Presentación:
Mario Cuomo fue
gobernador del estado de Nueva York de 1983 a 1994 luego de haberse desempeñado
como vicegobernador y secretario en el gabinete estatal. Fue considerado uno de
los políticos más valiosos de su generación por su nivel intelectual y sus posiciones progresistas. En la convención
del partido demócrata en 1984 hizo la defensa del ideario liberal y de
solidaridad social en oposición a la visión conservadora, individualista y
egocéntrica representada por Ronald Reagan y su movimiento. Su discurso en esa
convención es considerado una de las mejores piezas de oratoria política
estadounidense. Aunque católico confeso y practicante tuvo serias diferencias
ideológicas y políticas con la jerarquía eclesiástica de su época,
especialmente en el tema del aborto.
En 1984 fue
invitado por la Facultad de Teología de la Universidad de Notre Dame
-oficialmente confesional católica, prácticamente un foro abierto de discusión
de ideas- a decir lo que pensaba sobre el aborto. Su discurso en esta oportunidad es considerado una contribución importante al debate sobre la
separación de la iglesia y el estado, la libertad religiosa, la interacción
entre la doctrina religiosa y la realidad política y los deberes legales y
religiosos del funcionario público. Su argumento se basa en cinco puntos:
1] la
separación de la iglesia y el estado y la libertad religiosa obligan a la
comunidad a formar un consenso sobre los principios que deben regir el
comportamiento de sus miembros independientemente de su afiliación religiosa,
2] el funcionario público católico debe obedecer su religión en su vida privada
y ejercer los poderes de su cargo conforme a la ley civil vigente,
3] en la
discusión pública de problemas morales el político católico puede actuar con el
cálculo de conveniencia y sentido de oportunidad que han guiado históricamente
a la jerarquía eclesiástica,
4] en el caso del aborto el funcionario público
católico debe obedecer la ley que la permite aunque al mismo tiempo tiene el
deber moral de trabajar para darle protección a la vida desde la concepción
hasta la muerte y
5] también en el caso del aborto el católico –funcionario o
no- puede promover la adopción de una ley que lo prohíba pero al mismo tiempo
tiene el deber de respetar y cuidar la vida en toda su duración para convencer con
el ejemplo a sus conciudadanos no creyentes.
Estos mismos
temas se discuten en América Latina donde no debe esperarse que los políticos y
gobernantes los discutan con la misma lucidez mental, igual claridad moral e
idéntico compromiso personal en la defensa de la vida entera. Los temas de
separación de la iglesia y el estado y de libertad religiosa tienen actualidad
en sociedades violentadas por el fanatismo religioso; tampoco podemos esperar
que en ellas se discutan con la madurez emocional, el respeto a la opinión
ajena y el sentido de tolerancia del público y el auditorio de la Universidad
de Notre Dame.
A continuación
entrego al lector una traducción y resumen del discurso de Cuomo, quien murió
el 1 de enero del 2015.
Discusión de
políticas y profesión de fe y moral
Me gustaría empezar llamando su atención sobre el título
de esta charla: Fe religiosa y moral
pública: El punto de vista de un gobernador católico.
En cierto sentido voy a hablar de lealtades. Por
ejemplo, ¿nos vemos forzados a dividir nuestra lealtad entre la política y la
religión? ¿Implica la separación de la iglesia y el estado una separación entre
la religión y la política o entre la moral y los actos de gobierno? En términos
más específicos, ¿cuál es la relación entre mi catolicismo y mis posiciones
políticas? ¿Dónde termina el primero y comienzan las segundas?
Es difícil contestar estas preguntas. No debe
sorprender que los políticos prefiramos permanecer alejados de ellas. Hoy, sin
embargo, tenemos que reaccionar antes una diversidad de respuestas, algunas
simplistas, la mayoría fragmentarias y unas pocas, presentadas con mera
intención política, demagógicas. Quiero ayudar a aclarar estas cosas.
