Día 2: ¿Un País De
Exageraciones O Un Autor Que Exagera?
La
brújula de la razón está perdida
En las
cámaras secretas de un palacio...
Juan Manuel Roca
Una amiga antropóloga se entera de que estoy escribiendo
una crónica de mi viaje. Me envía un mensaje urgente: Espero que no exageres al
hablar de Colombia.
Me ha puesto a pensar. ¿Cómo puede uno hablar
verazmente de Colombia sin parecer que
exagera? O, de otra manera, ¿cómo puede uno hablar de Colombia sin referirse a
una realidad que parece no conocer barreras mentales o éticas?
Cuando García Márquez publicó Cien Años de Soledad hablar de Macondo como de un país llamado
Colombia se volvió un lugar común. Fue como una fantasía popular de que
Colombia entera era un lugar mágico donde sucedían cosas increíbles y amenas.
Pero Colombia no es una versión más
intelectual y más inteligente de Disneylandia como parecen soñarlo los que usan
el tropo del realismo mágico macondiano. La realidad es más cruel, dura,
imprevista; en ocasiones es también más maravillosa, inspiradora, deslumbrante.
Hay cosas que suceden en Colombia que rebasan los límites de lo creíble, lo
imaginable, lo manejable con los recursos morales e intelectuales de una
persona normal en otra parte.
Otros países comparten esta cualidad de desborde de lo
ética e intelectualmente normal que uno observa en Colombia. La Unión Soviética
en el pasado y la Federación Rusa en el presente, Bengala bajo las dos
princesas destructoras que se alternan en el poder, Sri Lanka en su carrera
precipitada a la guerra civil singalesa-tamil y la dictadura de la familia
presidencial contemporánea, Zimbabue bajo Mugabe, el Congo bajo Leopodo de
Bélgica, Mobutu y los Kabila, la China cuando vivía Mao, la India desde la
muerte de Gandhi, los Estados Unidos representados por la CIA y por los
republicanos más intolerantes, la Argentina cuando cae en las manos
incompetentes de los políticos más patriotas, Israel en sus relaciones con los
palestinos, el Brasil de las favelas y de los territorios amazónicos donde ni
dios ni el estado tienen presencia, son todos lugares donde la realidad social
y política exige una suspensión del sentido crítico y un adormecimiento del
sentido ético de la población para poder vivir con la desmesura de las elites.
Es lo que pasa en Colombia cuando una piensa en circunstancias como las que
paso a detallar.
El paramilitarismo fue un movimiento armado, paralelo a
las fuerzas militares y policiales del estado, organizado, apoyado y financiado
por sectores de las elites nacionales con el propósito declarado de contener
las guerrillas subversivas con métodos que las fuerzas estatales estaban
legalmente impedidas de usar. Las fuerzas paramilitares empezaron a formarse en
la década de 1970, se fortalecieron en los años 80 y 90 y algunos de sus jefes
negociaron una entrega de armas entre el 2002 y el 2006; varios cabecillas,
muchos mandos medios y numerosos milicianos continuaron en armas como bandas
criminales emergentes según el decir del gobierno de la época. Estudios
oficiales y privados atribuyen a los paramilitares el asesinato de 150.000
personas, la emigración forzada a las ciudades de 5.2 millones de campesinos y el robo de 4 a 6 millones de
hectáreas de tierras cultivables. Los paramilitares además crearon una red de
fraude para robar los fondos públicos dedicados a obras de infraestructura y
salud, establecieron redes adicionales
de extorsión a comerciantes y terratenientes y crearon un clima de inseguridad sobre sindicatos
campesinos y obreros para inhibirlos en la lucha por mejores condiciones de
trabajo de sus afiliados. Todo esto sucedió sin que protestara la mayoría de la
población que vive en las ciudades y bajo la mirada negligente de las
autoridades nacionales. Cuando estas finalmente decidieron hacer algo,
entregaron a los jefes paramilitares a la justicia estadounidense para que esta
los juzgara por narcotráfico garantizando, de paso, que sus crímenes de lesa
humanidad y de destrucción de la sociedad quedaran impunes.
