Thursday, May 21, 2015

Inglés Obligatorio: Estudio sobre el poder y el arte de mandar



¿El poder para qué?
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- Si le ordeno a un general que vuele de flor en flor como una mariposa o que escriba una tragedia o que se convierta en pájaro marino y el general no lo hace, ¿de quién es la falla? ¿Suya o mía?, preguntó el rey.
- Suya, contestó con firmeza el principito.
- Exactamente, dijo el rey, la autoridad se apoya en la razón.  

Me viene a la memoria esta conversación entre el principito y el rey, transcrita por Saint Exupery en su cuento para niños destinado a los adultos, cada vez que me encuentro con las estupideces que ordenan o deciden las autoridades legislativas, gubernamentales, religiosas o corporativas. 

La complejidad del mundo contemporáneo, fruto de la sobrepoblación, el hacinamiento y la facilidad de comunicación y movimiento, exige muchas reglas para mantener el orden y la convivencia sociales. Pero junto a las reglas justificadas hay muchas que parecen ser solo producto del capricho febril o el cálculo perverso de burócratas ignorantes o incompetentes o distraídos o malévolos. 


Hay burócratas empeñados en ejercer el poco o mucho poder que les cae en las manos o inclinados a solucionar problemas reales que se les salen de las manos. Actúan para mostrar que están haciendo algo así ese algo sea inadecuado, inane o perjudicial. Y en ese estado de ánimo dan órdenes que van en contravía del principio de racionalidad recomendado por El Principito. De otra parte, en el mundo de la “realpolitik”, El Príncipe diría que uno tiene que dar órdenes absurdas si quiere destruir, paralizar o hacerle perder el tiempo a los súbditos. 

Lo absurdo de los que mandan

Sean fruto de las limitaciones mentales o de la malicia de los burócratas los ejemplos de órdenes absurdas abundan: Octavio Augusto ordenó que la aristocracia romana se reprodujera, Indira Gandi ordenó que la plebe india no se reprodujera, los cristianos ordenaron que toda actividad sexual terminara en el embarazo de una mujer, los musulmanes ordenaron que no hubiera actividad sexual entre personas del mismo sexo a menos que se tratara de califa, sultán, jeque, agá o esclava del serrallo, Mao ordenó la extinción de las golondrinas en el campo, Stalin ordenó cuotas de producción superiores a la capacidad de cosecha de la tierra, Bush Jr ordenó la invasión de Irak y la desbandada de su ejército, los legisladores republicanos ordenaron que diez millones de inmigrantes indocumentados carecieran de licencia de conducir, César Gaviria ordenó la apertura de la economía colombiana al mercado mundial sin tomar precauciones para proteger al productor y al trabajador nativos, Alvaro Uribe ordenó una guerra contra las guerrillas en la que los soldados no tenían nada que ganar personalmente, los presidentes de México ordenaron una guerra contra narcotraficantes mejor armados y motivados que los agentes del gobierno, las autoridades cubanas ordenan a su pueblo que sacrifique libertades y calidad de vida a cambio de que el gobierno no cambie, los petroleros ordenan el  desperdicio de agua potable, las pesqueras ordenan el agotamiento de los bancos de pesca, los urbanizadores ordenan construir sobre humedales y laderas movedizas, los financistas ordenan crear riqueza de papel, y así ad infinitum.

Una vez trabajé en una oficina del gobierno. El jefe de personal, golfista profesional, ordenó que para mejorar nuestra productividad permaneciéramos sentados en nuestros puestos de 9 AM a 5 PM con breves interrupciones para tomar un refrigerio a medio día y para ir a mear de vez en cuando. Este evento me recuerda otra línea de órdenes absurdas: el nombramiento de un golfista como jefe de personal, el de un pillo como ministro de justicia o magistrado, el de un cobarde como general, el de un dandi como embajador, el de un vaquero como ministro de obras públicas, el de un mensajero como consejero presidencial o de la gerencia, el de una estriptisera como rectora de una universidad, el de un analfabeta funcional como editor de un periódico, el de un prófugo de la justicia como senador  o cónsul, el de un hijo tarambanas como gerente de la compañía de la familia, etc.

Orden perentoria: Que aprendan inglés

Todas estas cosas se me ocurren al leer un artículo reciente de Javier Marías sobre la decisión que tomaron unos burócratas españoles para hacer obligatoria la enseñanza del inglés en escuelas y universidades sin contar con maestros que sepan leer, escribir, hablar y oír inglés. De ello han resultado aulas donde maestros y estudiantes improvisan ‘performances’ surrealistas. Puede que ni aquellos enseñen ni estos aprendan el idioma pero la orden ha producido el florecimiento de un género de arte que tiene mucho futuro comercial.