No puedo ofrecer una verdad final, completa e
incontrovertible. Pero es posible que mi esfuerzo inspire a otras personas que
nos ayuden a entender nuestras diferencias y quizá a descubrir puntos de
acuerdo. Al final todos nos beneficiamos si el diálogo reemplaza las sospechas,
dejamos de hacer énfasis en la búsqueda de criterios mágicos y respuesta simples
e intentamos comprender el papel de la religión en los asuntos públicos.
Permítanme empezar haciendo énfasis en lo obvio. Yo no
hablo en calidad de teólogo porque no lo soy. Tampoco hablo como filosofo. Lo
que me da credenciales para hablar de estos temas es que sirvo en una posición
que me obliga a lidiar con los problemas que ustedes han venido a estudiar y
discutir.
Yo soy abogado por educación y político de profesión.
El ser abogado y político me hace sospechoso para muchos, incluyendo algunos de
mis correligionarios. Vengo a hablar como político y como católico laico,
miembro de la Iglesia, primero por nacimiento, luego por mi propia elección y
hoy en día por amor. Un católico a la antigua, que peca, se arrepiente, lucha,
se preocupa, se confunde y que la mayor parte de las veces se siente mejor
después de confesarse. La Iglesia católica es mi casa espiritual.
El católico que desempeña un cargo público en una
democracia pluralista, que ha sido elegido para servir a judíos y musulmanes, a
ateos y protestantes tanto como a otros católicos, carga con una
responsabilidad especial. A él le toca
ayudar a crear las condiciones para que todos puedan vivir con un máximo de
dignidad y un nivel razonable de libertad, que quien así lo decida pueda
mantener creencias diferentes y a veces contrarias a las católicas.
Los católicos como funcionarios públicos juramos
mantener una Constitución que garantiza esta libertad. Y lo hacemos con gusto.
No porque nos guste lo que los demás hacen con su libertad sino porque somos
conscientes de que al proteger la libertad de todos protegemos nuestra libertad
de ser católicos, esto es, nuestra libertad de orar, acercarnos a los
sacramentos, rehusar los métodos de control de la natalidad, rechazar el
aborto, no divorciarnos y no volvernos a casar si creemos que no es correcto
hacerlo.
Libertad
religiosa para católicos y no católicos
Los funcionarios públicos católicos compartimos con la
mayoría de nuestros correligionarios el principio de que debemos dar a los
demás la misma libertad que queremos para nosotros aunque ellos la usen en
conductas que nosotros consideramos pecado.
Yo protejo mi derecho a ser católico cuando protejo el
derecho de otro a ser judío, protestante, no creyente o lo que quiera.
Nosotros sabemos que el precio de imponer nuestras
creencias a los demás es que algún día ellos pueden imponernos las suyas.
Pero es más fácil de aceptar esta libertad como una
propuesta genérica que como una realidad aplicada a situaciones específicas.
Al mismo tiempo nuestra Constitución crea dilemas:
prohíbe el establecimiento de una religión oficial pero reconoce mi derecho a proponerle
a mis conciudadanos -judíos y protestantes, budistas y no creyentes- que mis
creencias religiosas les sirvan de norma legal.
Libertad
religiosa y gestión de gobierno
La Constitución me garantiza la libertad para proponer
una política oficial que congele el armamentismo nuclear no solo para evitar un
pecado sino porque creo que mi democracia debería verlo como una meta deseable.
También soy libre de proponer que el Senado niegue la asignación de fondos para
el control de la natalidad porque pienso que la comunidad en general, por su
propio bien, no debería separar el sexo de la posibilidad de crear vida. Y
puedo pedir que se expida una ley contra el aborto porque creo que la comunidad
en general, independientemente de sus creencias religiosas, debería estar de
acuerdo en la importancia de proteger la vida, incluyendo la vida en el
vientre, que es al menos en potencia una vida humana y no debería destruirse a
la ligera.
Ninguna ley nos prohíbe proponer estas cosas Somos
libres de hacerlo. Y lo son los obispos. En efecto, la Constitución garantiza
mi derecho y su derecho.