Las guerrillas en Colombia se han proclamado defensoras
del pueblo campesino y obrero. Nacidas entre 1950 y 1960, las guerrillas llegaron
a controlar una gran extensión del territorio nacional a finales del siglo XX y
los primeros años del XXI, cuando desfalcaron las municipalidades que cayeron
bajo su influencia, hostigaron la población campesina no alineada con ellas,
establecieron zonas de protección pagada para los cultivadores y traficantes de
drogas ilegales, secuestraron y extorsionaron en campos y ciudades y
establecieron una táctica de “pescas milagrosas” –consistente en poner
escuadrones volantes en las carreteras con el propósito de tomar rehenes y
cobrar rescates a personas que en opinión de los comandantes operativos
tuvieran cualquier capacidad de pago-
todo lo cual les generó un flujo masivo y sostenido de fondos. A partir
del año 2002 el gobierno nacional con ayuda de los Estados Unidos intensificó
la campaña militar contra las guerrillas. En las regiones que abandonaron al
replegarse hacia sus cuarteles de la selva se observó un incremento en la
concentración de la propiedad rural, en el despojo de tierras, en la violencia
contra los sindicatos, en los abusos de los militares y en la vulnerabilidad de
campesinos y obreros a los ataques de los paramilitares. En vez de proteger a
campesinos y obreros los dejaron más vulnerables. Además, dejaron el país en
manos del presidente Álvaro Uribe y sus aliados. A pesar de los resultados
desastrosos de la acción guerrillera quedan unos pocos líderes sindicales,
activistas sociales, agentes de ONGs e intelectuales burgueses que consideran
justificada la violencia guerrillera y le ven potencial revolucionario.
Los empresarios que se beneficiaron de la coerción a que
fueron sometidos los sindicatos o que adquirieron tierras robadas por o en
complicidad con los paramilitares permanecen anónimos para las autoridades
judiciales y, en consecuencia, en la
práctica gozan de impunidad con respecto a los delitos que sirvieron para
consolidar su poder y aumentar su riqueza.
Los campesinos que tuvieron que tolerar la presencia de
guerrilleros en sus tierras y por fuerza colaborar con ellos han sido duramente
castigados por las fuerzas del estado y los paramilitares. Los miembros de las
elites que fueron secuestrados por las guerrillas y pagaron sumas millonarias
por su libertad son vistos como víctimas sin responsabilidad en la financiación
de las mismas. Objetivamente hablando campesinos y ricos secuestrados, con sus
vidas y haciendas en juego, a la fuerza se convirtieron en colaboracionistas de
los guerrilleros. Sin embargo, los manuales de seguridad nacional y lucha
antisubversiva del estado -aceptados por la opinión pública en las ciudades-
consideran que los campesinos tienen un deber tácito de sacrificar vidas y
haciendas por el bien del país, deber que no han tenido los miembros de la
elite.
Aproximadamente una tercera parte de los miembros del
congreso –senadores y representantes a la cámara- han sido condenados en juicio
en los últimos años por complicidad con los paramilitares y por beneficiarse
del poder de estos en sus regiones de origen. Los ciudadanos que votaron por
ellos a sabiendas de que eran autores intelectuales de asesinatos, robos de
tierras, extorsión y desfalco del estado debieran ser condenados como cómplices
y habilitadores pero nadie habla de ello.
Una representante a la Cámara fue condenada en el 2008 a
prisión por vender su voto en la aprobación de una reforma constitucional. La
Corte Suprema de Justicia le imputó el delito de cohecho al encontrar prueba de
que altos funcionarios del gobierno
nacional le prometieron beneficios económicos y personales ilegales a cambio de
su voto. El cohecho exige por definición la participación de dos delincuentes:
una, la vendedora del voto está en la cárcel, el otro, el comprador, no ha sido
identificado en los estrados judiciales.
Un expresidente continúa actuando como presidente en
ejercicio desde el momento en que dejó legalmente el cargo en el 2010 y
desautoriza a su sucesor en todo momento con el argumento de que este no ha
actuado como su clon. Sus declaraciones, un ejemplo repetitivo de disonancia
cognoscitiva, trivializan el debate sobre los problemas nacionales, hacen
ficción la historia, confunden a las masas y entorpecen la gestión presidencial.
Los medios le dan espacio y validan su papel de caudillo y una buena porción de
la opinión pública considera su actitud perfectamente normal. Cada alcalde en
su año dice el refrán pero no en Colombia.
Luis Mejía – 12 de
enero del 2013
Publicado en blogluismejia.blogspot.com
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