Cuando yo era muchacho el ministro de educación de Colombia también ordenó que a los estudiantes de secundaria nos enseñaran inglés. Hasta entonces el único idioma extranjero que se enseñaba a ese nivel era el latín. El conocimiento de este había sido un requisito para ser presidente de la república a fines del siglo XIX y principios del XX, pero ya habíamos tenido 10 presidentes y no menos de 30 ministros de educación que a duras penas conocían los latines de la misa y de hecho era observable una ligera mejora en la calidad del gobierno. 

Aunque el latín es de por sí bello y útil para familiarizarse con los clásicos, en un país que estaba logrando educar a las masas en masa no parecía necesario que estas lo supieran. Como no necesitan ahora saber leer, escribir, sumar y restar, ortografía, gramática, literatura, urbanidad, ética, lógica, historia, geografía o teoría de los derechos del ciudadano y los deberes del gobernante según se echa de ver en la cultura y el civismo de la mayoría de graduandos de escuelas públicas y privadas. 

¿Cómo suena una palabra inglesa?

Pero volvamos a la reforma de la agenda escolar en la Colombia de los años 50. En Armenia, donde yo vivía en esa época, al parecer no existía maestro alguno que supiera inglés ni escuela con dinero suficiente para traerlo de otra parte. Aparte de esta condición limitante las escuelas tenían que cumplir órdenes y enseñar inglés so pena de ser multadas o perder su licencia para enlistar pupilos. Así que en mi escuela uno de los administradores se improvisó para cumplir la tarea. Con base en el texto oficial empezó a enseñarnos a construir frases elementales hasta donde el mismo texto lo permitía. Pero los burócratas oficiales habían escogido un texto bastante avanzado y en un par de semanas empezamos a tener dificultades pues seguíamos a nivel de principiantes cuando oficialmente debíamos estar a nivel intermedio. Memorizamos entonces los textos sin entenderlos. 

El reto grande, sin embargo, vino de la pronunciación. Nuestro maestro ni había vivido en tierra de habla inglesa ni había estudiado bajo la guía de un angloparlante confiable. Para no fracasar en su tarea inventó la pronunciación. Y yo, que era óptimo estudiante, aprendí así una manera nueva de hablar inglés. Aún hoy, después de años de vivir entre los gringos, tengo dificultades para hablar como ellos. A veces me arrepiento de haber sido buen estudiante. 

El capitán, el poeta enamorado y el pedagogo ignaro

Una contemporánea amiga mía que iba a un colegio de señoritas (en esa época las escuelas todavía eran monogenéricas) tuvo una experiencia más bizarra.  El primer día de clase su profesor de inglés copió en la pizarra los versos de O Captain! My Captain! de Walt Whitman y les dijo a las estudiantes: Traduzcan!

Además del texto oficial todas debían tener diccionario. Mi amiga tradujo Oh, capitán! Mi capitán!, y vagamente entendió que el poema hablaba de barco, puerto, cubierta, proa, ancla, rivera y un capitán que se murió y un poeta que lo amaba. Muchos años más tarde, cuando estudiaba idiomas modernos en la universidad, entendió dos cosas: 1) que el poema estaba dedicado a Lincoln como líder popular y timonel de la nave del estado y 2) que su maestro no solo no sabía inglés sino que tampoco sabía enseñar.

Por mi parte aprendí que los burócratas del ministerio de educación no sabían inglés, no eran pedagogos y no sabían dar órdenes.  Y pensar que para entonces El Principito ya había sido publicado en francés y traducido al castellano. Pero ellos no lo habían leído. Ni provecho les hubiera hecho al fin y al cabo.

Sin más, amables lectores, los dejo con el texto de Javier Marías.

Ni bilingüe ni enseñanza


Los españoles se empeñan en trufar sus diálogos con términos en inglés, mal dichos e irreconocibles