Sin embargo, ¿debería hacerlo? ¿Es beneficioso? ¿Es
esencial para la dignidad humana? ¿Ayudaría a la armonía y el entendimiento
sociales? ¿O más bien nos dividiría tan profundamente que amenazaría nuestra
capacidad para funcionar como una comunidad pluralista?
En otras palabras, ¿cuándo debería yo proponer que mis
valores religiosos se conviertan en el código moral de los demás y las reglas
que rigen mi conducta en límites de la conducta ajena?
Yo creo que como católico tengo una misión salvífica.
¿Quiere ello decir que como gobernador tengo que hacer todo lo que en
conciencia pueda para convertir mis valores religiosos en las leyes y
reglamentos del estado de Nueva York? ¿Y que si no lo hago me llamen hipócrita?
¿Debo yo, sabiendo que el Papa prohíbe el control
artificial de la natalidad, vetar los fondos para programas de contracepción
que usarán los no católicos o los católicos disidentes dentro de mi estado? Yo
acepto la doctrina de la Iglesia sobre el aborto, ¿debo insistir en que usted
también la acepte? ¿Por medio de una ley? ¿Eliminando para ese efecto los
fondos de asistencia pública a que usted tiene derecho? ¿Por medio de una reforma
constitucional? Y si es así, ¿cuál? ¿Será esa la mejor manera de evitar y
prevenir los abortos?
No solo los católicos, también los creyentes de otras
religiones enfrentan preguntas similares.
Pluralismo
religioso y valores sociales
Casi todos los estadounidenses aceptamos algunos
valores religiosos como parte de nuestra vida pública. Somos un pueblo
religioso cuyos antepasados llegaron a esta tierra a vivir su fe religiosa
libres de coerción y represión. Al mismo
tiempo somos un pueblo de muchas religiones. Y no tenemos una iglesia oficial.
En consecuencia, nuestra moral pública, los estándares
morales que aplicamos a todo mundo dependen de un consenso sobre lo que es
correcto y lo que es incorrecto. Los valores derivados de la fe religiosa no
son -y no deben ser- considerados parte
de la moral pública a menos que sean compartidos por la comunidad en general. En
últimas, la comunidad tiene que pensar si una propuesta basada en principios de
moral religiosa restringe la libertad personal, con qué propósito y a beneficio
de quién, si producirá buenos o malos resultados, si ayudará a la comunidad o
la dividirá.
Por ejemplo, los agnósticos participaron en la lucha
por los derechos civiles aunque los valores de esa cruzada se habían desarrollado
dentro de las iglesias cristianas negras. Los izquierdistas que protestan
contra el armamentismo, el hambre y la explotación aceptan la compañía de
clérigos y laicos que tienen una inspiración religiosa.
Las diferencias empiezan cuando se usan los valores
religiosos para imponer restricciones a personas que no las toleran. Hay gente
que está en desacuerdo con las exigencias católicas de prohibir el aborto pues
consideran que son una violación a la separación de la iglesia y el estado. Al
mismo tiempo hay gente que acepta sin reservas la autoridad de los obispos
católicos en materia de control de la natalidad y el aborto pero que rechaza de
manera tajante las enseñanzas de estos en lo que se refiere a la guerra, la paz
y las políticas sociales.
Nación
cristiana: ¿un destino manifiesto?
No es fácil encontrar respuestas correctas a estas
preguntas, pero algunas de las respuestas incorrectas son claras. Por ejemplo,
hay quienes dicen que por nuestro desarrollo histórico y por las costumbres de
nuestro pueblo estábamos destinados a
ser -y deberíamos ser- un país cristiano en su legislación.
Pero si eso es así, ¿dónde dejaríamos a los no
creyentes? ¿Y cuál cristianismo impondría la ley: el mío o el de otra persona?
El argumento de la “nación cristiana” debería
preocupar -aún más, asustar- a dos grupos: los no cristianos y los cristianos
pensantes.
