya
había sido publicado en francés y traducido al castellano. Pero ellos no lo habían
leído. Ni provecho les hubiera hecho al fin y al cabo.
Sin más, amables lectores, los dejo con el texto de
Javier Marías.
Ni bilingüe ni enseñanza
Por Javier Marías
Los españoles se empeñan en trufar sus diálogos con
términos en inglés, mal dichos e irreconocibles
Una de las
mayores locuras del sistema educativo español –también una de las más paletas–
ha sido la implantación, no sé en cuántas comunidades autónomas, de lo que sus
responsables bautizaron pomposa e ilusamente como “enseñanza bilingüe”,
consistente en que los alumnos estudien algunas asignaturas en español y otras
en inglés. Pongamos que Ciencias Naturales –o como se llame su equivalente en
la actualidad– se imparte exclusivamente en la lengua de Elton John. Bien. Los
encargados de las clases no son, sin embargo, salvo excepción, nativos
británicos ni estadounidenses ni australianos ni irlandeses, sino individuos de
Langreo, Orihuela, Requena, Conil o Mejorada del Campo que se supone que
dominan dicha lengua. Pero, por cuanto me cuentan personas que trabajan en
colegios e institutos –y absolutamente todas coinciden–, esos profesores poseen
un conocimiento precario del idioma, de nuevo salvo excepción; lo chapurrean,
por lo general tienen pésimo acento o ignoran la pronunciación correcta de
numerosas palabras, su sintaxis y su gramática tienden a ser mera copia de las
del castellano, y además, en cuanto se encuentran con una dificultad
insalvable, recurren un rato a esta última lengua, sabedores de que es la que
los estudiantes sí entienden. El resultado es un desastre total (ni enseñanza
ni bilingüe): los chicos salen sin saber nada de inglés y aún menos de Ciencias
o de las asignaturas que hayan caído bajo el dominio del presunto o falso
inglés. Al parecer no se enteran, dormitan o juegan a los barcos (si es que aún
se juega a eso) mientras los individuos de Orihuela o Conil sueltan absurdos
macarrónicos en una especie de no-idioma. Algo ininteligible hasta para un
nativo, un farfulleo, una ristra de vocablos quizá aprendidos el día antes en
Internet, un mejunje, un chapoteo verbal.
Una de las
cosas más incomprensibles es una lengua extranjera mal hablada por alguien que,
para mayor fatuidad, está convencido de hablarla bien. Incluso alguien que
conozca la gramática, la sintaxis y el vocabulario, capacitado para leerla y
hasta traducirla, sólo emitirá un galimatías si tiene fortísimo acento,
pronuncia erróneamente o no adopta la adecuada entonación. He oído contar que
ese era el caso del renombrado traductor Fernando Vela, que vertió al español
muchos libros, pero que si oía decir como es debido “You are my girl”, frase
sencilla, no la reconocía: para él “You”
se pronunciaba como lo veía escrito, y no “Yu”; “are” no era “ar”; “my” no era “mai”, sino
“mi”; y la última palabra era “jirl”, con una i bien castellana. Si oía “gue:l”
(pronunciación correcta aproximada), simplemente no estaba facultado para
asociarla con “girl”,
que había traducido centenares de veces. También he oído contar que Jesús
Aguirre se atrevió a dar una conferencia en inglés en una Universidad
norteamericana. Los nativos lo escucharon pacientemente, pero luego admitieron,
todos, no haber comprendido una palabra de aquel imaginario inglés de esparto.
En una ocasión oí a un colega novelista leer fragmentos de sus textos en una
sesión londinense. Pese a que el escritor había residido largo tiempo en
Inglaterra y debía de conocer su lengua, no estaba capacitado para hablarla de
manera inteligible, tampoco allí entendió nadie nada.
Lo curioso
es que, a pesar de estas dificultades frecuentes, los españoles de hoy están
empeñados en trufar sus diálogos de términos en inglés, pero por lo general tan
mal dichos o pronunciados que resultan irreconocibles. Hace poco oí hablar en
una tertulia del “Ritalix”. Así visualicé yo la palabra al oírsela a unos y
otros, y tan sólo saqué en limpio que lo de “Rita” iba por la alcaldesa de
Valencia, Barberá. Al poco apareció el engendro por fin escrito en pantalla: “Ritaleaks”. Lo mismo me
pasó con un anuncio de algo: “Yástit”, repetían las voces, hasta que lo vi
escrito: “Just Eat”.
En castellano contamos con sólo cinco vocales, así que si uno no distingue que
“it” no suena
igual que “eat”,
ni “pick” como
“peak”, ni “sleep” como “slip”, ni “ship” como “sheep”, con facilidad
llamará ovejas a los barcos y demás. Si además ignora que se usa la misma vocal
para “bird”, “Burt”, “herd”, “hurt” y “heard”, pero no para “beard” ni “heart”, o que “break” se dice “breik”
pero “bleak”
se dice “blik”, son fáciles de imaginar las penalidades para entender y para
hacerse entender. La gente española llena hoy sus peroratas de “brainstorming”, “crowdfunding”, “mainstream”, “target”, “share”, “spoiler”, “feedback” y “briefing”, pero la
mayoría suelta estos vocablos a la española, a la pata la llana, y así no habrá
británico ni americano que los reconozca en tan espesos labios. Vistas nuestras
limitaciones para la Lengua Deseada, a uno se le ponen los pelos de punta al
figurarse esas clases de colegios e institutos impartidas en inglés
estropajoso. ¿No sería más sensato –y mucho menos paleto– que los chicos
aprendieran Ciencias por un lado e inglés por otro, y que de las dos se
enteraran bien? Sólo cabe colegir que a demasiadas comunidades autónomas lo que
les interesa es producir iletrados cabales.
Luis Mejía - 21 de mayo del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
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