Una de las mayores locuras del sistema educativo español –también una de las más paletas– ha sido la implantación, no sé en cuántas comunidades autónomas, de lo que sus responsables bautizaron pomposa e ilusamente como “enseñanza bilingüe”, consistente en que los alumnos estudien algunas asignaturas en español y otras en inglés. Pongamos que Ciencias Naturales –o como se llame su equivalente en la actualidad– se imparte exclusivamente en la lengua de Elton John. Bien. Los encargados de las clases no son, sin embargo, salvo excepción, nativos británicos ni estadounidenses ni australianos ni irlandeses, sino individuos de Langreo, Orihuela, Requena, Conil o Mejorada del Campo que se supone que dominan dicha lengua. Pero, por cuanto me cuentan personas que trabajan en colegios e institutos –y absolutamente todas coinciden–, esos profesores poseen un conocimiento precario del idioma, de nuevo salvo excepción; lo chapurrean, por lo general tienen pésimo acento o ignoran la pronunciación correcta de numerosas palabras, su sintaxis y su gramática tienden a ser mera copia de las del castellano, y además, en cuanto se encuentran con una dificultad insalvable, recurren un rato a esta última lengua, sabedores de que es la que los estudiantes sí entienden. El resultado es un desastre total (ni enseñanza ni bilingüe): los chicos salen sin saber nada de inglés y aún menos de Ciencias o de las asignaturas que hayan caído bajo el dominio del presunto o falso inglés. Al parecer no se enteran, dormitan o juegan a los barcos (si es que aún se juega a eso) mientras los individuos de Orihuela o Conil sueltan absurdos macarrónicos en una especie de no-idioma. Algo ininteligible hasta para un nativo, un farfulleo, una ristra de vocablos quizá aprendidos el día antes en Internet, un mejunje, un chapoteo verbal.

Una de las cosas más incomprensibles es una lengua extranjera mal hablada por alguien que, para mayor fatuidad, está convencido de hablarla bien. Incluso alguien que conozca la gramática, la sintaxis y el vocabulario, capacitado para leerla y hasta traducirla, sólo emitirá un galimatías si tiene fortísimo acento, pronuncia erróneamente o no adopta la adecuada entonación. He oído contar que ese era el caso del renombrado traductor Fernando Vela, que vertió al español muchos libros, pero que si oía decir como es debido “You are my girl”, frase sencilla, no la reconocía: para él “You” se pronunciaba como lo veía escrito, y no “Yu”; “are” no era “ar”; “my” no era “mai”, sino “mi”; y la última palabra era “jirl”, con una i bien castellana. Si oía “gue:l” (pronunciación correcta aproximada), simplemente no estaba facultado para asociarla con “girl”, que había traducido centenares de veces. También he oído contar que Jesús Aguirre se atrevió a dar una conferencia en inglés en una Universidad norteamericana. Los nativos lo escucharon pacientemente, pero luego admitieron, todos, no haber comprendido una palabra de aquel imaginario inglés de esparto. En una ocasión oí a un colega novelista leer fragmentos de sus textos en una sesión londinense. Pese a que el escritor había residido largo tiempo en Inglaterra y debía de conocer su lengua, no estaba capacitado para hablarla de manera inteligible, tampoco allí entendió nadie nada.

Lo curioso es que, a pesar de estas dificultades frecuentes, los españoles de hoy están empeñados en trufar sus diálogos de términos en inglés, pero por lo general tan mal dichos o pronunciados que resultan irreconocibles. Hace poco oí hablar en una tertulia del “Ritalix”. Así visualicé yo la palabra al oírsela a unos y otros, y tan sólo saqué en limpio que lo de “Rita” iba por la alcaldesa de Valencia, Barberá. Al poco apareció el engendro por fin escrito en pantalla: “Ritaleaks”. Lo mismo me pasó con un anuncio de algo: “Yástit”, repetían las voces, hasta que lo vi escrito: “Just Eat”. En castellano contamos con sólo cinco vocales, así que si uno no distingue que “it” no suena igual que “eat”, ni “pick” como “peak”, ni “sleep” como “slip”, ni “ship” como “sheep”, con facilidad llamará ovejas a los barcos y demás. Si además ignora que se usa la misma vocal para “bird”, “Burt”, “herd”, “hurt” y “heard”, pero no para “beard” ni “heart”, o que “break” se dice “breik” pero “bleak” se dice “blik”, son fáciles de imaginar las penalidades para entender y para hacerse entender. La gente española llena hoy sus peroratas de “brainstorming”, “crowdfunding”, “mainstream”, “target”, “share”, “spoiler”, “feedback” y “briefing”, pero la mayoría suelta estos vocablos a la española, a la pata la llana, y así no habrá británico ni americano que los reconozca en tan espesos labios. Vistas nuestras limitaciones para la Lengua Deseada, a uno se le ponen los pelos de punta al figurarse esas clases de colegios e institutos impartidas en inglés estropajoso. ¿No sería más sensato –y mucho menos paleto– que los chicos aprendieran Ciencias por un lado e inglés por otro, y que de las dos se enteraran bien? Sólo cabe colegir que a demasiadas comunidades autónomas lo que les interesa es producir iletrados cabales.



Luis Mejía - 21 de mayo del 2015
Publicado en blogluismejia.blogspot.com



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