En mi opinión la mayoría de la nación entiende -aunque
solo sea instintivamente- que es equivocada y peligrosa cualquier sugerencia de
que Dios favorece a un partido político o aprueba el establecimiento de una iglesia
oficial. El pueblo estadounidense no necesita clases de filosofía, ciencia
política o historia de la Iglesia para saber que Dios no debería ser tratado
como el presidente celestial de un partido político.
Problemas de
vida y muerte: moral y políticas públicas
En la actualidad hay asuntos de vida y muerte que
preocupan a la mayoría de las religiones. Por ejemplo, opciones de vida para
neonatos con condiciones congénitas serias, derecho a morir, inseminación
artificial, embriones in vitro, aborto, control de la natalidad, sin mencionar
la guerra nuclear y la sombra que esta extiende sobre la vida misma.
Algunos de estos problemas tienen que ver con nuestra
vida íntima, con nuestros roles de madre, hijo o marido. Algunos afectan a la
mujer de una manera especial. Pero son también problemas públicos, que nos afectan
a todos.
Independientemente de nuestra fe en Dios, lo más
grande que tenemos es la vida. Aún el más radical de los mundos laicos debe
enfrentar temas como el de cuándo empieza la vida, en qué condiciones puede
dársele fin, cuándo debe ser protegida, con qué autoridad. También tiene que
decidir qué protección se le garantiza al débil y el moribundo, el anciano y el
nonato; a la vida en todas sus etapas.
Como católico yo he aceptado como válidas algunas
respuestas que han afectado mi vida como
marido de Matilda, como padre de cinco hijos, como hijo junto a la cama de mi
padre agonizante tratando de decidir si los tubos y agujas todavía servían para
algo.
Como gobernador, sin embargo, participo en el diseño
de políticas que determinan los derechos de otras personas en las mismas
situaciones de vida y muerte. Una de estas es el aborto.
Doctrina moral,
política social y posición católica:
liberación de esclavos
Las acciones de la Iglesia católica dejan claro que no
existe un principio moral inflexible que nos diga cómo combinar las políticas
de gobierno y los valores religiosos. Por ejemplo, la Iglesia acepta la ley
civil vigente sobre divorcio y control de la natalidad sin cambiar su doctrina
pero sin darle mayor importancia; con ello reconoce que en una sociedad plural
como la nuestra no estamos obligados a insistir que todos nuestros valores
religiosos tienen que convertirse en ley.
No existe encíclica ni catecismo que describa la
estrategia política para imponer nuestras creencias a los demás a través del
proceso legislativo. En consecuencia, el católico que trata de tomar posiciones
éticas y sensatas en el mundo de la
política tiene que decidir cuál es el mejor camino a seguir si es que hay uno.
Esta libertad de juicio no es algo nuevo en la Iglesia
ni es un fenómeno que haya surgido con el problema del aborto. Tomemos, por
ejemplo, el tema de la esclavitud. Se ha
dicho que rehusarse a respaldar la prohibición de abortos es lo mismo que no
haber apoyado el movimiento abolicionista antes de la Guerra Civil. Esta
analogía ha sido propuesta por los obispos del estado de Nueva York.
La verdad es que muy pocos obispos católicos -si los
hubo- respaldaron el movimiento abolicionistas en los años anteriores a la
Guerra Civil. No era -creo yo- que los obispos apoyaran la idea de que algunos
seres humanos podían ser dueños de otros seres humanos y explotarlos. El papa
Gregorio XVI había condenado desde 1840 el tráfico de esclavos. Lo que hubo fue
una decisión política práctica de parte de los obispos. Ellos no eran
hipócritas; eran realistas. En esa época los católicos eran una minoría
pequeña, en su mayoría inmigrantes, despreciados por el resto de la población,
con frecuencia humillados y a veces víctimas de violencia. Ante una
controversia pública que despertaba pasiones tremendas y amenazaba con romper
el país en pedazos, los obispos tomaron una decisión pragmática. Creían que su
opinión no cambiaría la manera de pensar de la gente. Más aún, sabían que en el
sur había católicos, inclusive sacerdotes, que tenían esclavos. Llegaron a la
conclusión de que en las circunstancias imperantes proponer una reforma
constitucional que prohibiera la esclavitud haría más mal que bien. Y se
quedaron callados. Como lo ha estado la Iglesia en el pasado aún en asuntos más
controvertidos.
Lo que es importante tener en cuenta
en esta discusión es que los obispos frente a las complejidades del momento
político tomaron la decisión de permanecer callados con respeto a la reforma
constitucional para abolir la esclavitud y la derogación de la ley contra los
esclavos fugitivos no por indiferencia moral sino en un intento de balancear la
verdad moral con la realidad política. Como lo muestra la historia, Lincoln obró
con la misma prudencia.
El aborto recibe
un tratamiento diferente: moral privada y ley civil
Hay diferencias, no bien entendidas por los católicos,
entre el enfoque que se le da al aborto y el enfoque que se le da a otros temas
de moral pública.
En el pasado hubo teólogos católicos que al parecer
estaban en desacuerdo sobre la moralidad de algunos abortos; fue, creo, solo en
1869 cuando se decretó la excomunión en todos los casos de aborto. Algunos
todavía lo están. Pero mi esposa y yo aceptamos la prohibición de nunca usar el
aborto para destruir la vida que creamos. Para nosotros la doctrina de la Iglesia
era clara y, por encima de todo, ambos estábamos de acuerdo con lo que nuestras
conciencias y nuestros corazones nos ordenaban. Un feto es algo distinto del
apéndice o de las amígdalas. Algunos científicos y teólogos sostienen que en las etapas
tempranas del desarrollo fetal no podemos discernir una vida humana; pero todo
el potencial de la vida humana está allí. Eso solo merece respeto, cuidado y
reverencia.
Pero no todo mundo en nuestra sociedad está de acuerdo
con Matilda y conmigo.
Y los que están en desacuerdo con nosotros -los que
apoyan la legalización del aborto- no son una alianza de anti-cristianos
crueles e insensibles empeñados en destruir nuestros principios morales. Muchas
veces los proponentes del aborto legal son los mismos que han luchado al lado
de los católicos en favor de la justicia proclamada en las encíclicas papales.
Entre las organizaciones que no
comparten la posición de la Iglesia católica sobre el aborto se cuentan la Iglesia
Luterana Estadounidense, la Conferencia Central de Rabinos Estadounidenses, la Iglesia
Presbiteriana de los Estados Unidos, Mujeres de B'nai B'rith, Mujeres de la Iglesia Episcopal.
No tenemos por
qué ajustar la moral católica a la oposición de los no-católicos. Sin embargo,
esa oposición puede ayudarnos a entender los límites que tenemos para convertir
la moral católica en una ley que obligue no a los creyentes que no la necesitan
sino a los incrédulos que la rechazan. Porque cuando queremos dar al aborto un
tratamiento basado en nuestra observancia privada de la moral católica
despertamos una controversia dentro y fuera de la Iglesia sobre cómo y hasta
dónde podemos decirle a los demás que nuestra moral debe ser también la de
ellos.
Doctrina religiosa
y legislación civil
La enseñanza de la Iglesia con respecto a la
esclavitud y el aborto es clara. Pero en la aplicación de esa enseñanza -las
leyes específicas que proponemos, las sanciones legales que recomendamos- no ha
habido ni hay una regla que la Iglesia nos imponga. Los católicos pueden estar
en desacuerdo sobre estos puntos técnicos políticos sin necesidad de
confesarse.
La pastoral de los obispos El reto de la paz reconoce este punto
explícitamente. Dice: “Reconocemos que el magisterio de la Iglesia no tiene el
mismo valor cuando se refiere a soluciones técnicas que implican medios
específicos que cuando se refiere a principios y fines. La gente puede estar de
acuerdo en rechazar una injusticia, por ejemplo, y estar en sincero desacuerdo
con respecto a la manera concreta de hacer justicia. Los grupos religiosos
tienen derecho igual que los demás a tener una opinión sobre el asunto pero no
deberían pretender que su opinión es la única válida para las personas de buena
voluntad”.
Con respecto al aborto los obispos estadounidenses han
tenido que sopesar la enseñanza moral católica frente a la realidad de un país
pluralista en el que nuestro punto de vista está en minoría, reconocer que lo
deseable idealmente no siempre es viable, y que puede haber otras maneras de
tratar el problema fuera de la prohibición absoluta del aborto.
Inoperancia de
la prohibición legal del aborto
Yo creo que la prohibición legal del aborto no es plausible y aunque se lograra sacar adelante no
funcionaría. Considerando el estado de la opinión pública en este momento
estaríamos repitiendo la “Prohibición” del pasado [N. del T.: se refiere a la
prohibición constitucional de producción, venta y consumo de bebidas
alcohólicas que rigió de 1920 a 1933 con resultados desastrosos legales y
sociales]. Sería establecer una legislación que no se puede hacer cumplir y dar
ocasión a que la gente se habitúe a no respetar la ley.
Tampoco creo
que la prohibición constitucional del aborto resulte en protección de los
derechos de la madre y el niño; al contrario, le permitirá a la gente ignorar
las causas de muchos abortos en lugar de atacarlas, de la misma manera que se
usa la pena de muerte para no tener que enfrentar de manera racional y a fondo
el crimen violento.
Otras opciones legislativas que se han propuesto son,
en mi opinión, igualmente ineficaces. Hubo una propuesta de reforma
constitucional para delegar en los estados la decisión sobre abortos. Esto
hubiera creado un ajedrez de jurisdicciones permisivas y restrictivas y aunque
hubiera tranquilizado algunas conciencias no hubiera logrado lo que la Iglesia
quiere, es decir, no hubiera creado un respeto profundo por la vida. Los
abortos hubieran continuado, millones de ellos.
Fondos públicos
para el aborto: prohibición y disparidad social
Tampoco la privación de fondos de asistencia pública
para abortos lograría nuestros objetivos. Dejar sin fondos la asistencia
pública no impediría abortos en las clases rica y media. Ni siquiera los
impediría entre los pobres. Solo impondría una carga económica en la mujer
pobre que quiera abortar.
Además de esa disparidad entre las clases sociales hay
un asunto básico. La asistencia pública es diseñada para satisfacer necesidades
médicas y de salud. Pero los argumentos para que esos fondos no incluyan los
abortos ignoran esas necesidades.
Persistencia
del aborto y responsabilidad personal
Si lográramos eliminar todos los fondos públicos para
el aborto, si lográramos establecer una prohibición de los mismos, si
pudiéramos ocultar todos los abortos, meterlos al cuarto de atrás donde se
practicaron por tanto tiempo, yo creo que nuestra responsabilidad como
católicos no estaría mejor satisfecha que ahora bajo la garantía legal del
aborto como derecho de la mujer.
El aborto no es resultado de una falla del
gobierno. Ninguna agencia del gobierno
obliga a la mujer a abortar, y sin embargo los abortos siguen ocurriendo. A
pesar de lo que se enseña en hogares, escuelas y púlpitos, a pesar de los
sermones y ruegos de padres, sacerdotes y prelados, a pesar de todos los
esfuerzos para hacer pública nuestra oposición al pecado del aborto, los
católicos aprueban el aborto en igual proporción que el resto de la población; como
colectividad aparentemente creemos -y quizá actuamos- igual que los que no
comparten nuestro compromiso. Me
pregunto entonces: ¿Le pedimos al gobierno que criminalice lo que creemos que
es pecado porque nosotros mismos no podemos dejar de cometerlo? La falla aquí
no es de las autoridades. La falla es nuestra, es la falla de todo el pueblo de
Dios.
El obispo Joseph Sullivan, un hombre que trabaja con
los pobres en la ciudad de Nueva York y que se opone al aborto, lo ha resumido
bien: “El problema más grande que tiene la Iglesia es interno. ¿Cómo enseñamos?
Aunque en mi opinión tenemos la obligación de defender políticas públicas
nuestra responsabilidad principal es enseñar a nuestra propia gente. Eso no lo
hemos hecho. Le estamos pidiendo a los políticos que hagan lo que nosotros no
hemos hecho de manera efectiva”.
Compromiso
personal y ejemplo moral
A menos que los católicos nos eduquemos mejor en los
valores que definen nuestras vidas y los practiquemos mejor, a menos que demos
un ejemplo claro y convincente, nunca seremos capaces de convencer a esta
sociedad de que cambie las leyes para proteger lo que decimos que es una
preciosa vida humana.
El poder de nuestro ejemplo debería ser mejor que una
ley, un mandato o una amenaza de castigo; un ejemplo que demuestre que no somos
hipócritas.
El deber de la Iglesia de enseñar por medio del amor
fue proclamado por el papa Juan Pablo II en Redemptor
Hominis cuando dijo: “La Iglesia, que no tiene más armas que las del
espíritu, la palabra y el amor no puede renunciar a proclamar la palabra
oportuna e inoportunamente. Por ese motivo no cesa de implorar a todo el mundo,
en el nombre de Dios y en el nombre del hombre: ¡No maten! ¡No se preparen para
destruirse y exterminarse unos a otros! ¡Piensen en sus hermanas y hermanos que
sufren hambre y miseria! ¡Respeten la dignidad y libertad de cada quien!”
Las armas de la palabra y el amor están ya en nuestras
manos. No necesitamos ley alguna para usarlas.
Una respuesta
cristiana y humana al aborto
Yo no sugiero
que permanezcamos marginados o que seamos indiferentes a la decisión de
la mujer de completar su preñez o abortar. Mi desacuerdo con la idea de que
podemos imponer una prohibición del aborto que sea efectiva y se haga cumplir
no implica quietismo religioso ni aceptación de los males del mundo.
Mientras discutimos sobre el aborto los Estados Unidos
ocupan el puesto 16 en el mundo con respecto a la tasa de mortalidad infantil.
Miles de infantes mueren cada año por falta de cuidados médicos adecuados.
Algunos nacen con defectos genéticos que se hubieran podido prevenir con
tratamiento a tiempo. Algunos tienen un desarrollo mental y físico limitado por
nutrición inadecuada.
Por eso hay muchas maneras de demostrar que nos
importan el niño en el vientre y el niño desprotegido, que nos importan las
verdaderas opciones que la mujer tiene en su vida, que nos importa si una mujer
escoge abortar porque se siente impotente o carece de esperanza en el futuro de
sus hijos.
La gente que está en favor del derecho de la mujer
para decidir sobre el aborto puede, sin debilitar su compromiso, respaldar
programas oficiales que den a la mujer la asistencia que necesite para tener y
criar sus hijos, para que tenga verdaderas opciones. Sin suspender su campaña
para prohibir el aborto, los que se consideran en favor de la vida pueden
unirse a una iniciativa que legalice los derechos de las madres y los niños
como lo han propuesto los obispos.
Lucha contra el
aborto en el estado de Nueva York
En el estado de Nueva York hemos empezado varios
programas para que las mujeres den a luz bebés en buena salud. Este año
doblamos los fondos públicos para pagar por servicios prenatales y de parto. El
estado ya ha gastado US$20M anuales en cuidados prenatales.
Creemos que nuestro programa tiene mucho futuro. Lo
hemos llamado “caminos nuevos de dignidad” y pretende dar a las madres
adolescentes los servicios que necesitan para continuar su educación, recibir entrenamiento
laboral, realizar su potencial de defenderse solas, sostenerse y sostener al
bebé que están trayendo al mundo.
La
responsabilidad moral del católico: la noción íntegra de la vida
El aborto tiene una importancia única pero no es el
único problema moral importante.
Los católicos sabemos que nuestra obligación no
termina con una ley o una reforma constitucional. Tampoco termina en el aborto. Tenemos que
luchar contra todas las fuerzas que ponen en peligro la vida humana. Como las
armas nucleares. El hambre, la falta de vivienda y el desempleo. La
preservación de la “túnica inconsútil” de
que hablaba el cardenal Bernardin [N. del T.: el venerable cardinal Bernardin
enseñaba que la vida era como la túnica sin costuras de Jesús: una sola que
debía protegerse de la concepción a la muerte] es un reto para todos los católicos que
desempeñan cargos públicos, sean conservadores o liberales.
Nosotros no podemos aspirar a ser buenos simplemente porque
exigimos que el Congreso apruebe una ley que declare lo que ya sabemos, que el
aborto está mal. Independiente mente de que el aborto sea o no criminalizado tenemos
mucho trabajo que hacer: el trabajo de crear una sociedad donde el derecho a la
vida no termine en el momento de nacer, donde el infante no sea condenado a ser
parte de un mundo indiferente a la calidad de su alimentación, de su vivienda y
de su educación, donde el niño ciego o retardado no sea condenado a existir sino
que reciba ayuda para vivir.
En 1974, al defender una reforma constitucional que
pusiera restricciones a los abortos, los obispos dijeron: esa “reforma es la
base constitucional para respaldar y asistir a la mujer embarazada y a los
hijos que va a tener. Esto incluye: cuidados alimenticios, prenatales, de parto
y post-parto, así como cuidado
alimenticio y pediátrico para el niño durante su primer año de vida… Nosotros
creemos que este cuidado es un derecho de toda mujer embarazada y de sus hijos”.
Los obispos han sido “pro-vida” en toda la extensión
de la palabra.
La misión del
católico
Los católicos nos consideramos obligados a compartir
lo que tenemos, a ayudarnos unos a otros, en todas partes, en todo lo que hacemos,
y, al hacerlo, ayudamos a toda la familia humana. Nuestra misión es “completar
el trabajo de la creación”.
Este es un trabajo muy difícil hoy en día. Nos pone a
hacer elecciones muy difíciles.
Podemos, si queremos, asimilarnos a una cultura más
laxa, abandonar la práctica de valores que nos hicieron diferentes, adorar los Dioses
que nos ofrezca el mercado y exigirle al sistema político que imponga a los
demás la moral que ya no practicamos, racionalizando así nuestro propio
relajamiento de costumbres.
O podemos hacer memoria de dónde venimos, el viaje de
dos milenios, aferrándonos a nuestra fe personal, a sus exigencias de servicio
y esperanza. Podemos vivir y practicar la moral que nos enseñó Cristo, dando
testimonio de Su verdad en este mundo, luchando para hacer realidad Su amor,
practicando este amor donde hace más falta que es entre los pobres y los
desposeídos. No solo tratando de hacer leyes que rijan la vida de los demás
sino sometiendo nuestras vidas a las leyes que ya escribió Dios en nuestros
corazones y nuestras mentes.
Traducción,
resumen y subtítulos de Luis Mejía
26 de enero del 2015
Publicado en
blogluismejia.blogspot.com
El diario colombiano publicó la confesión de un maestro sobre su doble vida que en parte reza:
ReplyDelete"Aún me veo a mis 13 años, en la soledad de mi cuarto, llorando y rezándole al dios de los católicos para que me “curara” y quitara de mi mente y de mi cuerpo las pulsiones que día a día iban cobrando más fuerza y que me revelaban de manera inequívoca mi “condición”... Y hay que insistir en esta palabra, pues muchos hablan de “opción” sexual para esgrimir el argumento de que esta desviada “escogencia” puede ser modificada con un adecuado acompañamiento psicológico. Tal como lo intentaron hacer en el caso de Sergio... Tal como yo intenté hacerlo en el mío propio. La diferencia es que yo corrí con suerte y mi “orientador” (un psiquiatra a quien nunca terminaré de agradecer) en lugar de “curarme” me ayudó a aceptarme y a respetarme".
http://www.elespectador.com/opinion/mejor-un-hijo-muerto-un-hijo-marica-columna-517926